sábado, 12 de enero de 2019

13 de Enero: San Hilario, Obispo de Poitiers en Francia (315-367)

Tomado de La Leyenda de Oro para cada Día del Año – Vidas de Todos los Santos que venera la Iglesia. Madrid–Barcelona 1844 – Tomo I, Enero, Día 13, Página 130.


San Hilario, Obispo de Poitiers en Francia

San Hilario, Obispo de la ciudad de Poitiers en Francia, fue uno de los señalados prelados, y doctores, que ha tenido la Iglesia católica, un pozo de ciencia, luz de doctrina, fuente de elocuencia, defensor de la fe, y mantillo de los herejes, cuya vida, y milagros escribió Fortunato; y muchos santísimos, y gravísimos doctores, dicen grandes alabanzas de San Hilario, con grande encarecimiento.
2 San Gerónimo estimó tanto la doctrina de San Hilario, que estando en la ciudad de Tréveris, trasladó por su propia mano un largo libro suyo de Sinodis, y le llama en un lugar Río Ródano (que es muy caudaloso, y arrebatado) de la latina elocuencia: en otro, Trompeta contra los arrianos: en otro dice, que fue el más elocuente varón de su tiempo, y que por sus merecimientos, y santa vida, y resplandor de su elocuencia, era nombrado famoso por todo el imperio romano: en otro, que todos sus libros se pueden leer sin tropiezo, ni peligro. San Agustín unas veces le llama valerosísimo defensor de la fe contra los herejes, y digno de toda veneración: otras, insigne doctor de la Iglesia: y con mucha razón; que fue luz, y ornamento de la Iglesia Católica, y el que se opuso contra innumerables enemigos, y herejes arrianos, que en su tiempo con maña, y fuerza, la pretendieron derribar. Nació San Hilario de padres nobles, y ricos en la provincia de Aquitania, y fue criado de ellos con mucho cuidado. Se dio desde niño a los estudios, y mostró en ellos grande ingenio, y acertado juicio. Se casó, siendo ya de edad, con una señora, y tuvo de ella una hija, que se llamó Abar. En lo que el mismo Santo escribe de sí en el primer libro de Trinitate, parece que da a entender, que siendo ya hombre docto, y versado en todas letras humanas, y filosóficas, se dio a estudiar las sagradas, y divinas, y que por la lección de ellas le alumbró nuestro Señor, y (siendo aun senil) se convirtió a la fe; y san Gerónimo, escribiendo sobre Isaías, también lo apunta, y dice, que Dios había trasplantado del siglo a Su Iglesia, como dos cedros del monte Líbano, dos árboles grandes, y muy hermosos, que eran San Cipriano, y San Hilario. Y fue cosa maravillosa, que habiéndose dado tan tarde a las Letras Sagradas, le infundiese el Señor en tan breve tiempo tanta luz, y tanto conocimiento de los profundos Misterios de nuestra Santa Religión, como quien le tomaba por defensor de ellos, y maestro de los fieles, y cuchillo de los herejes: y así comenzó a mostrarlo, persiguiéndolos con su excelente doctrina, huyendo su conversación, y enseñando a todos, que la huyesen, y que no tuviesen que dar, ni tomar con ellos; pues eran enemigos declarados de Jesucristo, y de su Iglesia; y esto hacía aun siendo lego, y en la vida conyugal, viviendo con tanta honestidad, y recato, que podía ser ejemplo de los sacerdotes; y procurando amar al Señor con temor, y temerle con amor. El resplandor de sus virtudes luego se comenzó a derramar, no solamente por aquella tierra, y provincia, sino también por las otras más apartadas, y remotas: habiendo muerto el Obispo de Poitiers, fue escogido con particular instinto de Dios por Obispo de aquella ciudad, con grande, y universal consentimiento de todo el pueblo. Algunos dicen, que cuando le eligieron por Obispo, era ya muerta su mujer: otros (y es lo más cierto), que todavía vivía, y que con voluntad de ella le consagraron Obispo, como antiguamente se hizo con otros, viviendo después de obispos en continencia, y apartados de sus mujeres; porque aunque nunca fue lícito, ni usado en la Iglesia, que el que era Sacerdote se pudiese casar; pero en algún tiempo se concedió, que el casado se pudiese ordenar, haciendo cuenta, que de allí adelante no lo era; como de los Concilios, y Santos manifiestamente se colige.
3 Siendo, pues, San Hilario ya Obispo, y viendo que los herejes arrianos derramaban la ponzoña de su perversa doctrina, o inficionaban las ánimas de los fieles, y que el emperador Constancio era arriano, y con su potencia y armas afligía a los católicos, y que muchos obispos engañaban a sus ovejas, y que toda la Iglesia católica estaba oprimida, y como ahogada; desnudo de temor, vestido de fervor, y armado de celo de la fe, se determinó salir al encuentro a los enemigos, y perder la vida temporal, porque otros no perdiesen la eterna. No se puede fácilmente creer la tempestad que padeció en tiempo de los herejes arrianos la nave de la Santa Iglesia, y la furiosa crueldad de aquella persecución: la cual Vincencio Lirinense pinta de esta manera: «En este peligroso tiempo bien se vio cuán grandes calamidades vienen al mundo con la introducción de nuevas doctrinas; porque no solamente las cosas pequeñas, sino también las grandes, entonces padecieron. No solo el parentesco, el deudo, las amistades, y las casas particulares; sino las ciudades, los pueblos, las provincias, las naciones, y finalmente todo el imperio romano se turbó, y estremeció: porque como la profana novedad de los arrianos, a guisa de una luna infernal, hubiese ganado primero al emperador, luego rindió a los principales ministros de su palacio; y apoderada de él, comenzó a consumirlo todo, y turbar las cosas particulares, y públicas, las sagradas, y profanas, y sin hacer diferencia de lo bueno, ni de lo malo, de lo verdadero, ni de lo falso, dar en las cabezas, como en enemigos. En este tiempo las mujeres casadas eran afrentadas, las viudas despojadas, las vírgenes violadas, los monasterios derribados, los clérigos echados de sus casas; heridos los diáconos, desterrados los sacerdotes, y las cárceles, y calabozos estaban llenos de santos varones, y siervos de Dios, y buena parte de ellos andaban afligidos peregrinando por los campos de día y de noche, porque les era prohibido el entrar en los pueblos; y así eran forzados a guarecerse en los desiertos, espeluncas, y cuevas, entre las fieras, y peñas, consumidos del hambre, y desnudez, y casi muertos en vida, acabar sus amargos, y dichosos días.» Hasta aquí son palabras de Vincencio Lirmense, autor gravísimo, que hace más de mil años que floreció. San Basilio confiesa, que fue tal esta persecución, que pensó que era principio de la apostasía, de la cual habla San Pablo, en la epístola a los tesalonicenses; y san Gerónimo en una epístola dice, que fuera de Atanasio, y Paulina, todo el Oriente estaba inficionado de la herejía de Arrio. En este tiempo, pues, de tanto trabajo, y de tanta, y tan grave aflicción, en que estaba toda la Iglesia Católica, levantó Dios a San Hilario, y le armó de su espíritu, y sabiduría, para consuelo de los católicos afligidos, y freno, y tormento de los herejes, y para triunfar sin armas, de las armas, y potencia de los emperadores, y dar a entender al mundo, que no hay poder contra Dios, ni fuerzas contra la Verdad. La primera cosa, que San Hilario hizo contra los herejes, fue escribir una declaración de la fe católica, y enviarla a un conciliábulo, que Saturnino, obispo de Arles, principal caudillo de los arrianos, mandó celebrar en la ciudad Biterrense, que es en la provincia de Languedoc en Francia; porque por no ser legítimo aquel concilio, San Hilario no quiso ir a él: mas escribió (como dice) un tratado muy docto, y con muy vivas razones, y lugares de la Sagrada Escritura, declaró la verdad católica, y la igualdad del Verbo Eterno con Su Padre, y le envió a aquella junta, para que en ella se leyese, y supiese la verdad, y la confesión de su fe. Los herejes procuraron hundir y enterrar este libro de San Hilario (como lo suelen hacer en todas las cosas, que son contrarias a su perversa doctrina): y juzgando que el mayor enemigo que tenían en las partes del Occidente, era San Hilario, y que derribado, y vencido , el que como capitán esforzado, y valeroso, les hacía cruda guerra, y sustentaba, y animaba a los demás, alcanzarían la victoria, y quedarían señores del campo; procuraron con el emperador Constancio, que le desterrase de la iglesia, y se le quitase de delante, y así por mandado de Constancio fue desterrado el Santo Pontífice, y le enviaron a Frigia, provincia de Asia, y también fueron desterrados San Dionisio, Obispo de Milán, y san Eusebio, Obispo de Verceli. Fue cosa maravillosa el gozo que recibió San Hilario, cuando supo su condenación; como ninguna cosa deseaba más que padecer por Jesucristo, tuvo por muy gran merced, y singular don Suyo, el ser desterrado de su patria, y de sus conocidos, y amigos, y alejarse de ellos, por acercarse más a Dios. Cuatro años estuvo el Santo Pontífice en aquel penoso, y para él gustoso desierto (donde, como dice Adon, escribió los doce libros de la Trinidad, altísimos, y profundísimos, hasta que a deshora, y sin pensarlo, fue llamado al concilio, que por mandado del emperador Constancio se juntaba en la ciudad de Seleucia de Isauria: y fue llamado sin voluntad del emperador; porque habiendo él dado una orden general a sus ministros, que convocasen a todos los obispos para el Concilio, ellos llamaron entre otros a San Hilario, como Obispo; sin tener cuenta que estaba desterrado, y en desgracia del emperador. Mas fue particular providencia del Señor, como dice Severo Sulpicio, que no faltase en aquel Concilio (en que se habían de tratar tan altas, y tan dificultosas, y por los herejes tan combatidas verdades de fe aquel, que el mismo Señor había escogido para luz, y maestro, y defensor de ella. Yendo al Concilio San Hilario, le aconteció en el camino bautizar una doncella, por nombre Florencia, que era gentil, y a su padre, que también se llamaba Florencio, y todos los de su casa; porque la doncella alumbrada de Dios, le conoció, y le dio a conocer a los otros, y le suplicó que la bautizase, y después le siguió hasta Francia, diciendo, que había de estimar más al padre, que la había engendrado en Cristo por el bautismo, que al que la había engendrado en la carne. Vino, pues, San Hilario al Concilio de Seleucia, con gran contradicción, y repugnancia de los obispos arrianos, los cuales por el aborrecimiento, y miedo, que le tenían, procuraron antes infamarle, y que se le pidiese razón de su fe, y de la de los otros Obispos de Francia (que éstas suelen ser las mañas, y embustes de los herejes); mas después que el Santo dio razón de sí, y de lo que le preguntaban, quedaron confusos, y con su autoridad, celo y sabiduría, se trataron en aquel Concilio las cosas, que pareció convenir para confirmación y establecimiento de nuestra santa fe, con grande contradicción e inquietud de los herejes: y el mismo Santo escribió lo que había pasado en aquel Concilio de Seleucia; y dice, que lo escribe como testigo de vista. Fueron enviados por el concilio algunos embajadores a Constantinopla, para dar razón de todo lo que se había hecho, al emperador; y San Hilario fue con ellos, temiendo, que los herejes, hallarían más gratos oídos en él, y que le darían a entender una cosa por otra, como suelen. Llegado San Hilario a Constantinopla, suplicó al emperador, que para que mejor se conociese la verdad, quitadas las tinieblas con que sus adversarios la querían oscurecer, mandase, que disputasen con él; porque de esta manera, ni el emperador resistiría a Dios, ni la mentira prevalecería contra la verdad, ni la herejía contra la fe católica. Inclinándose el emperador a otorgar la petición tan justa de San Hilario, Valente, y Ursacio, que eran los principales caudillos de los herejes, temiendo, que si el emperador concedía a San Hilario, lo que le suplicaba, y se venía a disputa, se conocería su ignorancia, y maldad, y que no podrían responder a las razones de San Hilario, ni resistir a la fuerza de su espíritu; con gran astucia y artificio persuadieron al emperador, que le mandase volver a su iglesia; porque con esto él volvería contento, y ellos quedarían sin cuidado. Lo hizo así Constancio, y mandó al Santo Pontífice, que se volviese a su iglesia: a la cual volvió con muchas lágrimas, por no haber alcanzado el martirio que tanto deseaba, ni dejar sosegada y quieta la Iglesia en Oriente; y por tener por más destierro vivir con quietud en su misma patria, que en Frigia, donde había tenido tanto que padecer por Jesucristo. Volviendo San Hilario de Oriente a Francia, el glorioso San Martín (que después fue Obispo de Tours), movido de la fama de su santidad, y conociendo a Cristo en el santo doctor (como le había conocido en el pobre, cuando le dio la mitad de su capa), vino a buscarle, y le siguió hasta Francia, y fue de él ordenado exorcista, y con sus consejos, y ejemplos llegó a tan alta cumbre de perfección, que fue tenido por espejo de santidad, y por un singular milagro en el mundo. En el camino, navegando San Hilario, aportó a una isla, llamada Galinaria, inhabitable por la grande copia de varias, y venenosas serpientes; las cuales, en desembarcando el Santo, se retiraron a sus cuevas, huyendo de él, como si viniera a encantarlas en el nombre del Señor; y el Santo fijó un palo en cierta parte de la isla, y le puso por límite, y mandó a las serpientes, que no pasasen de allí, y ellas obedecieron: para que se vea, cuánta fuerza tiene la voz, y mandato de Dios, y que sus siervos mandan a las serpientes, y son obedecidos de ellas, no obedeciendo el hombre al mismo Dios.
4 No se puede creer la alegría, y regocijo, con que San Hilario fue recibido de todos los católicos, mirándole (como dice San Gerónimo) como a vencedor, que venía de la guerra y de pelear las batallas del Señor, y el espanto, y terror, que cayó sobre los herejes, y el número de ellos, que por la doctrina, celo, e industria de San Hilario, se convirtió. Las ovejas gozaban de su pastor, y la iglesia de Poitiers de su esposo y prelado: los huérfanos tenían en el padre, las viudas consuelo, los pobres remedio, los ignorantes maestro, los sacerdotes ejemplo, y todos un dechado perfectísimo de toda virtud: y para que más se aprovechasen de las santas costumbres, y admirable doctrina de San Hilario, le esclareció el Señor con muchos, y grandes milagros, por los cuales se derramó más la fama de su santidad por toda la tierra. Uno fue, que resucitó un niño, muerto sin bautismo: otro, y no menor, que estando en el destierro San Hilario, Dios nuestro Señor le reveló, que su hija Abra, que se había quedado en Francia, tenía voluntad de casarse, y que un caballero mozo, y noble la pedía por mujer: y como el Santo desease, que su hija perseverase en su pureza virginal, y tomase a Cristo por esposo, le escribió una carta, como santo, y como padre, en la cual le dice el gran deseo, que tiene de su bien, y de darle un esposo, que fuese aventajado entre todos los hombres de la tierra; y que había hallado uno, que en nobleza, hermosura, riqueza, condición, grandeza, y majestad, sobrepujaba a todos cuantos haba en el mundo, y que con él pensaba casarla: que la rogaba, que se entretuviese, y no tomase otro marido, hasta que él volviese a su casa, y se le diese de su mano. Recibida esta carta, fue grandísimo el contentamiento, y alegría, que tuvo Abra, pareciéndole cada día, que tardaba mil años, para que su padre le diese tal esposo; y con esta esperanza se entretuvo, hasta que San Hilario tornó a su casa. Llegado a ella, halló a su hija, que le aguardaba con gran deseo, y de su mano el esposo, que por su carta le había prometido. La habló con gran ternura el Santo, como padre, y con grande eficacia, y persuasión, como excelente orador, y le declaró, que el esposo, que le tenía aparejado, era inmortal, incorruptible, y sobre todas las cosas hermoso, y divino, y le rogó, que con él se abrazase, y a él se entregase, a él sirviese, y a él con todas sus fuerzas procurase agradar. Y habiéndoselo persuadido, teniendo revelación, que estaba en gracia de Dios, temiendo, que como mujer flaca se podría trocar, y arrepentir, suplicó a nuestro Señor, que se la llevase luego de esta vida, pura, y entera, en la flor de su virginidad: y el Señor se lo concedió; dando una muerte sin dolor, ni enfermedad a la santa hija, y sepultura por manos de su mismo padre; que a mi ver, no es menor milagro, que haber resucitado el niño muerto: pues en aquel milagro se dio vida al muerto, para que recibiese el Bautismo; y en este otro se dio la muerte a la doncella viva, para que gozase del efecto del Santo Bautismo: en el uno, el que resucitó, pudo después pecar; en este otro, la que murió, fue confirmada en gracia, y comenzó una vida que no tiene fin, en compañía del Esposo, que su santo padre le había prometido, celebrando las bodas con el Cordero, que es luz, alegría, y bienaventuranza de todas las almas, que le toman por Esposo. Vivió después el bienaventurado San Hilario algunos años con mucha paz, y quietud, apacentando sus ovejas, y escribiendo muchos, y doctísimos libros, con los cuales ilustró la Iglesia; y de ellos hace mención San Gerónimo en el libro, que escribió de los escritores eclesiásticos. Y llegándose ya el tiempo, en que nuestro Señor había determinado darle el galardón de los muchos, grandes, y fructuosos trabajos, que había tomado por Su Amor; pasó de esta miserable vida a la eterna, con extraordinario sentimiento de su pueblo, que perdía tan buen pastor, y con gran gozo suyo, y alegría del cielo, siendo, como dice San Gerónimo, emperadores, Valentiniano, y Valente, y como dice el Breviario romano de Pío V, el año del Señor de 373, aunque San Gerónimo en el Cronicón pone su muerte el año 372, Tritemio el año de 371, Onufrio el 352, y el cardenal Baronio el de 369, y este postrero sigue el Breviario reformado de Clemente VIII. Falleció a los 13 de enero; mas la Iglesia celebra su fiesta a los 14, por celebrarse el día antes la octava de la Epifanía. El cuerpo de San Hilario fue sepultado con gran sentimiento, y devoción de los fieles; y andando el tiempo, siendo Tridelino abad del monasterio, en que estaba San Hilario, le apareció, y mandó, que le trasladase a un templo nuevo, que se había hecho, y los mismos Ángeles sacaron el cuerpo del lugar, donde estaba, y le traspasaron, al que se había de nuevo aparejado, como lo refiere el cardenal Pedro Damián, autor santo, y grave, en un sermón, que hizo de su traslación; y dice, que la supo por relación de personas fidedignas. Escribieron de San Hilario San Gerónimo en el libro de Script. Ecclex. y en la apología contra Rufino, y en las epístolas a Florencio, y a Leta, y al gran orador, y en el libro contra los luciferinos, y en otros lugares: Severo Sulpicio en el segundo libro de su historia: Rufino en el segundo libro, capítulo 30 y 31: Sócrates en el libro III, capítulo 8: Sozomeno en el libro III, capítulo 13 y en el libro V, capítulo 12; y San Gregorio Turonense en el libro II de Gloria Confess, capítulo 2, donde cuenta algunos milagros, que obró Dios por San Hilario después de muerto: y Fortunato escribe un libro de ellos, en el cual el que quisiere, los podrá leer; sólo quiero yo referir dos, por tener particular doctrina. El uno fue, que estando dos mercaderes en la iglesia de San Hilario, y allí presente una figura de cera, dijo el uno al otro, que era bien ofrecer aquella figura al Santo a costa de ambos: el otro no gustó de ello; porque no quería gastar, ni hacer aquella ofrenda: pero llegándose al altar los dos, y ofreciendo aquella figura, el uno con buena voluntad, y el otro de mala gana, la figura se partió en dos partes iguales de alto a bajo, y quedándose con la una el Santo, arrojó la otra, como quien no quería recibir, lo que de mala gana se le ofrecía: tanto va, no en lo que se ofrece, sino en el ánimo, con que se ofrece al Señor. El otro es, que yendo el rey de Francia Clodoveo con su ejército a hacer guerra contra los herejes, vio a media noche una luz grande, que salía de la iglesia de San Hilario, y venia hacia él, y oyó una voz de la luz, que le dijo: que se diese prisa, y haciendo primero oración en aquella iglesia, al día siguiente diese la batalla a sus enemigos, porque sin duda alcanzaría la victoria; y así lo hizo, y la alcanzó.
5 De donde se ve, que este glorioso Santo no solamente en vida fue enemigo, y perseguidor de los herejes; más aún después de muerto los aborrecía: y ésta es la primera cosa, que en su vida debemos notar, e imitar, el odio (digo), y aborrecimiento que él tuvo a los herejes, el espanto, con que hemos de huir de ellos, y el fervor, y celo, con que hemos de resistir a sus embustes, artificios, y violencias, aunque sea menester padecer trabajos, peligros y tormentos, y poner el cuello al cuchillo; porque en esta virtud, y en la constancia de la fe se esmeró mucho San Hilario tuvo tan grande libertad, que espanta, a los que leen sus libros, y en ellos ven el espíritu, fervor, y vehemencia con que trata a los herejes, y al mismo emperador Constancio: con el cual; hablando en un libro, que escribió, dice en el principio estas palabras: «Tiempo es ya de hablar; pues pasó el tiempo de callar. Aguardemos a Cristo; pues que es venido el Anticristo. Den voces los pastores; porque los mercenarios han huido. Pongamos las almas por nuestras ovejas; porque los ladrones han entrado, y el león hambriento las rodea. Salgamos con estas voces al martirio.» Y más abajo, hablando con el mismo emperador, dice : «Pluguiera a Dios, que me hubiera hecho tanta merced, que yo pudiera servirle, y hacer esta confesión de mi fe en el tiempo, que imperaba Nerón, o Decio, que fueron tan crueles perseguidores de la Iglesia; mas ahora nosotros peleamos contra un perseguidor engañoso, contra un enemigo blando, contra Constancio Anticristo, que no hiere las espaldas, sino trae la mano blanda por el cerro: no corta la cabeza con la espada, sino corrompe el ánimo con el oro: no nos amenaza con el fuego corporal; pero secretamente enciende el fuego del infierno; confiesa a Cristo para negarle, y edifica los techos de las iglesias, para destruir la Iglesia.» Y más abajo: «Oye, emperador, lo que es proprio tuyo. Dices, que eres cristiano, siendo nuevo enemigo de Cristo: nos representas antes de tiempo al Anticristo, y haces, lo que ha de hacer: haces fórmulas de la fe; y vives, como si no tuvieses fe: eres maestro de los hombres profanos; y no oyes a los piadosos y fieles: das los obispados a tus criados; y truecas los malos por los buenos: encarcelas a los sacerdotes: espantas la Iglesia con tus soldados: mandas juntar concilios, para que los fieles caigan en impiedad; y teniendo los sacerdotes como presos en una ciudad, con amenazas los espantas, con hambre los enflaqueces, con el rigor del invierno los consumes, y con tu disimulación los estragas, y perviertes; de manera, que vemos tu piel de oveja, siendo tú a la verdad lobo sangriento.» Y otras palabras va diciendo este Santo de grande libertad, y celo, por las cuales se ve, en cuán poco tenía su vida, y la deben tener todos los obispos, y prelados, cuando se trata de la entereza de la fe, y defensa de nuestra santa religión. Y tanto pone mayor admiración este espíritu tan vehemente de San Hilario, cuanto más maravillosa fue su mansedumbre, de la cual particularmente es alabado de Rufino: pero el hombre ha de ser manso en sus injurias, y celoso, y fuerte en las de Dios. Otra virtud debemos imitar en San Hilario; y es la estima, y aprecio de la castidad: pues este glorioso Santo la estimó tanto, que porque su hija no perdiese la rica, e inestimable joya de su virginidad, rogó, y alcanzó del Señor, que le quitase la vida; y Dios se la quitó, como queda referido, para darle la eterna: la cual nos dé el Señor a todos por los merecimientos de este gloriosísimo doctor.

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