Tomado de La Leyenda de Oro para cada Día del Año – Vidas de Todos los Santos que venera la Iglesia – Madrid–Barcelona 1844 – Tomo I, Enero, Día 17, Página 166.
San Antonio, Abad
Por el profeta Isaías prometió Dios a su pueblo, que repararía sus ruinas, y que el desierto, que estaba lleno de espinas, y abrojos, le convertiría en un jardín muy apacible, y deleitoso. Esta promesa del Señor se cumplió, cuando Él, vestido de nuestra carne mortal, vino al mundo: el cual por los innumerables pecados de los hombres, y por la ceguedad abominable de la idolatría, en que vivían, estaba como un desierto estéril; y por los merecimientos y por los ejemplos de Jesucristo nuestro Redentor, se convirtió en un huerto hermosísimo, lleno de santísimos varones, y de generosas plantas, entre los cuales fue uno San Antonio, el abad, padre, guía y maestro de tantos monjes, y siervos de Dios, que florecieron por su ejemplo en los desiertos de Egipto, y de Tebaida: de manera, que los mismos desiertos, en que antes no solían habitar sino bestias fieras; después se trocaron en jardines deleitosos, y fueron un retrato del paraíso.
La vida de San Antonio escribió aquel gran doctor, e invencible defensor de la Iglesia San Atanasio, Obispo de Alejandría, el cual le dio dos capas o mantos, y se precia de haber conocido a San Antonio, y siendo aún muchacho, haberle servido y llevado agua muchas veces: para que se vea la humildad de San Atanasio, y la estima que tenía de San Antonio, que fue tan grande, que él mismo dice, que tenía por muy gran ganancia el solo acordarse de Antonio: y el mismo San Atanasio, siendo perseguido de los arrianos, fue a Roma al Papa Julio, como puerto seguro de la Fe Católica, y escribe San Jerónimo, que llevó consigo la vida, que había escrito de San Antonio, y que fue tanto, lo que admiró y movió con ella, que muchas personas inflamadas del amor de Dios, dieron de mano a los regalos, y comodidades de esta vida, y tomaron hábito de monjes, para servir más perfectamente al Señor; y la primera que esto hizo, fue Marcela, matrona santa y nobilísima, tan alabada del mismo Santo, y por su ejemplo los demás. El mismo San Jerónimo tradujo de griego en latín la vida de San Antonio, escrita por San Atanasio; y San Agustín, de sólo haber oído referir algunas cosas de ella, se encendió tanto en el deseo de servir a Dios, que volviéndose a Alipio, su grande amigo, y dando gritos, le dijo : «¿Qué es esto, que padecemos? ¿Qué es esto que habéis oído? ¿Se levantan los indoctos y arrebatan el cielo; y nosotros con nuestras doctrinas, faltos de corazón, andamos sumidos debajo de las ondas de nuestra carne y sangre? ¿Por ventura porque ellos van delante, tenemos vergüenza de seguirlos; y no tenemos vergüenza siquiera de no seguirlos?» Todas éstas son palabras de San Agustín. Fue tan admirable la vida de San Antonio, que fue tenido y respetado como un hombre venido del cielo: tan santa, que santificó los yermos y los desiertos: tan esclarecida, que su fama se derramó por todo el mundo: tan espantosa para los demonios, que oyendo su nombre daban bramidos y huían: tan provechosa y de tanta edificación para la Iglesia Católica, que hasta hoy día la pone por espejo a todos sus hijos para que la imiten.
2 Nació San Antonio en Egipto, en un pueblo llamado Coma, según Sozomeno, de nobles y ricos padres, los cuales lo criaron con tanto cuidado, que no conoció sino a sus padres y su propia casa; y así su niñez y tierna edad fue muy diferente de la de los otros muchachos, porque desde niño fue muy compuesto y grave, y enemigo de juegos, parlerías, amigo de las iglesias y de oír cosas sagradas, de comer poco y manjares groseros. Muriendo sus padres, y siendo ya de diez y ocho años, como dice San Atanasio, le quedó una hermana pequeña: tuvo necesidad de encargarse de ella y de su hacienda, hasta que al cabo de seis meses un día comenzó a pensar, como los cristianos de la primitiva Iglesia, para seguir con menos embarazo a Cristo nuestro Señor, vendían sus heredades y posesiones, y ponían el precio de ellas a los pies de los apóstoles, teniendo por favor de nuestro Señor, que se emplease en sustento de fieles: y entrando en la iglesia con este pensamiento, oyó que se leía aquel Evangelio en que Cristo nuestro Señor dijo a un mozo que le preguntaba cómo podía ser perfecto: «Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres y sígueme; que así hallarás tesoro en el cielo:» las cuales palabras tomó Antonio tan de veras, como si para él solo las hubiera dicho Cristo nuestro Señor: y volviendo a casa, dio a su hermana la parte de la hacienda que le cabía, y la encomendó a ciertas santas doncellas sus conocidas, y repartió a los pobres lo que le quedaba, y comenzó una vida austera y penitente.
3 No había en aquel tiempo tantos monasterios de monjes, como después se fundaron, ni los desiertos estaban tan llenos de siervos de Dios, como después, por ejemplo de este gran padre, se poblaron; solamente había por los campos algunos monjes, que vivían apartados unos de otros, y entre ellos un viejo de santa vida, al cual principalmente Antonio propuso imitar, aunque, como abeja cuidadosa y solícita, también iba a visitar a los santos monjes, para coger de todos, como de flores, con que labrar la miel de su devoción, y llenar la colmena de su corazón, aprendiendo de uno la paciencia, de otro la obediencia, de éste el ayuno, de aquél el silencio, del devoto la oración, del humilde el menosprecio de sí mismo, del penitente la aspereza, del manso la blandura; y finalmente, sacando en sí un perfectísimo retrato de todas virtudes, que veía en los otros. Trabajaba por sus manos para ganar su pobre comida, y tomó tan a pechos el estudio de la perfección, que en poco tiempo se derramó por toda aquella tierra la fama de su santidad, y todos aquellos monjes, que vivían por aquellos campos, cerca y lejos de él, lo amaban, y trataban, unos como a padre, otros como a hijo; pero el demonio, temiendo, que de tan grandes, y gloriosos principios había de resultar algún gran daño suyo, determinó asaltar al santo mozo, y hacerle guerra con fuerza, y con maña. Al fin, ¿qué harás, ─le decía el demonio─, aquí apartado? Tú has dejado, con poco consejo, tu hacienda, por hacer espuertas, y con el sudor de tu rostro ganar un pedazo de pan, que comas: ¿cuánto mejor fuera gozar, de lo que Dios te había dado, y tus padres te dejaron, y vivir con los otros caballeros tus iguales, que estar solitario en esta choza hedionda, y vil, con peligro de tu salud, y de tu vida? ¿Piensas por ventura, que has acertado en dejar aquella tu pobre hermana en manos, de quien Dios sabe, sin pensar, que de cualquiera daño, o afrenta, que a ella le venga, Dios te ha de pedir la cuenta a ti? Ten por cierto, que las lágrimas de ella subirán al Cielo, y darán voces contra ti. Harto mejor fuera, que lo que diste a los pobres, se lo dejaras a ella; porque con ello hallará un esposo igual a su nobleza, que la amparase, y defendiese. Quizá es maltratada de sus compañeras, y llora tu crueldad, y su desventura. Vuelve a tomar el cuidado de aquella, a quien por todas las leyes divinas, y humanas debes amparar: y hazlo presto; porque si tardas, lo que ahora se atribuirá a tu poca edad, y experiencia, después se echará a liviandad, y poco seso, especialmente que tu delicada complexión no podrá llevar carga tan pesada, y, o morirás, siendo homicida de ti mismo; o vencido del trabajo, y de las grandes dificultades de esta manera de vida, la dejarás con escarnio, y risa de la gente. Resistió el santo mozo a estos fieros golpes con el escudo de la oración; pero viendo el demonio, que esta batería no le sucedía bien, le acometió por otra parte, despertando en él, con los pensamientos, y movimientos sensuales, grandes alteraciones, y con las llamas de los apetitos libidinosos, un incendio infernal, que no se podía apagar, sino con un rocío del Cielo. Y para que se hallase apretado, y combatido por todas partes, también le molestaba, y le afligía las noches con voces, gritos, y alaridos horribles, juntando el deleite con el espanto, y los halagos con las amenazas, y la blandura de la carne con el tormento del espíritu. Mas Antonio, armado con la gracia, y favor de Dios, estaba fuerte como una roca, y no daba entrada al enemigo; antes acrecentaba más su ánimo, y constancia con las duras batallas, y peleas, las cuales aunque los hombres no las veían, las veía el Señor, y asistía a su soldado. Le ponía el demonio delante, como cebo, los apetitos blandos, y deleitosos de la carne, pero él con el escudo de la Fe, con ayunos, y vigilias domaba su carne, y de ellos se defendía. Le apareció algunas veces en figura de una doncella sobre manera hermosa y lasciva, para provocarle a mal; y él, acordándose del fuego infernal, del gusano roedor, de las tinieblas perpetuas, y de la desesperación, y confusión eterna, de los que sueltan la rienda a los apetitos bestiales, fácilmente desechaba, y vencía aquellas sucias representaciones. Procuraba el enemigo hacerle andar por el camino deleznable, y peligroso de la juventud; mas él, considerando aquel terrible juicio, que está aparejado para los malos, refrenaba sus sentidos, y salía vencedor de todas las tentaciones del enemigo. Con estas armas peleó, y venció Antonio al demonio: el cual corrido, y confuso, por ver, que habiendo él tenido ánimo para pelear con Dios, era vencido de un hombre, se embraveció, y determinó mostrarse a Antonio tan obscuro, y feo en la vista, como en las batallas pasadas se había mostrado fiero, y malicioso. Tomó, pues, la figura de un muchacho negro, feo, requemado, y asqueroso, y se echó a los pies de Antonio, dando gritos con voz humana, y diciendo: a muchos he engañado: a muchos grandes hombres he derribado; pero de ti me hallo vencido. Quiso el maligno desvanecer por vanagloria, al que no había podido ablandar con deleites, ni espantar con amenazas: mas Antonio, que no fiaba en sí, ni estaba fundado sobre arena, sino sobre Dios, como sobre viva, y fuerte peña, no hizo caso de este golpe, que lo tiró el enemigo; antes le preguntó: ¿Quién eres? Y él le respondió: Yo soy amigo de la deshonestidad: yo soy, el que atizo el fuego de la concupiscencia, e inflamo los corazones de los mozos, y de los viejos, de los hombres, y de las mujeres, a toda torpeza y carnalidad; y por esto me llamo espíritu de la fornicación. ¿Cuántos, que tenían propósito de vivir castamente, no le guardaron por mi persuasión? ¿Cuántos, habiendo comenzado bien, acabaron mal, y después de muchas victorias, que tuvieron de su carne, se rindieron, y sujetaron a ella? Yo soy, el que muchas veces te he tentado; pero siempre he quedado vencido. Se enterneció Antonio, considerando su flaqueza, y la fortaleza de Dios: y haciéndole muchas gracias con humilde reconocimiento, por el favor, que le había dado, tomó más coraje contra el enemigo, y le dijo: Por cierto que tú debes de ser una cosa muy despreciada y vil; pues confiesas ser vencido de un mozo tan flaco, y de tan poca edad como yo; y tu misma figura de muchacho, y tu obscuridad lo testifican. Ya no te temo: pelea contra mí con todas tus fuerzas, e ingenios; que el Señor, que hasta ahora me ha defendido, también de aquí adelante me defenderá: y diciendo esto, comenzó a cantar aquel verso del salmo: «El Señor es en mi favor, y yo haré burla de mis enemigos:» y a esta voz el demonio desapareció, y Antonio, como vencedor, quedó señor del campo; aunque no por eso descuidado, ni menos apercibido: porque sabía, que su enemigo suele cobrar nuevas fuerzas, y nuevos bríos, y que no hay perfecta victoria, y seguridad en esta vida. Por esto se determinó a darse una vida más áspera, y dura; y así comenzó a macerar su cuerpo, y afligirse más, pareciéndole, que no había comenzado. Estaba toda la noche en oración: comía un poco de pan con sal, y bebía agua; y esto puesto el sol, una vez cada día, y algunas veces se pasaban dos, y tres días, sin comer un bocado: dormía, cuando la necesidad y la flaqueza de la naturaleza le forzaba, tendido en el suelo, o sobre unos juncos, y vestido de cilicio: nunca se acordaba, de lo que había hecho, sino de lo que le faltaba por hacer, ni de lo pasado, sino de lo presente, a imitación del profeta Elías, que decía: «Vive el Señor, en cuyo acatamiento hoy estoy:» y ponderaba mucho, como dice San Atanasio, el decir el profeta, «Hoy:» como quien estaba olvidado de lo pasado, y sólo miraba aquel día de servir al Señor, que tenía presente. Queriendo, pues, de nuevo San Antonio entrar en campo, y lidiar con su enemigo, se entró en una cueva cerca de una sepultura, a donde a sus tiempos un conocido suyo le traía, lo que precisamente era necesario para sustentarse: mas temiendo el demonio, lo que sucedió, que por ejemplo de Antonio aquellos desiertos habían de ser poblados de ángeles vestidos de carne, convocó sus infernales ministros, y le azotó, y le maltrató de tal manera, que le dejó sin sentido, sin voz: y casi sin vida. Fueron los golpes, y las heridas, que le dieron tan crueles, y dolorosas, que el mismo Santo después decía, que ningún tormento de los de acá se lo podía comparar; mas no por esto desmayó Antonio, ni dejó su puesto; antes habiéndole hallado su ministro casi muerto, y llevándole a la aldea para curarle, volviendo el Santo en sí, le rogó, que le tornase en donde le había hallado; y estando allí, sin poderse mover por las heridas, desafiaba a los demonios, diciendo: Aquí estoy: yo soy Antonio: no huyo: no me escondo: haced de mí, lo que podéis; que vuestra violencia no me podrá apartar de Cristo: y cantaba aquel verso del salmo: «Por más que me cerquen los reales y ejércitos de mis enemigos, no temerá mi corazón.» Oyendo esto aquel dragón infernal, espantado y confuso, llamando a los otros sus compañeros, les decía: ¿Habéis visto, como no se ha dejado vencer, ni del espíritu de la fornicación ni de las heridas, que le hemos dado; antes como vencedor, hace burla de nosotros, y nos desafía? Tomad, tomad las armas, y demos sobre él con mayor ímpetu y furor: sienta el necio con quien se toma. A esta voz se estremeció todo el edificio, y las paredes se abrieron, y salieron aquellas infernales monstruos en campo contra Antonio, tomando, para mas espantarle, varias y horribles figuras de leones, de toros, de lobos, de áspides, de serpientes, de escorpiones, de osas, osos, y otras bestias fieras, dando cada una sus bramidos, y sus voces, conforme a su naturaleza de figura. Le acometen con su vista espantosa, con sus garras, con sus dientes, con sus cuernos, hacen presa en él, despedazando sus carnes con un dolor muy terrible: y el valeroso, e invencible soldado de Cristo estaba intrépido, puestos los ojos, y el corazón en Dios; y haciendo burla de sus enemigos, les decía: Muy flacas y cobardes debéis de ser; pues venís tantos contra uno solo. ¿No puede uno de nosotros pelear con un hombrecillo? ¿Cómo os habéis trasformado en bestias fieras? ¿Dónde está aquella cerca angélica, que teníais? Ea, ¿qué hacéis? ¿Por qué tardáis? Si me podéis tragar, tragadme; si no podéis, ¿por qué emprendéis cosa a vosotros imposible? En esto vio resplandecer sobre sí, y en todo aquel aposento una luz del cielo tan esclarecida, que luego se deshizo toda aquella obscuridad, y desapareció aquella cuadrilla de monstruos infernales, y Antonio se halló sano, y el edificio reparado: y conociendo, que el Señor le venía a visitar, dando un amoroso, y profundo suspiro, dijo: ¿En dónde estabas, buen Jesús? ¿En dónde estabas? ¿Por qué no viniste antes, y te hallaste en mi pelea, para favorecerme, y sanar mis llagas? A esta amorosa queja respondió el Señor: Antonio, aquí estaba, y he visto tus batallas, y te he dejado azotar para sanarte, abatir para levantarte, y afligir para consolarte. Como buen soldado has peleado: no temas de aquí adelante a tus enemigos; que Yo te ayudaré, y te haré famoso en el mundo. Con estas solas palabras se halló con más fuerza; Antonio que nunca, y a la sazón era de edad de treinta y cinco años. Mas porque nuestro Señor quería hacer a San Antonio guía y maestro de innumerables monjes, y fundador de muchos monasterios, y que abriese el camino a los santos ermitaños, y anacoretas, o moradores de los desiertos; le inspiró, que se entrase, y habitase en el yermo, y con su vida moviese a los otros a seguirle, como lo hizo. Pero viendo el demonio el propósito de Antonio, y no osando ya acometerle descubiertamente con violencia; usando de sus artes, y embustes, echó en el camino una pieza grande de plata para tentarle de codicia, y tener ocasión de pasar más adelante con su engaño. Se paró San Antonio: y mirando el vaso de plata, luego conoció el artificio del enemigo, y que no podía ser perdido; porque su dueño en aquel desierto le hubiera buscado, y hallado: ni puesto de industria; porque aquel camino no era pasajero, ni se veían pisadas de hombres, ni de bestias; y así, mirando con ojos severos, y graves la plata, dijo al demonio: Esta plata desaparezca contigo, oh enemigo infernal: y a esta voz la plata súbitamente desapareció como humo, y el Santo siguió su camino. Otra vez vio en el mismo camino una cantidad de oro, y dice San Atanasio, que fue verdadero oro, y que no se sabía, si el demonio se lo había arrojado para tentarle, o Dios nuestro Señor para probarle; mas de cualquiera manera que ello fuese, en viendo el oro Antonio, echó a huir hasta llegar al monte, en el cual halló un castillo solo, y desamparado, y en él gran copia de serpientes, y fieras, que allí tenían sus cuevas. En este castillo hizo San Antonio su asiento, y morada, y luego todas aquellas bestias fieras, y serpientes, huyeron de allí, y él quedó acompañado de los Ángeles, y del Rey de los Ángeles, que le había llevado. Veinte años estuvo encerrado en una cueva de aquel castillo, sin ver a nadie, ni ser visto de nadie, ni aun de un ministro suyo, que dos veces cada año le llevaba un poco de pan, y agua para su sustento, y se lo echaba por una lumbrera. Venían muchos a la cueva, unos por verle, por la fama grande de santidad, otros por consejo, otros por remedio de sus enfermedades, y otros por males: y aunque a todos consolaba, no abría la puerta a ninguno, ni se dejaba ver. Mientras que estaban a la puerta, oían no pocas veces unas como voces de gente, que reñía, y decía: ¿Para qué entraste en nuestra casa? Pártete de nuestro término; porque no podrás morar aquí, ni resistir a nuestras fuerzas. Los que esto oían, al principio pensaban, que aquellas voces eran de hombres, que habían entrado, donde estaba San Antonio; y después entendieron, que eran quejas de los demonios contra el Santo; despavoridos, y asombrados le rogaban, que los ayudase, y con sus oraciones los defendiese; y él los animaba, y esforzaba, y exhortaba, a que se santiguasen, y armados con la Señal de la Cruz, no temiesen al demonio, que fue vencido, y desterrado del mundo por ella. Al cabo de los veinte años fueron tantos, los que cargaron de él, y le importunaron, que saliese de aquel su encerramiento, que se determinó a salir, y salió, como si saliera del paraíso. Tenía el rostro alegre, el aspecto grave, las palabras dulces, el color vivo, las fuerzas enteras, sin que la penitencia tan larga, y áspera, le hubiese enflaquecido, ni trocado el color, ni deshecho su cuerpo las grandes tentaciones, y peleas. Se espantaron todos, cuando le vieron, porque pensaban, que con la sombra, y obscuridad de aquel escondrijo lóbrego, y con el rigor de tan áspera vida, o sería muerto, o muy cerca de ello. Pero conocieron, que aquella era singular obra del Señor, que sustenta a sus siervos, con lo que es servido, y con el vigor de Su celestial Espíritu hace, que la carne no solamente no se enflaquezca, pero cobre fuerzas, y sea robusta.Fue tanto, lo que San Antonio admiró, y movió con la santidad, y novedad de su vida, que desde aquel rincón, donde estaba, se divulgó por todo el mundo la fama de su nombre, y penetró hasta África, España, Francia, Italia, y a otras provincias más apartadas, y remotas, y a su imitación comenzaron a venir a él bandadas de hombres heridos del Amor de Dios, y menospreciadores de la tierra, para ser doctrinados de él, y seguir sus pisadas, y vivir debajo de su santa instrucción: y a esta causa se fundaron muchos monasterios, y se poblaron los desiertos de suerte, que por la muchedumbre de los monjes parecían ciudades muy populosas, habitadas de ciudadanos del cielo, a los cuales San Antonio iba delante con su ejemplo, y confortaba con sus amonestaciones, y palabras suavísimas. Les decía, que en la vida espiritual no hay cosa más importante, que el persuadirse el religioso, que siempre comienza: que en cualquier lugar se puede hallar el Paraíso, si el corazón está fijo con Dios: que los demonios tienen miedo a las oraciones, vigilias, y penitencias de los siervos de Dios, y más a la pobreza voluntaria, y a la humildad, al menosprecio del mundo, a la caridad, y al saber refrenar su ira; porque con estas virtudes se pisa, y quebranta la cabeza a la serpiente. Les enseñaba, que las verdaderas armas para pelear con el demonio, son la Fe viva, y la vida pura: que acá el que compra, da el justo precio, de lo que compra, al que vende; mas que el Cielo se compra muy barato, y por mucho menos de lo que vale; pues todos los dolores, y trabajos de esta vida, aunque se estiren a ochenta, y cien años, son momentáneos; y la bienaventuranza, que por ellos se nos da, no tiene fin: que ninguno por mucho que deje por servir a Dios, piense, que es algo, lo que deja, aunque fuese señor de todo el mundo; porque toda la tierra, respecto de lo del Cielo, es como un punto, y lo que el hombre deja, al fin, quiera, o no quiera, lo ha de dejar; y que no es mucho, que deje antes de la muerte, lo que no puede llevar consigo: que a la manera que el que sirve al rey, no se excusa de hacer, lo que le mandan, con decir, que es mucho, lo que ha servido; así el verdadero siervo de Dios, no mira, lo que ha hecho, sino lo que le queda por hacer, para agradar al Señor: que el galardón no se da, al que comenzó bien, sino al que acabó bien: que para desechar la pereza, el mejor medio es tener siempre presente la incertidumbre de esta vida, y por la noche no esperar la mañana, y el día no esperar la noche: que la virtud no es tan dificultosa, como parece: que los demonios tienen odio cruel contra todos los cristianos, y mayor contra los religiosos, y vírgenes, y usan de muchas artes, y engaños, y toman la figura de lobo, ya de vulpeja, unas veces de cordero, y otras de león; pero que todas sus artes, y embustes se deshacen con la desconfianza, que tiene el buen religioso de sí, y confianza en Cristo, el cual los desarmó en la Cruz, y les quitó las fuerzas, si nosotros por nuestra culpa no nos volvemos a entregar en sus manos: y a este propósito les contó, que una vez el demonio había llamado a la puerta del monasterio, y que él salió a ver, quién llamaba, y vio un hombre de extraña estatura, que llegaba con la cabeza al cielo, al cual preguntó quién era; y él respondió: Yo soy Satanás; y él le dijo: Pues, ¿qué quieres aquí? Y él respondió: Quería saber, por qué no solamente los monjes, sino también todos los cristianos me maldicen; por qué a cualquier desgracia luego dicen: ¡Oh, maldito sea el diablo! Y que el Santo le dijo, que con mucha razón lo hacían, porque los tentaba, y les armaba lazos, e inducía a pecar. Y a esto el demonio respondió: que él no tenía culpa en las culpas de los hombres, sino ellos mismos, que se hacen la guerra, y buscan las ocasiones para pecar: porque ya él, después que se hizo Dios hombre, no tenía fuerzas, ni armas, ni ciudades: y que hasta de los desiertos, por los monjes, que moran en ellos, ha sido desterrado: y así que los hombres se deben quejar de sí en sus caídas, y no de él, que no les tiene culpa. Por lo cual dijo Antonio, que había hecho gracias a Jesucristo, que le venció, y le forzó a decir esta verdad, siendo padre de mentiras; y en oyendo el demonio el nombre de Jesucristo, luego desapareció. Entre los otros documentos avisaba a los monjes, que no fuesen curiosos en querer saber las cosas futuras; porque muchos por esta curiosidad habían sido engañados: que tuviesen más cuenta con vivir bien, que con hacer milagros; y que el que los hiciera, no se desvaneciese en más por ello, ni menospreciase, al que no los hace; porque los milagros son don de Dios, y propio de Su Misericordia, y no de nuestra miseria; y siempre el hacerlos es señal cierta de serle agradable, el que los hace: que la más fuerte arma para vencer al enemigo, es la alegría, y gozo espiritual del alma, que siempre tiene Dios delante; porque con aquella luz desaparecen las tinieblas, y se resuelven como humo las tentaciones de Satanás: que debemos tener siempre delante de los ojos los ejemplos de los Santos, para incitarnos a la virtud: que para no caer, aprovecha mucho el descubrir caídas a sus hermanos, y con la vergüenza pública y manifestación de su pecado, guardarse de pecar. Y en una junta, que tuvo San Antonio con sus monjes, en que se trató de la excelencia de la virtud, y cuál de las virtudes era más aventajada sobre las otras, y más necesaria para el monje; dando algunos el primer lugar a la penitencia, con que se mortifica la carne: otros a la soledad y silencio, con que se cortan las ocasiones de caer: otros a la misericordia, a quien el día del Juicio promete el Señor la retribución eterna; y otros a otras virtudes: San Antonio, como más ejercitado, dio el más alto, y primer lugar a la discreción, como a guía y maestra de todas las otras, y sin la cual la vida espiritual es ciega, desconcertada y desprovista. Con estos, y con otros semejantes consejos instruía San Antonio en la vida religiosa, y perfecta a sus monjes, y con sus palabras encendidas los inflamaba al menosprecio de todas las cosas visibles, y al Amor de Dios; y como ellos estaban dispuestos a guisa de una tierra fértil y bien cultivada, la semilla de esta celestial doctrina daba copioso fruto y colma cosecha: y así estaban aquellos montes llenos de coros de santos monjes, que leían, oraban, cantaban, lloraban y se afligían por sus pecados, y por los del mundo, y representaban, a los que los veían, una viva imagen, y perfecto retrato del Cielo; porque había entre ellos suma paz y concordia, sin ambición, sin envidia, sin murmuración, sin reprensión de nadie, y con perpetuo olvido de la tierra y continua meditación del Cielo. No le pareció a San Antonio, con vivir en la tierra como un Ángel del Cielo, y ser padre de tantos, y tan perfectos hijos, que había hecho nada, si no moría por Cristo, y daba su sangre por Su santísima Fe: y como en su tiempo por la persecución de Maximiano muchos cristianos fuesen presos, y atormentados, y llevados a Alejandría, para ser ajusticiados; encendido de un gran deseo del martirio, se fue a Alejandría, para morir con ellos, si Dios le hiciese tanta merced, o servir, a los que morían, y ayudarlos a morir. Ya era mártir en el deseo, y para serlo con la obra servía a los cristianos encarcelados: los acompañaba, cuando eran presentados delante de los jueces: los animaba en los tormentos; y hasta en el mismo lugar del suplicio donde se hallaba con ellos, para que le cupiese tan dichosa suerte, y pudiese tenerles compañía, gozándose de la gloria, de los que habían vencido, como si él fuese el vencedor. Perseveró tanto en este piadoso oficio, que el juez, aunque no se atrevió a echarle mano, mandó, que todos los monjes saliesen de la ciudad; y escondiéndose los demás, San Antonio al día siguiente, vestido de su ropa lavada y blanca, para ser más visto y notado, se puso en un lugar público, y alto, muriendo, porque no moría por Cristo. Mas el Señor, que se quería servir de él para padre y maestro de innumerables monjes, y para que los desiertos se convirtiesen en paraíso, no quiso, se acabase con la espada la vida, del que la había de dar a tantos. Se volvió a su monasterio, luego que cesó aquella tempestad, y tuvo alguna paz la Iglesia: y como si entonces comenzara a servir a Dios, así ayunaba, oraba y velaba, vestido siempre de cilicio, procurando ser toda la vida mártir; pues no había merecido el martirio. Se encerró de nuevo en su monasterio, sin dejarse ver de nadie, y allí obraba grandísimos milagros y maravillas: y la mayor de todas era su humildad, con la cual estaba tan fundado en su propio conocimiento, que cuanto el Señor más le levantaba y hacía glorioso, tanto más él se abatía y aniquilaba, dando la gloria a cuya era, y a sí la confusión. No se puede fácilmente creer la multitud, grandeza y utilidad de los milagros, que Dios hizo por San Antonio en todo género de enfermedades, y males, y particularmente contra los demonios, sobre los cuales victorioso y triunfador, tuvo tan gran señorío, e imperio, que bastaba su solo nombre para atormentarlos y echarlos de los cuerpos. Pero temiendo él, que tantas y tan insignes obras, como Dios obraba por él, fuesen causa, de que, o él se desvaneciese, o que los otros pensasen de él, que era, lo que no era, y le honrasen más, de lo que merecía; se determinó a huir, e irse a la superior Tebaida, donde ninguno le conociese; y tomando algún pan, se partió: y estando a la ribera de un río aguardando la barca, para pasarle, oyó una voz, que le dijo: Antonio, ¿á dónde vas, y por qué? Y él respondió con gran seguridad: Voy a la superior Tebaida; porque la gente me quita mi quietud, y me pide cosas, que son sobre mis fuerzas: y por aviso de la misma voz dejó aquel camino, y se entró por aquel desierto, camino de tres días, hasta llegar a la falda de un monte alto, que tenía una fuente, y algunas palmas en un campo, que rodeaba el monte. En este lugar hizo su asiento, como en lugar señalado de Dios. Mas luego que los monjes supieron, dónde estaba, le enviaban, como buenos hijos, de comer, con mucho trabajo, de los que lo llevaban; y el santo padre, para quitarles este trabajo y cuidado, sembró una parte de aquel campo, que se podía regar, y cogía su pan con gran gusto y contento; porque vivía del trabajo de sus manos en aquel desierto, sin pesadumbre de nadie; y porque comenzaron a venir muchos huéspedes a buscarle: para refrigerio de los que venían, plantó en un huertecillo algunas yerbas que darles. Vinieron algunas bestias a pacer la hortaliza, que el Santo con tanto trabajo suyo había cultivado; y tomando una de ellas les dijo a todas: ¿Por qué me hacéis daño; pues yo no le hago a vosotras? Partíos de aquí; y mirad, que os mando que no volváis más a este lugar. El Santo lo dijo; y ellas obedecieron como a mandato de Dios. Otra vez el demonio, para espantarle, juntó de noche grandes manadas de bestias fieras, y estando San Antonio en oración, se las puso delante, como que querían despedazarle; y él, como quien sabía la astucia de Satanás, les dijo: Si Dios os ha dado alguna potestad sobre mí, aquí estoy, tragadme; mas si habéis venido por instinto del común enemigo, partíos luego de aquí, porque yo soy siervo de Jesucristo; y diciendo esto, no se vieron más.
Otra vez a la hora de nona, antes de comer, San Antonio se puso en oración, y fue arrebatado en espíritu, y le pareció, que los Ángeles le llevaban al Cielo, y que los demonios se le ponían delante para estorbarlo, y que preguntando los Ángeles a los demonios la causa, porque le querían impedir, que no subiese al cielo, pues no tenía pecados que se lo estorbasen; ellos le comenzaron a acusar de todo el mal, que había hecho desde el día de su nacimiento: y como los Ángeles dijesen: que ya aquellos pecados estaban purgados y perdonados con la penitencia; y que alegasen, lo que tenían contra Antonio, después que se había hecho monje y consagrándose al Señor; por mucho que ellos quisieron mentir, no hallaron cosa, que le estorbase el paso. Pero cuando el Santo volvió en sí, no comió bocado, y estuvo toda aquella noche, gimiendo y llorando la miseria, y olvido de los hombres, que teniendo tantos y tan fuertes enemigos contra sí, viven tan descuidados, como si no tuviesen ninguno.
Y no es desemejante a esta otra visión, que tuvo. Oyó de noche una voz, que le llamaba, y decía: Antonio, levántate: sal fuera y verás. Se levantó, y vio un fantasma como de hombre grande y terrible, que con la cabeza llegaba hasta las nubes, el cual extendía las manos para detener a algunos, que con alas subían al cielo, de los cuales a unos cogía, y daba con ellos en el suelo, y otros se le escapaban y subían al cielo, sin poderlo estorbar. Tras esto oyó una voz, que le dijo; Considera bien lo que ves; y alumbrándole Dios, entendió, que aquellos, que subían, eran las almas de los hombres, y que el demonio procuraba estorbarles la subida, prevaleciendo contra las de los pecadores, y no teniendo fuerza contra las de los Santos. Todas estas tentaciones, y visiones servían a Antonio de nuevos incentivos y estímulos, para creer más en el amor y temor santo del Señor. Fue tan compasivo, y de tan tierno corazón, que cuando algún pobre era oprimido, y no podía alcanzar su justicia, le defendía tan de veras, como si a él mismo le hiciesen aquel agravio. En la honestidad más parecía ángel, que hombre. Fue San Antonio de muy amable y apacible condición, manso sobre manera, humildísimo por extremo: en la oración fue tan absorto y arrebatado, que se le pasaban las noches de claro en claro puesto de rodillas; y cuando se ponía el sol, le hería en las espaldas, y cuando se levantaba por la mañana siguiente, le daba en los ojos; y él se quejaba del sol, porque le quitaba su dulzura y el descanso de su corazón, y decía: Oh sol, ¿por qué con tu luz me quitas la claridad de la verdadera y sempiterna Lumbre? En la penitencia fue tan riguroso, que no parecía de hueso y carne. En la fortaleza tan invencible, que no solo no se espantaba de los demonios, mas él les era terror y espanto. Tenía el rostro siempre muy alegre y sereno, y con un mismo semblante; porque ni las cosas prósperas le levantaban, ni las adversas le abatían; y los que nunca le habían visto, aunque le viesen entre otros muchos monjes, le conocían, sin que ninguno se les mostrase, y se iban a él, y de aquel semblante, que resplandecía de fuera, barruntaban la gran pureza de su alma. Tuvo grandísimo respeto a todos los clérigos, y se arrodillaba, e inclinaba su cabeza a los Sacerdotes y Obispos, para que le bendijesen. Huía el trato de todos los que estaban apartados de la Iglesia, y enseñaba, que el verdadero católico los debe aborrecer, y huir más que a las serpientes venenosas; y el mismo Santo los aborrecía, y se oponía a su impiedad y furor. Una vez escribió a un falso obispo arriano, llamado Gregorio, que perseguía con increíble crueldad a los católicos; o (como se dice en su vida) a un capitán llamado Blacio, que se fuese a la mano; porque la Ira de Dios estaba cerca, y venía sobre él, si no se enmendaba. Hizo burla el hereje de la carta del Santo: la arrojó en el suelo, la escupió y la pisó; y dentro de muy pocos días un caballo manso le dio un bocado en el muslo, y le derribó en el suelo, y de allí a tres días, en castigo de su pecado, y de la injuria, que había hecho a San Antonio, miserablemente murió. Otra vez estando en su monte, y tan lejos de Egipto, vio en espíritu el estrago, que los herejes arrianos habían de hacer en Alejandría; y postrado en el suelo comenzó a llorar y suspirar, y suplicar a nuestro Señor, que no permitiese tan grande calamidad en Su Iglesia, como aquella visión amenazaba: porque le fue revelado, que muchos mulos y bestias daban coces en el altar de Dios, y le derribaban, y echaban por el suelo; y que aquellas bestias eran los herejes arrianos, que en breve destruirían las iglesias y arruinarían los altares del Señor: el cual consoló al Santo afligido, con manifestarle luego la victoria, que al fin tendría la Iglesia Católica, y que vencidos y deshechos todos sus enemigos, florecería después con mayor prosperidad y gloria que antes: y así lo contó el mismo santo padre a sus hijos, que lloraban amargamente, por ver las lágrimas de su padre, y se consolaron con su consuelo.
4 En esta misma persecución de los arrianos, siendo llamado de San Atanasio, fue a Alejandría, para oponerse al furor de los herejes, y consolar, y animar a los católicos afligidos; y (como escribe el mismo San Atanasio) fue maravilloso el fruto, que sacó el Señor de la predicación de Su siervo Antonio. En aquella coyuntura quedaron confusos, y atónitos los enemigos de la verdad, los hijos de la Iglesia católica alegres, y esforzados, y los gentiles admirados del ingenio, y de las razones tan profundas, y sólidas de Antonio, para confirmar, y probar, lo que quería; porque aunque no había estudiado, ni revuelto los libros de los filósofos, y sabios del mundo, había sido enseñado interiormente del Señor, e ilustrado de la verdadera, y celestial sabiduría, a la cual no podía resistir la vana filosofía del mundo: y así se vio en las disputas, que muchas veces tuvo con grandes filósofos (los cuales vinieron a él, para hacer burla de su simplicidad, e ignorancia), que los convirtió, y los hizo callar, de manera, que no tuvieron que responder al espíritu divino, que hablaba en Antonio. Cuando esta vez fue San Antonio a Alejandría, le vino a ver, como escribe San Jerónimo, Dídimo, varón sapientísimo, y tenido por un milagro de sabiduría en aquellos tiempos: el cual, siendo ciego, había aprendido perfectamente aquellas ciencias, que sin ojos no se pueden bien aprender: y tratando los dos de la Sagrada Escritura, preguntó familiarmente San Antonio a Dídimo, si le daba pena el verse ciego, y como Dídimo se empachase, y no le respondiese, al fin tanto le apretó San Antonio, que llanamente le confesó, que su ceguedad le afligía. Entonces San Antonio amorosamente le dijo, que se maravillaba mucho, que un hombre tan prudente tuviese pena de no tener los ojos, que las hormigas, moscas, y mosquitos, tenían, y que no se consolase, y holgase más por tener los ojos, que tienen solos los santos y amigos del Señor. De esta manera consoló San Antonio a Dídimo de su ceguedad.
5 Y no solamente los varones sapientísimos le reconocían, y se humillaban; sino también los príncipes, emperadores, y monarcas le honraban, y le escribían, y pedían el favor de sus oraciones, como lo hicieron el emperador Constantino, y sus hijos muchas veces, rogándole, que les escribiese, y los alegrase con sus cartas. Una vez entre otras llamó a sus monjes, y les dijo: Los reyes de este siglo nos han enviado sus cartas; ¿pero qué maravilla es ésta para los cristianos; pues sabemos, que aunque su dignidad sea tan alta; mas en el nacer, y en el morir todos somos iguales? Lo que debemos estimar, y admirar, es, que Dios haya escrito Su Ley para los hombres, y que haya enriquecido su Iglesia con Sus Palabras. ¿Qué tiene que ver el monje con las cartas de los reyes, a los cuales, según el estilo de ellos, no sabe responder? Esto dijo; aunque después importunado de sus hermanos respondió a la carta del emperador otra, en que le decía, lo que se holgaba, que fuese cristiano: que no pensase, que era cosa de mucha estima el ser rey, ni se desvaneciese con la potestad, antes temblase, sabiendo, que había de dar cuenta de ella al Rey de los reyes: que guardase justicia, y clemencia para con sus súbditos, y misericordia, y benignidad para con los pobres, y miserables. La cual carta recibió el emperador Constantino con gran contentamiento, y la tuvo por una joya preciosa, y rico tesoro. Y no sólo con los príncipes, y emperadores tuvo grande autoridad San Antonio, sino con toda la Iglesia Católica, la cual por solo su dicho, y testimonio canonizó, y puso en el catálogo de los Santos a Pablo, primer ermitaño, como en su vida queda referido.
6 Finalmente, habiendo vivido este santísimo, y gloriosísimo padre ciento y cinco años, y llenado el mundo de la fama, y fragancia de su santidad, milagros, victorias, y triunfos; tuvo revelación del Señor, que le quería llevar a gozar de Sí, y darle el galardón eterno por sus temporales trabajos; y él muy regocijado lo dijo a sus monjes, exhortándolos a la perseverancia, y toda virtud, y particularmente a ser enemigos de los herejes, como él siempre lo había hecho, eran enemigos de Jesucristo y habían pregonado guerra contra su Iglesia. Después a solas mandó a dos de sus compañeros, que cuando él fuese muerto, le enterrasen, sin que ninguno supiese el lugar, donde estaba enterrado, temiendo ser honrado de los hombres, y que llevarían su cuerpo a Egipto, y allí le embalsamarían, y le ungirían con las confecciones, y especies aromáticas, como solían en aquel tiempo embalsamar los cuerpos de los difuntos, que bien querían, para hacerlos como incorruptibles, y conservarlos mucho tiempo; que era cosa, que el Santo siempre había aborrecido; pues de cualquier lugar, en que estuviese, fiaba en Dios, que el día de la general resurrección su cuerpo resucitaría incorruptible. Después de esto hizo su testamento, que fue repartir sus pobres, y viejos vestidos de esta manera: una saya, o ropa de pelos de cabra, y el manto raído, que traía, a Atanasio, Obispo, del cual le recibió nuevo: y el mismo Atanasio dice, que tuvo este manto por una rica herencia: otro vestido de pelos de cabra dejó al Obispo Serapion: su cilicio a los dos discípulos; y acabado esto, les dijo: Quedaos con Dios, hijos míos; porque vuestro Antonio se os va, y no estará más en esta vida con vosotros. Dichas estas palabras, besándolo sus discípulos con extraordinario sentimiento, y ternura, extendió sus pies, y miró la muerte con alegría, como quien veía los Coros de los Ángeles, que venían por su bendita alma, para llevarla a las moradas eternas: y así acabó, quedando su cuerpo tan fresco, y entero, como si estuviera vivo; y fue cosa de gran maravilla, que con tantas, tan largas, y tan excesivas penitencias, como este glorioso Santo hizo, no le había faltado diente, ni la vista de los ojos, ni la firmeza en los pies, ni el vigor en los miembros, que era señal de sus grandes merecimientos, y de lo que nuestro Señor Dios puede, y suele obrar en sus siervos. Los discípulos de San Antonio hicieron, lo que su padre les mandó, y su santo cuerpo estuvo mucho tiempo encubierto, hasta que después por divina revelación fue hallado, y llevado de la Tebaida a Alejandría, y de allí a la ciudad de Viena de Francia, donde son reverenciadas sus reliquias. Murió San Antonio a los 17 de enero del año del Señor de 361, según San Jerónimo; y el de 358, según el cardenal Baronio, de edad, como se ha dicho, de ciento y cinco años. Y parece, que todo el mundo sintió y lloró su muerte; pues se dice, que después de su glorioso tránsito estuvo el cielo tres años sin llover. Escribió en su lengua muchas epístolas, de las cuales dice San Jerónimo, que siete fueron trasladadas en griego, llenas de admirable, y celestial espíritu, y doctrina.
7 Tritemio dice, que San Antonio escribió otra obra en dos libros, que llamó Melisa; que quiere decir abeja: los cuales se hallan en el quinto tomo de la biblioteca santa, impresa en París el año de 1589; pero más parecen aquellos libros de otro Antonio abad, que de este nuestro grande, y santísimo Antonio; así porque San Jerónimo no hace mención de ellos, como porque están recogidos de otros, autores, y algunos de ellos, que vivieron muchos años después de muerto San Antonio abad. San Juan Crisóstomo, declarando, como por haber el Niño Jesús huido a Egipto: y vivido algunos años en él, le santificó, dice: «Si alguno ahora viniere a los desiertos de Egipto, hallará, que están más amenos, y deleitosos, que el Paraíso, y verá innumerables compañías de Ángeles en figura humana, y ejércitos de mártires, y coros de vírgenes, y la tiranía del demonio derribada por el suelo, y resplandecer el Reino de Cristo, y que la santidad, y virtud no florece menos en las mujeres, que en los hombres, antes muchas veces vence, y traspasa la flaqueza mujeril la constancia de los hombres.»Y añade: «El que ha andado por estos desiertos, sabe, que es verdad, lo que decimos; pero si alguno no los ha visto, considere aquel gran varón Antonio, que después de los apóstoles nos dio Egipto, y anda hasta hoy día en las bocas de todos por todo el mundo, el cual fue de aquella tierra, y digno de ver a Dios, e hizo una vida celestial, y cual piden las Leyes de Cristo. Léase su historia, que es una clara profecía, confusión de los herejes, doctrina de los filósofos, y sabios, y ejemplo de cristianos. Yo ruego, que leáis el libro de su vida atentamente, y que no solamente le leáis, sino que también le imitéis.» Todo esto dice San Juan Crisóstomo: y San Agustín refiere, que un amigo suyo, llamado Poticiano, en la ciudad de Tréveris, con otros tres compañeros suyos, se habían ido a espaciarse, estando el emperador ocupado en ver ciertas fiestas; y que dos de ellos, sin saber a dónde iban, dieron en cierta casilla, donde moraban algunos siervos de Dios, y hallaron, un libro, en que estaba escrita la vida de San Antonio; y que tomó el libro en las manos el uno de ellos: le comenzó a leer, y a maravillarse, y encenderse, leyendo, con deseo de imitarle, y dejada la milicia seglar, entrar en la de Dios, para servirle: y éste era uno de los agentes del emperador. Estando en esto, súbitamente lleno de amor santo, y de una religiosa vergüenza, como enojado consigo mismo, volvió los ojos a su compañero, y le dijo: Yo te ruego, que me digas, ¿a dónde pensamos llegar con todos estos nuestros trabajos? ¿Qué buscamos? ¿Qué es el fin de nuestra milicia? ¿Puede nuestra esperanza, y nuestra buena ventura en el palacio llegar a más, que a ser privados del emperador? Pues esta privanza, ¿cuán frágil, y peligrosa es, y por cuántos peligros se viene a otro mayor peligro? Y ésta, ¿cuánto durará? Pero si yo quisiera ser amigo de Dios, luego lo puedo ser. Dijo esto turbado con el parto de la nueva vida; y volviendo los ojos al libro, leía, y se mudaba interiormente, donde Dios le veía, y su alma se iba desnudando del mundo, como luego se mostró; porque leyendo, y revolviendo las ondas de su corazón, dio un gran gemido, y conoció, y abrazó lo mejor, siendo ya del Señor, y dijo a su amigo: Ya yo he dado libelo de repudio a todas nuestras falsas esperanzas, y estoy determinado a servir a Dios, y comenzar luego en esta hora: en este lugar quiero comenzar: tú, si no quieres imitarme, no quieras estorbarme. Respondió el compañero: que no podía apartarse de él, ni dejar de hacerle compañía en tal oficio, y con esperanza de tan gran galardón: y así los dos comenzaron a edificar la torre evangélica con bastantes expensas, que son el dejar todas las cosas por amor de Dios, y seguirle. Añade más: que a este tiempo, Poticiano, y su compañero, que por la otra parte del huerto se paseaban, buscando a estos dos, los hallaron en el lugar, donde estaban, y les dijeron, si querían volver, porque ya era tarde; mas ellos, habiéndoles hecho saber su voluntad, y el propósito, que tenían, y cómo Dios se lo había dado, y confirmado; les rogaron, que si no les querían hacer compañía, los dejasen, y se fuesen. No se mudaron Poticiano, y su compañero, por lo que oyeron, aunque loaron, y alabaron su buen propósito, y les dieron el parabién, y se encomendaron a sus oraciones, y bajando el corazón a la tierra, se volvieron al palacio; y los otros dos, enclavando su corazón en el cielo, se quedaron en su casilla, y ambos eran desposados, y las esposas, después que supieron, lo que habían hecho sus esposos, consagraron su virginidad a Dios. Todo esto nos contó Poticiano, dice el glorioso Agustino, declarando el provecho, que sacaron aquellos dos criados del emperador de solo leer la vida de San Antonio. Leámosla, y aprovechémonos nosotros de ella, imitando sus heroicas virtudes, para que mediante sus santas oraciones merezcamos hacerle compañía, y entrar en el gozo del Señor. De San Antonio escriben casi todos los autores de la historia eclesiástica.
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