Tomado de La Leyenda de Oro para cada Día del Año – Vidas de Todos los Santos que venera la Iglesia – Madrid–Barcelona 1844 – Tomo I. Enero, Día 7, Página 105.
San Raimundo de Peñafort, de la Orden de Predicadores
El bienaventurado San Raimundo de Peñafort, hijo del glorioso patriarca Santo Domingo, padre, y maestro general de su sagrada orden, nació en la ciudad de Barcelona, cabeza del principado de Cataluña, o en Peñafort, solar conocido de su linaje, y familia, no lejos de aquella ciudad. Sus padres fueron nobles, y ricos; y Leandro Alberto, y otros autores dicen, que descendía de los reyes de Aragón. Desde niño fue inclinado a todas las cosas de virtud y piedad, y en los pocos años mostraba mucho seso. Se dio a los estudios de las letras humanas, y aprovechó tanto en ellas, que siendo aún mozo, vino a leer la lógica, y filosofía en Barcelona; aunque sin otro salario, ni interés, que el de aprovechar a otros: lo cual hacía no menos con su ejemplo, que con su doctrina. Le pareció después a Raimundo pasar a otras ciencias mayores, y se inclinó a estudiar las del derecho civil, y canónico; y para esto se partió para la ciudad de Bolonia en Lombardia, donde florecían, y hasta hoy florecen grandes letrados, que las profesan. Llegado a Bolonia, se dio tan buena maña, y estudió con tanta diligencia y cuidado sus derechos, que en breve tiempo se graduó de doctor, y alcanzó la cátedra de prima de cánones, y la leyó algunos años con grande concurso, y satisfacción y fruto de los oyentes: y con ser tan excelente su doctrina, la enseñaba graciosamente, y no tomaba el salario, que se daba a los otros lectores. Advirtieron esto los ciudadanos de Bolonia: y de suyo le señalaron un buen salario, así por pagarle su trabajo, como por obligarle más a perseverar en aquella universidad, que tanto lustre de su grande ingenio, y doctrina recibía. Raimundo le aceptó; pero del salario, y todo lo demás, que adquiría, daba fiel, y enteramente la décima parte al clero de su parroquia.
2 Estando el santo muy ocupado, y contento con su cátedra, y con deseo de estar algunos años en Bolonia, pasó por allí don Berenguer de Palou, Obispo de Barcelona, que de Roma, adonde había ido por algunos negocios importantes, se volvía a su iglesia: y deseando enriquecerla con tal pieza, como era Raimundo, le rogó, e importunó, que se viniese con él a Barcelona, proponiéndole tales partidos, y tales razones, que le rindió, y le hizo dejar su cátedra, con gran sentimiento, y pesar de sus discípulos, y de toda la universidad de Bolonia. Llegado el Obispo a su iglesia con tan buena compañía, luego le dio un canonicato, y una pabordia, que entonces vacaban. El P. Fr. Hernando del Castillo dice, que fue canónigo, y arcediano de Barcelona. En este estado vivió con notable recogimiento, grande humildad, modestia, y llaneza en su trato, acompañado de sus raras letras, y prudencia: y como era devotísimo de Nuestra Señora la Virgen María, procuró con el Obispo, que se celebrase con mayor solemnidad la fiesta de la gloriosa Anunciación, y dejó renta para esto. Pero aunque toda la ciudad de Barcelona estaba muy contenta con su ciudadano, y canónigo, por sus grandes partes; él no lo estaba: porque le parecía, que para él era mucho mundo, y que Dios le llamaba para cosas más altas que las de la tierra. Había el Señor poco antes enviado al mundo al padre Santo Domingo, como a un sol, para que le alumbrase, y sus benditos hijos derramaban por todas partes una suavísima fragancia de su religión, y virtud. Sintió esta fragancia Raimundo, y determinó correr en pos de ella, y hacer divorcio con todo lo que no es de Dios, para abrazarse con la Cruz de Cristo.Además de la inspiración, y luz del cielo, que le movió, dicen, que también fue parte para tomar aquella resolución, un escrúpulo, que tuvo de haber impedido a un mancebo sobrino suyo, que no entrase en la orden de Santo Domingo; y que para satisfacer aquel daño, él mismo se condenó a entrar en la dicha orden, en lugar del que le había quitado.
3 Tomó el hábito en Barcelona el viernes santo del año de 1222, a lo que se entiende, siendo ya muerto el año antes el bienaventurado Santo Domingo en Bolonia: y muchas personas nobles en linaje, y ricos, clérigos, y seglares, siguieron el ejemplo de Raimundo, y entraron en aquella sagrada religión; y él la ilustró con su santa vida, letras, y gobierno: porque olvidado de su gran doctrina, y de la grande opinión, que como doctor célebre, y que muchos años había leído en Bolonia, había alcanzado, se dio a todas las cosas humildes, y a la observancia de sus reglas, tan perfectamente, como el menor novicio de todos: y el provincial Fr. Sugerio, que fue el primero de la Orden de los Predicadores en España, le mandó en remisión de sus pecados, que escribiese una suma de casos de conciencia, por la cual los confesores de la Orden se pudiesen gobernar; y el Santo la compuso, y es, la que de su nombre se llama: La Suma de Raimundo: y dicen, que es la primera, que de este argumento salió a luz. Poco después de la muerte de Honorio III, sucedió en la silla de San Pedro, el año de 1227, Gregorio IX, que había sido muy grande amigo de Santo Domingo, y el que siendo legado del Papa, se había hallado a su entierro. Envió, pues, el Papa Gregorio el año do 1229 a España al Cardenal Sabino, para tratar negocios de grande importancia, y en particular para exhortar a los reyes, que prosiguiesen con mucho calor la guerra contra los moros, trayendo para este efecto una amplísima indulgencia de la cruzada. Llegado el Cardenal a Barcelona, y teniendo noticia de la persona de San Raimundo, le tomó por su principal consultor, y ayudador en aquella legacía, compeliéndole por obediencia, a que dejase su quietud, y le acompañase. Lo hizo el Santo con extraña humildad, y raro ejemplo; porque fue siempre a pie con su compañero, y comiendo, lo que hubiera de comer en su refectorio, sin admitir otros regalos. Iba un día, o dos antes que el legado partiese de cada lugar: predicaba la indulgencia al pueblo: oía las confesiones; y disponía la gente con su santidad y prudencia, de manera, que cuando llegaba el legado, hallaba los ánimos de la gente tan bien dispuestos, que lograba, lo quo quería. De aquí quedó el Cardenal Sabino muy aficionado a San Raimundo, y volviendo a Roma, le quiso llevar consigo; mas el Santo con su humildad, y por ser amigo de quietud, se excusó, y pidió, que le dejase en su convento de Barcelona; y así lo hizo: pero dio parte a la santidad del Papa Gregorio, que le había enviado, de los grandes talentos, y excelencias de Raimundo, y de lo mucho que le había ayudado, para despachar bien los negocios, que su Beatitud le había mandado. El Papa por la devoción, que tenía a la Orden de Santo Domingo, y por el deseo de acertar en su gobierno, envió a llamar a Raimundo a Roma, y le hizo capellán, y penitenciario, y confesor suyo. Ejercitando el santo varón el oficio de confesor, se escribe en el libro antiguo de su vida, que imponía, y daba por penitencia al Papa, que con misericordia, y brevedad despachase los pobres, que por diversos negocios venían a la corte, y muchas veces por su pobreza, y necesidad no hallaban, quién los oyese, ni quién los despachase: y que su Santidad, movido de la caridad de su confesor, recibía con devoción esta penitencia, y le ordenaba, que él mismo por sí sin dilación los despachase; y que por esta causa escribiéndole él mismo algunas veces, le llamaba padre de pobres. En otra cosa también gravísima se sirvió el Papa de San Raimundo, y fue en recopilar el libro, que llaman Decretales, con la distinción de títulos, y capítulos, que hoy día tiene, y de que usa la Iglesia, como el mismo Papa Gregorio IX lo dice en el prólogo de este libro: y sin duda fue obra de mucho trabajo para San Raimundo, y utilísima para la república cristiana, para acertar en los pleitos, y juicios de cosas eclesiásticas.
4 Estando San Raimundo en Roma, por muerte del arzobispo Espartago vacó el arzobispado de Tarragona, que entonces era el metropolitano de toda la corona de Aragón: luego se le dio el Papa al bienaventurado Raimundo, y le mandó, que dentro de tantos días le aceptase. Se afligió el Santo sobre manera, y suplicó humilde, e instantemente a su Santidad, que no le echase carga, que él no podía llevar, por ser sobre sus fuerzas; y entendiendo, que el Papa estaba fuerte, y quería, que le aceptase, se congojó tanto, que le sobrevino una recia calentura, que le duró hasta que el Pontífice, compadeciéndose de él, y temiendo, que no se muriese de pura pena, le libró de aquel cuidado; pero quiso, que el mismo P. Fr. Raimundo (ya que él no lo quería ser) nombrase arzobispo de Tarragona, y el bendito varón nombró a don Guillermo de Mongruy, sacristán de la seo de Gerona; y fue elección muy acertada. Después por los muchos y grandes trabajos de oración, estudios y vigilias, cayó el Santo varón en una grave y peligrosa enfermedad, y por consejo de los médicos volvió a los aires naturales, con licencia, y bendición de su Santidad, que más le quería tener ausente vivo; que presente muerto. Salió de Roma tal, cual en ella había entrado, sin oficios, sin beneficios, ni pensiones, y sin que el resplandor de la corte, ni la gracia tan grande del Sumo Pontífice, ni la amistad y favor de los Cardenales, ni la ambición y apetito de subir, y valer, que es tan natural en los hombres, ni las dignidades, que le habían ofrecido, fuesen partes, para trocarle, ni mudarle un pelo de su humildad religiosa, y constante. Hizo su viaje por mar, y desembarcó en un lugar de Cataluña, llamado Tosa, que está en el obispado de Gerona, a dos leguas de Blanes, y diez de Barcelona. Venían en su compañía cuatro frailes: allí tuvo ocasión de ejercitar su caridad y dar muestras de su santidad; porque un hombre del mismo lugar, llamado Barceló de Faro, recogiendo sus mieses, cayó súbitamente en una tan grande enfermedad, que ni podía hablar, ni moverse , y todos le tenían por muerto. Rogaron a San Raimundo, que se compadeciese de aquel pobre hombre, que se moría sin confesión; y él, porque no se perdiese aquella alma, se puso de rodillas en oración, suplicando a nuestro Señor, que le diese la vida, para confesar sus pecados. Le oyó el Señor; porque el enfermo ya casi muerto abrió los ojos, y vuelto en sí se confesó con el mismo santo padre; y luego sin hablar más palabra, murió, y dio su espíritu a su Creador.
5 Llegado a Barcelona, y convalecido de su indisposición, comenzó de nuevo, como si fuera novicio, a hacer una vida muy penitente, y ejemplar: y como era tan grande su doctrina y santidad: de muchas partes concurrían a pedirle consejo en casos muy enmarañados y dificultosos, especialmente, sabiendo, que el Papa le había dado la misma potestad de penitenciario suyo, que tenía en Roma: y aunque él recibía con gran benignidad, y mansedumbre, a todos los que venían a él, y procuraba enviarlos consolados, y aprovechados en sus almas; como no era amigo, de que tanta gente le visitase, e interrumpiese sus santos ejercicios, renunció con mucha humildad la potestad de penitenciario del Papa, reservándose solamente, la que convenía para consuelo de los frailes de su orden, y de la de los menores; que hasta en esto quiso dar muestras del amor, con que abrazaba la sagrada orden de San Francisco, y enseñarnos que todos los religiosos debemos ser de un corazón; pues somos soldados de un mismo Señor. Entonces escribió San Raimundo, a instancia de algunos Obispos, la forma, que se debe guardar en visitar las iglesias, y dio también algunas reglas a los mercaderes, para hacer sustratos sin pecado, y saber, en qué cosas están obligados a restitución. Mas en lo que principalmente se empleaba, era en ser santo, y perfecto, y con su ejemplo mover a todos al amor del Señor. En el tratamiento de su persona era rigurosísimo: todos los días fuera del domingo comía una sola vez con mucha sobriedad y templanza: a las noches se disciplinaba rigurosamente: después de completas, y de maitines visitaba todos los altares de la iglesia, haciendo a cada uno de ellos particular inclinación, y reverencia: su oración era muy continua, y acompañada con lágrimas: asistía a las horas canónicas en el coro con extraordinaria devoción; y en un libro antiguo de su vida escribe, que Dios nuestro Señor le había dado un Ángel tan familiar, que poco antes que en el convento, donde estaba, se tocaba la campana a maitines a la media noche, le despertaba, y le convidaba a orar; y el Santo obedecía al Ángel, y se levantaba, y se iba al coro: después de los maitines, y de su larga y fervorosa oración, dormía un poco, y luego con mucho cuidado se disponía para decir Misa, la cual decía cada día confesándose primero, humilde, y devotamente: y solía decir, que el día, que no decía Misa, por enfermedad, o por otro legitimo impedimento, apenas podía estar alegre, y tener el contento, que en otros días solía tener. Su conversación era muy suave, y abundaba de palabras, y ejemplos de edificación: y ni él murmuraba, ni consintió que otros murmurasen delante de él; antes los detenía con cortesía, y buen término, y volvía por los ausentes.
6 Entre las otras cosas señaladas, que este Santo varón hizo, fue una, el haber ayudado tanto a la institución y fundación de la Orden de Nuestra Señora de la Merced, la cual se fundó en tiempo del rey D. Jaime el Conquistador, por cierta revelación, que el mismo rey, y el bienaventurado padre San Raimundo, y San Pedro Nolasco tuvieron una misma noche, apareciéndoles Nuestra Señora, y declarándoles, cuán agradable servicio se haría a Su Hijo, si se fundaba una orden para redimir cautivos; y confiriendo todos esta revelación, y viniendo bien en ello el Obispo de Barcelona don Berenguer de Palou, y los jurados de aquella ciudad, que tienen nombre de censores, el día de San Lorenzo, que fue el décimo después de la revelación, en la iglesia mayor, que se dice de Santa Cruz, con una devota procesión, estando el rey y toda la ciudad presente, se dio principio a la Orden, y el beato Fr. Raimundo predicó, y dio de su mano el hábito a San Pedro Nolasco, que fue el primer religioso de la nueva Orden de Nuestra Señora de la Merced de redención de cautivos. Después el papa Gregorio, en el octavo año de su pontificado, a 16 de enero, estando en Perosa, la confirmó, que fue el año de 1235, y aún hay algunos que escriben, que el mismo Santo por orden del rey don Jaime, fue a Perosa, para alcanzar del Papa la confirmación; y que la impetró: y aun añaden, que el mismo Santo fue protector de la dicha Orden, mientras que vivió, y que él la favoreció con mucho gusto, por entender, cuántos y cuán grandes provechos había de acarrear a la Iglesia del Señor: y no se engañó, como la experiencia lo ha manifestado; porque además del gran número de cautivos, que estaban en poder de moros, e infieles, y esta sagrada religión ha rescatado; ha habido en ella muchos santos y grandes siervos del Señor, mártires, confesores y prelados: los cuales con su ejemplo y doctrina, y buen gobierno la han ilustrado, y amplificado la Iglesia del Señor; y de todo esto tiene buena parte San Raimundo, como el que también la tuvo en su santa institución.
7 Murió en esta sazón el P. Fr. Jordan, segundo maestro general de la Orden de los Predicadores, que sucedió a su primer instituidor, y padre Santo Domingo: se juntaron los padres de su Orden, para hacer elección de nuevo general, en la ciudad de Bolonia, en el año de 1238: entre los electores había esclarecidos varones en santidad, letras y prudencia, especialmente resplandecía entre los demás Alberto Magno, que era vicario general de la Orden y provincial de Alemania, y Hugo de San Teodorico, provincial de Francia, y otros maestros graves, y muy señalados. Al principio del capítulo general hubo alguna división, y los votos se partieron, y fueron iguales entre Alberto Magno, y Hugo de San Teodorico: después casi milagrosamente, haciéndose más oración delante del altar del bienaventurado padre Santo Domingo, suplicando a nuestro Señor, que les diese luz para acertar, y para nombrar por su cabeza y pastor, al que Su Divina Majestad había ya escogido, y sabía, que imitaría mejor a su padre Santo Domingo, y conservaría su espíritu en la religión; todos de común acuerdo eligieron al bienaventurado Fr. Raimundo; que se estaba en Barcelona muy descuidado de pensar, que tal cosa podía suceder. Pero porque aquellos padres electores sabían la humildad, del que habían elegido, y entendían, no querría aceptar la elección, enviaron de Bolonia a Barcelona cinco padres de los más graves de todo el capítulo, encargándoles, que con todas sus fuerzas le apretasen, y no admitiesen excusa, sino que en todo caso procurasen, que abajase su cerviz, y tomase sobre sí aquel yugo. Los padres vinieron e hicieron su oficio, y San Raimundo se excusó, e hizo todo lo que pudo por no ser maestro general de su Orden; mas al fin entendiendo, que aquella era la Voluntad de Dios, se rindió, y sujetó al parecer de aquellos padres, y a la obediencia de su Orden. Aceptó el cargo; pero no le tuvo más de dos años: en los cuales ordenó algunas cosas de grande importancia para la religión. Puso mucho rigor en la obediencia regular, no solo en las cosas substanciales, sino también en las menores, y de menos importancia, en comparación de las otras: porque, como él solía decir: «Quien en la virtud tiene en poco lo poco; no tendrá en mucho lo mucho.» Puso en orden las constituciones de la religión, en la forma, que ahora las tienen les frailes, con distinciones. Visitó por su persona a pie las provincias, con raro ejemplo de virtud, y grandísima demostración de penitencia y rigor; y hallándose ya viejo, y cargado de enfermedades, renunció el generalato el año de 1240, en el capítulo general, que se tuvo en la misma ciudad de Bolonia: y con esto muy contento, y alegre, se volvió a sus ordinarios, y religiosos ejercicios a su convento de Barcelona, que eran oración, meditación y áspera penitencia, y acudir a los negocios, que los reyes de Aragón, por la notoria santidad de su vida, y eminente doctrina, muchas veces le consultaban, pareciéndoles, y con razón, que siendo guiados por tan buen consejo, no podrían dejar de ser muy acertados. Y no solamente los reyes le ocupaban, sino los Sumos Pontífices le encomendaban muchos negocios tocantes a la sede apostólica, como elegir obispos y abades, examinar algunos prelados, y deponer algunos de los examinados, absolver y excomulgar, y dispensar con irregulares, y otras cosas semejantes: unas veces determinando, lo que se había de hacer; otras cometiéndoselo para que lo ejecutase, si le pareciese, que se debía hacer, dejándolo todo a su juicio, por la grande opinión, que tenían de su santidad, letras y miramiento, en lo que hacía. Con esta mano, que el Santo tuvo con los Papas, y con los reyes de Aragón, procuró, que con autoridad apostólica se instituyese el Oficio de la Santa Inquisición en aquellos reinos, como lo hizo; e Inocencio IV, Papa, que sucedió a Gregorio IX, le cometió en compañía del provincial de la Orden de Santo Domingo en España, la provisión de inquisidores en las tierras, que el rey de Aragón tenía en la provincia Narbonense; y el mismo Santo Fr. Raimundo era, el que más velaba en las cosas de la fe contra los herejes; porque fue gran celador de nuestra santa religión, y muy solícito perseguidor de sus enemigos, y extirpador de todo género de error y herejía. Además de esto, como el rey don Jaime, el Conquistador, le quería tanto, y le reverenciaba, le llevó consigo a las cortes de Monzón, le tuvo por padre y confesor suyo, y conocía, cuán bien le iba con sus consejos, y le envió con otros embajadores al Papa Urbano IV, para tratar un negocio arduo, y de suma importancia.
8 Mas no es justo, que dejemos de tratar muy de propósito, lo que aconteció con el mismo rey don Jaime, el cual, aunque amaba, y respetaba tanto a San Raimundo, como se ha dicho; pero como hombre, y como rey tan poderoso, y que tenía tantas ocasiones para caer, llevando consigo a Mallorca a san Raimundo por guía, y maestro, llevó también secretamente una mujer, con quien tenía mala amistad. Llegado a Mallorca, lo supo el Santo: pidió, y suplicó con grande instancia al rey, que despidiese aquella mujer, y se la quitase de delante; porque de otra manera él no podría servirle. Y aunque el rey le prometió, que lo haría, no lo hizo, vencido de su pasión: porque en vicios tan pegajosos es muy fácil el prometer, y dificultoso el cumplir. Entonces el Santo dijo al rey con rostro algo severo, que él se quería volver a Barcelona; pues su alteza no cumplía, lo que le había prometido. Mucho sintió esto el rey, que Fr. Raimundo, persona tan conocida, y estimada de todos, le dejase, y se partiese de su servicio: porque en ninguna cosa tienen tanto que sentir los reyes, cuanto, en que tales hombres les falten, y los dejen: y así mandó a todos los patronos de los navíos, so pena de la vida, que ninguno de ellos le admitiese en su navío, ni lo pasase a España. El Santo, sin saber este mandato del rey, una noche después de maitines, tomando la bendición del prior de su convento, se fue al puerto de la ciudad de Mallorca, para embarcarse con su compañero en un navío, que estaba aprestado para Barcelona: y como no le quisiesen admitir, ni en él, ni en otros, por miedo del rey; se fue al puerto de Soller, distante tres leguas de la ciudad, donde halló tres barcos cargados de duraznos, que se hacían a la vela para Barcelona: rogó a los marineros, que le llevasen; y no se atrevieron. Entonces tomando de la capa a su compañero, se fue a unas rocas, que estaban más adentro del mar, y le dijo: Ahora veréis, como el Rey Eterno nos proveerá de muy buen barco. Diciendo esto, se quitó la capa, y la echó al agua muy tendida: y tomando el bordón en la mano, y haciendo la Señal de la Cruz, entró, y se puso sobre ella, como si entrara en algún barco, y aun con más seguridad, y quietud. Hincó el bordón en medio, y llamó a su compañero, para que santiguándose entrase también. El compañero, atónito de lo que el Santo hacía, no se atrevió; y así se quedó en tierra, y el Santo levantó en alto la mitad de la capa a modo de vela, e hincándola en lo más alto del bordón, como en árbol de nave, luego sopló un aire delgado y suave, y San Raimundo comenzó a navegar, mirándose unos a otros, los que estaban presentes, y como fuera de sí; y el mismo día, que partió de Mallorca, en espacio de seis horas llegó a Barcelona, que es viaje de ciento y sesenta millas, o de cincuenta y tres leguas, y saltando de la capa en tierra, como de un barco, la tomó, y se la vistió, tan enjuta, como si la sacara de alguna arca, y con su bordón en la mano se fue derecho a su convento, y hallándole cerrado, entró en él, sin que nadie le abriese la puerta, añadiendo Dios un milagro a otro milagro. En entrando se fue humildemente al prior, y tomó su bendición, y se sentó con los otros a comer de la miseria, que comían. Se supo este prodigio tan estupendo en la ciudad de Barcelona; porque mucha gente principal estaba presente, cuando desembarcó el Santo, y le acompañaron a su convento, y todos quedaron asombrados, y alabaron al Señor, obrador de tantas maravillas.
El mismo rey don Jaime, cuando supo, cómo se había embarcado en el puerto de Soller, vino a él, y vio el mismo lugar, y se arrepintió de su pecado, y dejó aquella mujer, y de allí adelante vivió bien, y comenzó a respetar más al Santo, y mirarle como a hombre venido del cielo; y con los mismos ojos le miraban los demás. Por este milagro, y por otros, que en vida hizo San Raimundo, fue tenido en suma veneración, y alcanzó mucha mayor autoridad con los Papas, y con los reyes de Aragón, y con los mismos reinos: y como él era tan santo, y tan encendido en el Amor de Dios, y celoso de Su honra, no se aprovechaba de esta autoridad para alguna cosa suya temporal, sino para amplificar la gloria de Dios y el bien de las almas. Tuvo una revelación, de lo mucho que Dios nuestro Señor se quería servir de sus santos hermanos, y compañeros de la Orden de Santo Domingo, para la conversión de los infieles, moros, y judíos, que había en aquella sazón en España, y en África, e hizo hacer dos estudios, de hebreo, y arábigo, uno en Túnez, y otro en Murcia, para que en ellos algunos religiosos de su Orden, aprendiendo aquellas lenguas, pudiesen predicar a los judíos, y moros, como lo hicieron, y convirtieron más de diez mil moros, y se divulgó la fe de Cristo a los de aquella nación: y el Papa Alejandro IV, el segundo año de su pontificado, que fue el de 1256, por una bula suya, mandó al provincial de España, que enviase frailes a tierra de infieles, para predicarles el santo Evangelio, dando grandes poderes, a los que fuesen a tan gloriosa empresa, de lo cual se siguió copiosísimo fruto, y muchos de los infieles, que estaban ciegos, y vivían en la sombra de la muerte, alumbrados con la luz del cielo, conocieron, y abrazaron a Jesucristo por su Redentor, y Señor: y el Santo Raimundo tenía gran cuenta de recogerlos, y ampararlos, y con las limosnas, que le daban para esto los reyes, y prelados, sustentarlos, y confirmarlos en la santa fe católica, que habían recibido: y para que más fácilmente los letrados de sus sectas se convirtiesen, rogó a Santo Tomás de Aquino, que escribiese un libro contra los errores de ellos, y el angélico doctor lo hizo, y escribió el libro contra los gentiles, que es tan docto, y tan admirable.
9 En éstas, y en semejantes cosas, todas encaminadas al servicio de Dios nuestro Señor, se ocupó San Raimundo treinta y cinco años, que vivió, después que dejó el cargo de maestro general de su Orden; y toda su larga vida no fue sino aparejarse para bien morir.
10 Llegó a la edad decrépita; y siendo ya muy viejo, le dio una enfermedad, en la cual los reyes de Castilla, y de Aragón, le visitaban con mucha ternura, y reverencia, y agravándosele la enfermedad, a los 6 de enero del año 1275, el día de los Reyes, cerca de las seis horas de la mañana, estando presentes, y orando, y llorando los religiosos de su convento, entregó su espíritu al Señor, que para tanta gloria Suya, y bien de Su Iglesia le había creado. Se hallaron presentes a su entierro el rey de Castilla don Alonso, y su hermano don Fernando, y su hijo don Sancho, y dos infantes menores, y el rey don Jaime de Aragón, y el infante don Jaime, su hijo, y los Obispos de Cuenca, de Barcelona, y de Huesca, y otros muchos prelados, y señores, y toda la nobleza de aquella clarísima ciudad, y de las cortes de los reyes. Murió de edad de casi cien años: porque nació el año de 1175, según lo que se dice en el sumario de la relación, que se hizo para la canonización del Santo en Roma; y esto es, lo que comúnmente se escribe. Verdad es, que el P. Fr. Francisco Diago, de la Orden de Santo Domingo, dice, que nació el año de 1186, y murió de ochenta y nueve. Hizo nuestro Señor muchos milagros por San Raimundo en vida, y en muerte. En el proceso de su canonización ponen tres, que hizo en vida: el primero es de aquel hombre, que en el puerto de Tosa estaba sin habla, y sin sentido, y como muerto; y por las oraciones del Santo volvió en sí, y se confesó con él, como arriba queda referido: el segundo es la navegación, que hizo sobre su capa, por el mar, de Mallorca a Barcelona, con tanta brevedad, y seguridad, como se ha dicho: el tercero, de un fraile de su Orden, el cual, siendo gravemente tentado, y afligido de los estímulos de la carne, suplicó a nuestro Señor, que por los merecimientos de Raimundo le librase; y diciendo el Santo Misa, vio entre sus manos un niño hermosísimo, y con esta visión, quedó libre de aquellas tentaciones, que tanto lo apretaban.
11 Después de muerto, en el sumario del proceso de su canonización se cuentan otros ocho milagros: de un caballero criado del rey de Aragón, el cual, estando lleno de lepra, sanó: de una niña de edad de cuatro años, que muerta resucitó: de otra mujer, que estando con grandísimos dolores de parto tres días, y tres noches, sin poder parir, parió un hijo por las oraciones del Santo: otro mozo, estando para morir, o casi muerto, cobró la salud: otro apestado se encomendó al Santo, y él le apareció, y le tocó, y quedó sano: de otra mujer se escribe, que habiendo echado gran copia de sangre por la boca, se la restañó, y vivió, bebiendo un poco de agua con unos polvos del sepulcro de San Raimundo: y no es el menor de sus milagros, que del sepulcro, donde su sagrado cuerpo la primera vez fue depositado, manan continuamente unos polvos, que tomándolos con un poco de agua los enfermos, sanan calenturas, y otras dolencias: el que sucedió el año 1596, a 4 de abril, que el Arzobispo de Tarragona, y los Obispos de Barcelona, y de Vique, comisarios apostólicos, abrieron su sepulcro, del cual salió un olor suavísimo, y celestial, el que muchos sintieron; y un hombre, que por espacio de diez y ocho años había perdido el olfato, con el olor del sagrado cuerpo le cobró. Estos milagros se refieren en el proceso de la canonización, como dijimos; pero otros muchos no menos maravillosos escriben los autores de su vida, a los cuales remito al lector: y Fr. Lorenzo Alberto, de la Orden de Santo Domingo, dice, haber leído, que resucitó cuarenta muertos.
12 Por los milagros, que el Señor obró por San Raimundo, y por su santísima vida, en un concilio de Obispos, que se hizo en la ciudad de Tarragona el año de 1279, se suplicó a Nicolao III, Sumo Pontífice, que le canonizase; y la misma instancia hicieron con Bonifacio Papa VIII diez conventos de la orden de predicadores, el año de 1298, intercediendo por la misma canonización: y los reyes, y reinos de Aragón, y el principado de Cataluña, muchas veces pidieron lo mismo; y por varios impedimentos no tuvieron efecto sus ruegos, hasta que el Papa Paulo III, a 3 de junio, el octavo año de su pontificado, que fue el del Señor de 1542, dio licencia, para hacer cada año oficio solemne, y celebrar su fiesta a los 7 de enero, un día después de su fallecimiento, en la provincia de Aragón de su orden, aprobando el oficio, que del Santo se canta, y compuso Fr. Jacobo. Ferrante, de nación turco, y en religión hombre raro, que por sus buenas partes fue provincial de su Orden en aquella provincia: y finalmente, el año pasado de 1601, la santidad de Clemente VIII, a los 29 de abril, día de San Pedro Mártir, le canonizó, y puso en el catálogo de los Santos con grande aparato, y solemnidad, suplicándoselo el rey don Felipe el III, y la ciudad de Barcelona con el principado de Cataluña.
13 La vida de San Raimundo escribió Fr. Leandro Alberto, de su Orden, y la trae el P. Fr. Lorenzo Surio en su primer tomo, y el P. M. Fr. Hernando del Castillo, en el segundo libro do la historia de su Orden, capítulo 16, 17 y 18. También la recopiló brevemente el doctor Francisco Peña, auditor de Rota, que intervino en su canonización; y más copiosamente el P. Fr. Francisco Diago, de su misma Orden, en la historia, que escribió de la provincia de Aragón, de la Orden de Predicadores, año de 1599; en el libro II, capítulo 7, hasta el 28. Hacen asimismo mención de San Raimundo Pedro Marcillo en su historia, y Gerónimo Zurita, en el tercer libro de sus anales, capítulo 60, y 94.
No hay comentarios:
Publicar un comentario