martes, 5 de febrero de 2019

5 de Febrero: Santa Águeda, Virgen y Mártir (~230 †251)

5 de Febrero
Año: 
251 / Lugar: CATANIA, Italia

Aparición de San Pedro en el calabozo
Vidente: Santa Águeda, Virgen y Mártir (~230 – †251)


Santa Águeda de Catania

Águeda era una joven siciliana de familia noble y de singular belleza. Nacida en Catania o Palermo hacia el año 230, dedicó su juventud al servicio del Señor, a Quien le ofreció, no sólo su vida sino también su virginidad y las gracias con que profusamente se veía adornada. Le tocó vivir, en tiempos de persecución, y más, cuando en el trono de Roma se sentó el emperador Decio, que gobernó entre 249 y 251, quien pretendía acabar en sus mismas raíces la semilla de los cristianos, tan extendida ya en aquel entonces por todo el Imperio. Decio comprendía la inutilidad de hacer sólo mártires entre los cristianos, y comienza a organizar de manera sistemática su total exterminio. Inventa nuevos artificios y seducciones: se ha de emplear el soborno y los halagos. Después, en caso de negarse, la opresión, el destierro, la confiscación de bienes y los tormentos. Y sólo, como en último recurso, se les había de condenar a muerte. Por el año 250 hace que se publique un edicto general en el Imperio, por el que se citan a los tribunales, con el fin de que sacrifiquen a los dioses, a todos los cristianos de cualquier clase y condición, hombres, mujeres y niños, ricos y pobres, nobles y plebeyos. Es suficiente, para quedar libres, que arrojen unos granitos de incienso en los pebeteros que arden delante de las estatuas paganas o que participen de los manjares consagrados a los ídolos. Al que se negara, se le privaba de su condición de ciudadano, se le desposeía de todo, se le condenaba a las minas o a otros tormentos más refinados y a la misma esclavitud. El intento del emperador, al decir de San Cipriano, no era el de no “hacer mártires”, sino “deshacer cristianos”, con todos los malos tratos posibles, pero sin el consuelo de la condenación y de la muerte. Esto se vino a hacer con Santa Águeda, que por entonces residía en Catania, donde mandaba, en nombre del emperador, el déspota Quinciano, gobernador de la isla de Sicilia.
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D
el Año Cristiano o Ejercicios Devotos para Todos los Días del Año. Logroño, 1851. Febrero, Día 5, Página 52.


Santa Águeda, Virgen y Mártir

Santa Águeda, la primera de las cuatro principales vírgenes y mártires del Occidente, tan celebradas en la universal Iglesia, nació en Sicilia hacia el año del Señor de 230. Hay noble competencia entre las dos famosas ciudades de Catania y de Palermo, sobre cuál de las dos tuvo la gloria de haber sido cuna y patria de nuestra Santa; pero lo que está fuera de toda duda es, que en tiempo de la persecución vivía Águeda en Palermo, y que padeció martirio en Catania. Era su casa una de las más nobles de Sicilia; y como sus ilustres padres profesaban la religión cristiana, criaron a la niña en toda piedad, desvelándose en darla una educación correspondiente a su noble nacimiento.
Desde luego descubrió Águeda un entendimiento vivo y despejado; era rica, era hermosa, tanto que pasaba por la mayor hermosura de su tiempo; pero lo que la hacía más sobresaliente era su singularísima virtud. Descolló tanto en ella desde sus más tiernos años, que desde luego hizo voto de no tener otro esposo que Jesucristo, consagrándole su virginidad, siendo ya desde su infancia el ejemplo y la admiración de todas las doncellas. No pudo ver sin mucha irritación tanta virtud el enemigo común de nuestra salvación. Excitó furiosas tempestades, para que naufragase en ellas su voto y su constancia. Se declararon pretendientes de su mano cuantos caballeros nobles tuvieron noticia de su hermosura, y de sus prendas; mil veces la combatieron, pero nunca la expugnaron; contando las victorias por las batallas, y las palmas por los choques.
Se hallaba Águeda en Catania cuando Quinciano, gobernador de Sicilia, oyó hablar del extraordinario mérito, y de las raras prendas que adornaban a la tierna sierva de Jesucristo. Quiso verla, y por la relación que le hicieron así de sus grandes riquezas, como de su singular hermosura, se resolvió desde luego a pretenderla por esposa, y al punto envió por ella.
Cuando Águeda tuvo noticia de la orden del Gobernador, no dudó que el Señor había aceptado el sacrificio que le había hecho de su vida, y creyó firmemente que ya se había llegado el tiempo de cumplirle. Se encerró en su cuarto; y llena de gozo con la esperanza de juntar la corona de mártir a la de virgen, hizo al Señor esta oración fervorosa:
Señor mío Jesucristo, mi Dios y mi divino Esposo, bien conocidos tenéis mis pensamientos, patente os está de par en par mi corazón: vos solo sois su único dueño, y vos lo seréis eternamente: ni sufriré jamás que ninguno entre a dividir con vos el imperio. Esposa vuestra soy, libradme de este tirano; oveja vuestra soy, defendedme de este lobo. Ea, Señor, concededme la gracia de que sea sacrificada como humilde víctima, que está consagrada a vos desde que la razón y la libertad me permitieron la dicha de haceros este obsequio. La hora del sacrificio se acerca, franquéense, Señor, vuestros oídos a la piedad ardiente de mis amorosos votos.
Acabada la oración, se levantó animosa, y tomó el camino de Catania. En todo él no se ocupó su pensamiento sino en considerar qué dicha tan grande era la de derramar la sangre por amor de Jesucristo; el viaje era una oración continua, y alentado el corazón con nueva confianza, así caminaba a la muerte, como pudiera caminar a un triunfo.
Acababa de publicar el emperador Decio edictos severos y terribles contra los cristianos. Pareció a Quinciano que ésta era bella coyuntura para el logro de sus intentos, obligando a la Santa a condescender con ellos, o a renunciar la religión cristiana. La vio, y quedó tan ciegamente prendado de su belleza, que no teniendo valor para hablarla como juez, se contentó con entregarla a una maldita vieja, llamada Afrodisia, cuya profesión era engañar a las doncellas, siendo su casa escuela de disolución, y teatro de lascivia.
No podía el Tirano condenar a nuestra Santa a suplicio más cruel, ni que la causase más horror. Tampoco es posible declarar cuánto tuvo que padecer la purísima doncella de solicitaciones importunas, de tratamientos durísimos, de menosprecios y de ultrajes por espacio de un mes, que estuvo en aquella infame casa. No hacía más que derramar su corazón en la presencia de Dios, por los ojos en un precioso llanto, y por la boca en suspiros y oraciones, suplicándole no la desamparase en tempestad tan deshecha. Se dio por vencida la porfiada solicitud de Afrodisia, y pasando al palacio de Quinciano, le dio el último desengaño, declarándole que antes ablandaría la obstinación de un diamante, que lograr hacer mella en el corazón de Águeda; porque, señor, concluyó la perversa vieja, esta doncella es cristiana: y siéndolo; ¿qué esperanza puede haber de pervertirla?
Al oír estas palabras mudó de afectos el pecho del Gobernador, y apoderándose la saña, el coraje y furor del lugar que antes ocupaba el amor ciego, juró por los dioses inmortales que había de hacerla padecer los más terribles tormentos. La mandó comparecer delante de sí, y arrojando centellas por los ojos, la preguntó cómo se llamaba, y de qué familia era.
Mi nombre es Águeda, respondió la santa, y mi familia la conoces tú muy bien; con que no puedes ignorar quién sea yo.¿Pues cómo, replicó Quinciano, habiendo nacido libre y de casa tan ilustre te has querido adocenar con la miserable condición de los esclavos?Si el ser sierva de Jesucristo es ser esclava, respondió la santa Doncella, desde luego hago gloriosa vanidad de esta noble esclavitud; porque no conozco ni mayor ni aun verdadera nobleza, sino la de servir a este Señor.
La instó el Gobernador para que sacrificase a los dioses del imperio, amenazándola que si no lo hacía espontáneamente, sabría obligarla con el rigor de los tormentos.
Tú quieres, dijo la santa, que yo sacrifique a los dioses del imperio, pero ¿no me dirás qué dioses son esos? Un pedazo de madera, o un trozo de mármol que pulió el artífice en estatuas; un Júpiter, que según vuestras mismas historias no hizo más proezas que escandalizar al mundo con sus maldades; una Venus, que te avergonzarías tú de tener una mujer que se pareciese a ella.
Irritado Quinciano con una respuesta tan discreta como animosa, mandó a los verdugos que descargasen en aquel hermosísimo rostro crueles bofetadas; y no atreviéndose por entonces a pasar adelante con el interrogatorio, ordenó la encerrasen en una oscura prisión, con esperanza de obligarla a que renunciase la fe, o con resolución exponerla a los más horribles tormentos.
Al día siguiente la hizo comparecer segunda vez ante su tribunal, y disimulando el furor con la ternura, la preguntó con cariño artificioso, si había pensado seriamente en mirar por sí, y en salvar su vida.
Y cómo que he pensado, respondió la Santa.
Pues, hija mía, renuncia luego a Jesucristo, replicó el Tirano.
¿Qué llamas renunciar a Jesucristo? respondió intrépidamente la santa Doncella: por lo mismo que he pensado con la mayor seriedad en salvar mi vida, no puedo renunciar a Jesucristo, porque ese Señor es mi vida, ése es mi salud, ése es mi único dueño. Quinciano, no pienses que tus amenazas ni tus tormentos han de hacerme titubear. No se abalanza con mayor ansia a una fuente de agua cristalina el sediento ciervo abrasado del calor y de la sed, que la que yo tengo de dar la vida por aquel dulce Salvador, que me redimió hasta derramar la última gota de su sangre. Afila el acero, enciende el fuego, nada bastará a separarme de aquel dulcísimo dueño a quien amo más que a mí misma. Quinciano, en una palabra, tú podrás quitarme la vida, pero no podrás arrancarme la fe.
Puede concebirse, pero no puede explicarse, cuánto se enfureció el Tirano al oír una resolución tan generosa. Mandó que al instante la extendiesen en el ecúleo; que moliesen aquel delicado cuerpo; que quebrantasen aquellos virginales huesos con bastones anudados; que rasgasen aquellas purísimas carnes con garfios, con uñas aceradas; y que abrasasen aquellos tiernos costados con planchas de metal encendidas. Tantos, tan crueles y tan repetidos tormentos, que atropellándose unos a otros estremecían y llenaban de horror a los circunstantes y aun a los gentiles mismos, los padecía nuestra Santa no sólo con heroica constancia, sino con indecible alegría.
Santa Águeda_martirio
Crecía la saña de Quinciano al paso que iba subiendo de punto el invicto sufrimiento de nuestra Águeda; y no contento con la inaudita crueldad de hacerla atenacear sus virginales pechos, llegó a la barbarie de mandárselos cortar. No cedió la santa Doncella a un dolor tan vergonzoso como cruel, y sólo se contentó con zaherirle modestamente con aquella especie de horrible inhumanidad, protestándole que no por eso haría mella en su firmeza. Se halló tan avergonzado Quinciano de verse vencido por aquella doncellita tierna, que segunda vez la mandó encerrar en la cárcel, con orden de que la dejasen morir allí de sus heridas.
Apenas entró Águeda en el calabozo, cuando una celestial luz desterró su obscuridad, bañándole de resplandor. Se dejó ver en medio de ella el glorioso apóstol san Pedro, que la curó milagrosamente. Llegó a noticia de Quinciano, y la mandó comparecer tercera vez ante su tribunal; pero sin darse por entendido de la milagrosa curación, que los gentiles atribuían siempre a efecto de hechicería.
Es menester, la dijo, resolverte desde este mismo punto a sacrificar a nuestros dioses, o prevenirte para padecer tormentos más crueles que todos los pasados.Como ni en el cielo ni en la tierra, replicó la santa, reconozco más Dios que el que yo sirvo, nunca me resolveré a doblar a otro la rodilla.
Al oír estas palabras, revestido de nuevo furor el Tirano, mandó que desnuda la arrastrasen primero por ascuas encendidas, y después por puntas y cascos de vasijas hechas pedazos. Sirvió el nuevo tormento de materia a nuevo triunfo. Apenas se dio principio a la ejecución, cuando se estremeció la ciudad con un espantoso terremoto; se hundieron muchos edificios, se vino abajo una pared, que sepultó entre sus ruinas a Silvano, consejero, y a Falcon amigo de Quinciano, principales autores de su crueldad, y atizadores ambos de su ira. Se alborotó el pueblo; y el Gobernador se vio precisado a asegurar su vida con la fuga. Fue Águeda restituida a la cárcel, y apenas entró en ella, cuando hizo al Señor la oración siguiente.
Dios poderoso, Dios eterno, que por puro efecto de tu misericordia infinita quisiste tomar bajo tu especial amorosa protección a esta tu humilde sierva desde que se hallaba en los primeros arrullos de la cuna, preservándola del contagioso amor del mundo, para que mi corazón ardiese únicamente en el purísimo incendio de tu amor; Salvador mío Jesucristo, que has querido conservarme en medio de tantos tormentos para mayor gloria de tu nombre, y para confusión vergonzosa del poder de las tinieblas; dígnate de recibir mi alma en la eterna feliz estancia de los bienaventurados; ésta es la última gracia que pido, y que firmemente espero de tu infinita bondad.
Al decir esto expiró. Sucedió su preciosa muerte el día 5 de Febrero de 251. Al punto se apoderaron del virginal victorioso cuerpo los cristianos, y le dieron sepultura en la ciudad de Catania con toda la veneración que correspondía a tan ilustre martirio.
Llegando a los oídos de Quinciano la noticia de la muerte de la Santa, y temiendo nueva sedición del Pueblo, se retiró precipitadamente. Llegó en posta al rio Simeta, que hoy se llama Jarreta, y metiéndose en una barca para pasarle, uno de sus caballos le asió con los dientes por el pescuezo, y al mismo tiempo otro le disparó una coz tan furiosa, que arrojándole en el río no fue posible librarle, ni hallarse después su cuerpo.
Desde el mismo día en que murió santa Águeda fue celebrada en todo el orbe cristiano. Los milagros que comenzó Dios a obrar en su sepulcro, dieron luego el más auténtico testimonio de su intercesión poderosa, y la ciudad de Catania conoció el gran defensivo que tenía en sus reliquias. Aún no se había cumplido el año de su glorioso martirio, cuando enfurecido el volcán del monte Etna, y vomitando de sus entrañas caudalosos ríos de fuego, que iban corriendo arrebatadamente a convertir en pavesas la ciudad, tomaron los cristianos el velo que cubría el sepulcro de la Santa, y saliendo intrépidos al encuentro de las llamas, se le pusieron delante. ¡Raro prodigio! Al punto hicieron alto los torbellinos de fuego, y retrocediendo poco a poco, se retiraron a encerrarse en sus cavernas, de manera que habiendo comenzado el incendio el día primero de Febrero, cesó el día 5, que era el de la muerte, y el de la fiesta de nuestra Santa. Este prodigio se ha repetido muchas veces, y siempre con nuevas experiencias de lo que puede en el cielo la protección de Águeda.
Es muy antiguo en la Iglesia el oficio de nuestra Santa, con la singularidad que sólo tiene ejemplar en el de Santa Inés, de rezarse en él los salmos del común de los santos mártires, para dar a entender a los fieles el heroico valor, y la animosidad varonil, con que estas dos tiernas doncellas dieron la vida en defensa de la fe, y de su virginidad. Se hace lugar en el canon de la misa al nombre de Santa Águeda, siendo también muy reparable, que hasta los ingleses le conserven aún el día de hoy en su calendario, en testimonio de la antigüedad, que logra en la Iglesia su veneración.
Santa Agueda_relicario
Relicario con los restos de Santa Águeda

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