domingo, 6 de enero de 2019

Vida de San José revelada a la Hermana María Cecilia Baij

6 de Enero
Año: 1736 / Lugar: Monasterio Benedictino de MONTEFIASCONE, Italia
Revelaciones sobre la Vida de San José
Vidente: Hna. Mª Cecilia Baij (1694-1766)


Vida de San José revelada a la Hermana María Cecilia Baij


Tomado del Prólogo del libro, Vida de San José, revelada por Nuestro Señor Jesucristo y San José a la Hermana María Cecilia Baij.
María Cecilia Baij nació en Montefiascone, Italia, el 4 de Enero de 1694. Era hija de Carlos Baij, originario de Milán, y de Clemencia Antonini, de la clase noble de Viterbo, los cuales tenían otros cuatro hijos: Pedro, Constanza, Víctor y Cecilia Margarita.
Por las páginas de su autobiografía es posible conocerla como una niña lista, vivaz, pero desde sus primeros años irresistiblemente atraída por la oración: “—Recuerdo muy bien que a los cinco años, al volver de la escuela, en algún lado angosto del camino, donde no podía ser vista por nadie (…) decía al Señor que me hiciera toda de Él, y me diera Su Amor, y ahí desahogaba todos mis afectos y me quedaba por algún tiempo.”[1]
Después de un breve periodo en el que sintió —nos cuenta la misma Mª Cecilia Baij— la fascinación de una compañera trivial y el atractivo de los afectos humanos, pero sin llegar nunca a realizar el mal, decidió definitivamente entregarse a Dios e hizo un primer intento de vida religiosa con las religiosas Cistercienses de Viterbo; salida de allí, entró en el Monasterio de las religiosas de San Benito, en Montefiascone, el 12 de Abril de 1713.
Después de haber sido Maestra de Novicias y Vicaria, fue elegida Abadesa el 10 de Julio de 1743, y estuvo en el cargo casi ininterrumpidamente por veinte años. Atravesó, como todos los místicos, toda clase de pruebas internas y externas, desde persecuciones sutiles de las religiosas a la dureza de los confesores, que unas veces la trataban como una ilusa, otras personas aseguraban que su experiencia venía de Dios. Y siempre salió de todo eso con una humildad y un desapego de sí, que son por si solos una buena recomendación acerca de la sinceridad de sus obras: las muchísimas páginas en las que cada día, por obediencia, anotaba esta excepcional vida espiritual suya, a veces, como declara, con extrema resistencia y siempre con la angustia de engañarse y por lo tanto de estar engañando.
Mientras tanto devolvía la paz, entre las que discrepaban, elevaba el hilo espiritual de la Comunidad, se ofrecía para expiar por los que la ofendían. Murió a los 71 años, el 6 de Enero de 1766.
“Esta mañana, después de la Comunión, sentía como nuestro querido San José apoyaba su mano sobre mi cabeza en señal de su amor y protección y me decía: «¡Hija! Jesús te ha elegido para manifestar al mundo Su Vida interior, y Su Madre y Yo con Jesús, te hemos elegido para escribir Mi vida y está segura que escribirás todo con suma verdad, tal como sucedieron los hechos»”.
¿Cómo nos sentimos nosotros, los del siglo de la técnica, frente a un lenguaje como éste? Tenemos que confesarlo: La primera tentación que nos asalta es un sentido de desorientación. Como aceptar, así, a sangre fría, unas páginas en las cuales lo sobrenatural parece hacerse palpable y evidente, hasta llegar a chocar con nuestra susceptibilidad de “pensadores modernos”, a los cuales, en el mejor de los casos, resulta imposible aceptar la existencia del mundo invisible, a condición de que permanezca invisible y no descienda a situaciones concretas, recordemos antes que nada que el lenguaje de los místicos (y así fue sin más la Hna. Mª Cecilia Baij) aunque no entendamos aquí, ni podríamos hacerlo, dar juicio sobre el tipo de revelación o sobre su grado de credibilidad es un lenguaje arduo.
Porque es bien difícil, pues, descubrir bajo el condicionamiento del instrumento humano el origen de la inspiración sobrenatural. Arduo también por otro motivo, es que los místicos, estos astronautas del espíritu, se salen de nuestras dimensiones; y tan sólo tratando de ponernos en la misma sintonía, por así decir, es que podemos muy humildemente llegar a entender algo. Una experiencia que podría, tal vez ayudar al lector a ‘ponerse en sintonía’, sería aquella de visitar algunas partes, las antiguas, no remodeladas, del Monasterio donde esta mujer vivió, oró y escribió su aventura espiritual y humana.
Quedan algunas viejas escaleras, las gradas extraordinariamente desgastadas por el tiempo y por los pasos de generaciones de religiosas; queda la pequeña huerta con sus enormes muros de protección y las huellas de capillitas y ermitas; quedan sobre todo y se encuentran casi a cada paso imágenes de Cristo: cuadros, bustos, yesos pero siempre de Cristo, un Cristo martirizado, atado, flagelado, angustiado. Una espiritualidad por cierto menos pascual que la nuestra, pero que nos hace sentir ensimismados como la razón de aquellas religiosas no debía ser la devoción de una hora, sino la de ‘vivir con Cristo’.
Es en un clima como éste que tenemos que hojear los escritos autógrafos de la Hna. Baij: páginas y páginas de amarillentos y olvidados pergaminos, recubiertos por una caligrafía sorprendentemente ágil, igual, sin borrones ni correcciones. Se tiene la impresión de una persona que no se ha detenido a reflexionar, y que escribe según un criterio seguro, casi bajo dictado. Y cuando, después de haber entrado en una atmósfera semejante, se encuentran afirmaciones de esta clase: “Digo, pues, a quien leerá esta obra, que crea por cierto en esta materia solamente escrita por mí, pero transmitida toda y dictada por una voz interior, de un modo admirable y particular”, se queda uno pensativo. Tanto más que la Hna. Baij sigue con un tono de dolorosa sinceridad: “…pues confieso en verdad ser yo el canal de barro despreciable, por el cual la Divina Bondad se complace hacer fluir las aguas saludables de Sus Divinas Gracias y de Su Doctrina Celestial. Si luego, pues, como he dicho, sea así, porque yo por mi indignidad no sé llegar a creerlo sino con mucha dificultad y con gran temor, estoy siempre afligida por el temor de ser engañada, y este temor me sirve a mí de cruz.”
Introducción de la Sierva de Dios
Al tener que dar comienzo para escribir la Vida del glorioso Patriarca San José, confieso la insuficiencia y mi indignidad, y que yo de este Santo nunca he leído cosa alguna, habiendo oído solamente ese poco que Jesucristo se ha dignado manifestarme en la misma manera en la cual se ha dignado manifestarme Su Vida interior.
He sentido cierta resistencia al escribir esta Vida, pero animada por la Gracia Divina y por las Promesas que me han sido hechas por el Esposo Divino de asistirme de una manera particular, como también de la santa obediencia y de la Gracia que el Santo me hizo de restituirme la salud y liberarme de una fuerte palpitación del corazón, me pongo a escribirla tal cual me ha sido manifestada por Jesucristo, y ruego a quien la leerá, para que no se viera escandalizado, si es que yo me llamo ‘esposa predilecta de Jesús’, porque este título de honor Él mismo me lo ha dado una y más veces, puesto que también se ha dignado cambiarme mi apellido, ordenándome para que me llamara María de Jesús. No se sorprendan, pues, si Jesús se ha dignado honrarme de esta manera, porque es propio de Su Bondad favorecer a los pecadores que se convierten a Él; ahora mucho más Se ha dignado favorecerme siendo la más grande pecadora del mundo, haciendo con esto resaltar aún más Su infinita Misericordia y Bondad, de modo que aún más los pecadores tomen ánimo y confíen en Su Bondad y de corazón se conviertan a Él; como espero hacer yo, criatura miserable y muy indigna pecadora.

[1] P. Pietro Bergamaschi: Vida de la Sierva de Dios (4.18).

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