miércoles, 23 de enero de 2019

23 de Enero: San Ildefonso, Arzobispo de Toledo, y Confesor (607-667)

Tomado de La Leyenda de Oro para cada Día del Año – Vidas de Todos los Santos que venera la Iglesia – Madrid–Barcelona 1844 – Tomo I, Enero, Día 23, Página 198.


San Ildefonso, Arzobispo de Toledo, y Confesor

El glorioso San Ildefonso, arzobispo de Toledo, espejo de santos prelados, gloria de su iglesia, ornamento de su patria, y devotísimo capellán de la Virgen nuestra Señora, nació en la ciudad de Toledo, en las casas de Esteban Illan, que después fueron de los condes de Orgaz, y ahora son de los padres de la Compañía de Jesús. Su padre se llamaba Esteban, y su madre Lucía, personas por sangre ilustres, y esclarecidas por sus obras, y piedad. Habían vivido estos caballeros muchos años en matrimonio sin tener hijos: y con el deseo de tener sucesor, a quien pudiesen dejar sus muchas riquezas, sabiendo, que Dios es, el que da los hijos, y el que los quita, comenzaron a hacer muchas oraciones, limosnas, y buenas obras, suplicando a nuestro Señor, que les diese, lo que tanto deseaban. Tomaron por especial Abogada, o Intercesora de esta su petición a la Virgen nuestra Señora, a quien Lucía prometió, que si Dios, como esperaba, le daba un hijo varón, ella se le ofrecería y procuraría con todas sus fuerzas, que fuese su capellán. Les concedió el Señor, lo que con tanta instancia le pedían: aunque algunas veces no lo concede; porque no les conviene, a los que lo piden, y dio a Esteban, y a Lucía un hijo, y tal hijo. Nació Ildefonso para tanta gloria de Dios, y bien del mundo, y honra de su iglesia, y de su patria. Le criaron con gran cuidado, como a hijo de oraciones, y de lágrimas; y la madre Lucía se esmeraba más en su crianza, por tenerle ofrecido a nuestra Señora, y porque el niño luego dio muestras, de lo que había de ser, y de su grande ingenio, y buena inclinación. Le enseñaron las primeras letras, y le instruyeron en santas, y loables costumbres, hasta que habiendo ya crecido, y aprendido, lo que era necesario para pasar a las ciencias mayores, le enviaron sus padres a san Isidoro, arzobispo de Sevilla, el cual en aquel tiempo era tenido por un oráculo de sabiduría, y por un vivo ejemplo de santidad; para que de tal maestro aprendiese, así las letras humanas, y divinas, como principalmente el amor, y temor santo del Señor.
Tenía el bienaventurado prelado colegios, en que se enseñaban las ciencias a los mozos, y las virtudes, con que deben agradar a Dios, tomando el santo arzobispo el cuidado, y trabajo de enseñar, y de velar sobre los otros maestros, y sobre los discípulos, por el gran bien, que de aquella doctrina, y honesta institución se seguía a la república. Le enviaban los caballeros, y los señores sus hijos, para que de su mano los cultivase con la doctrina, y los ajustase a la Ley de Dios; y así salieron de aquella escuela varones santos, y doctos, entre los cuales fue uno San Ildefonso: el cual después de haber estado doce años en Sevilla, debajo de la disciplina, y enseñanza de su maestro San Isidoro, siendo ya docto, y bien ejercitado en la filosofía, y en las sagradas Letras, volvió a Toledo, donde fue recibido con gran contentamiento, y alegría de sus padres, y de todo el pueblo, que le amaba, estimaba, y honraba por sus grandes virtudes, y rara sabiduría. Venia él ya herido de Dios, y muy puesto en dar libelo de repudio a todas las cosas del siglo, y entregarse muy de veras al servicio del Señor; pero aunque había tenido mucho antes este intento, no le había puesto en ejecución, no por dilatar la inspiración del Señor, sino por ejecutarla mejor, y por habilitarse más con las ciencias, para lo que pretendía. Mas ahora quiso poner por obra este su deseo, y determinó tomar el hábito en el monasterio Agaliense, que a la sazón con título de San Cosme, y San Damián, o como otros dicen, y es más probable, de San Julián, florecía en Toledo con fama de gran santidad; y habiéndose hurtado a sus padres, se partió secretamente para el monasterio. Cuando su padre le echó menos, luego entendió, lo que podía ser, y acompañado de criados, y gente armada se fue tras el Santo hijo, el cual viendo de lejos a su padre, sin ser visto de él, se escondió tras un soto espeso, hasta que habiendo pasado el padre, y llegado al monasterio, y buscándole, no le halló; y sabido por cosa cierta, que no había ido a aquella casa, se volvió a la suya muy desconsolado, y afligido: y con esto San Ildefonso pudo muy a su salvo ir al monasterio a tomar el hábito de monje, sin estorbo.
No es maravilla, que Esteban tuviese aquel sentimiento; porque era padre de la carne de su único hijo, y de hijo, que tantas lágrimas, y oraciones le había costado; y porque pensaba, que había de ser el báculo de su vejez, y su sucesor, y el amparo, y honra de su casa, por las grandes esperanzas, que sus muchas partes le prometían: pero no consideraba, cuánta mayor gloria había de tener su hijo, y su misma casa, estando Ildefonso en la de Dios, vestido del hábito de monje, y con el adorno de Su gracia, desnudo ya de la vanidad del mundo, y de los cuidados, que ella trae consigo.
Pensaba el padre, como lo piensan muchos, que por hacerse su hijo religioso, le perdía; y no sabía, que le ganaba más: creía, que su casa, faltando aquel pilar, caería; y no entendía, que entonces de veras se fundaba, y que Ildefonso la había de sustentar, y perpetuar en el mundo, no con la herencia, y rentas de sus padres, sino con sus oraciones, y merecimientos. Mejor entendió esto la buena madre Lucía, la cual acordándose, que su hijo era hijo de oraciones, y que ella se le había ofrecido a nuestra Señora, desde que estaba en sus entrañas, tuvo escrúpulo de estorbar al santo mozo, y quitar a Dios lo que tantas veces le había ofrecido. Se fue al monasterio: habló a su hijo: alabó, lo que había hecho: le rogó, que lo llevase delante, y que perseverase, en lo que había comenzado: le dio los documentos, y avisos, que supo, para que su vida fuese conforme al hábito, que tomaba, y agradable al Señor, que le llamaba, y a los otros monjes, con quienes había de vivir; y sobre todo le rogó, y encargó mucho, que fuese muy devoto, y perpetuo capellán de la Reina del Cielo nuestra Señora: y despidiéndose de su hijo con muchas, y tiernas lágrimas de contentamiento, y gozo, se volvió a su casa, y persuadió a su marido, que tuviese a bien, lo que había hecho su hijo, y se acordase, que no le daban, sino que le volvían a Dios; y el padre se aplacó, y de buena gana ofreció a Dios el sacrificio de su hijo. ¿Cuánto vale una buena madre? ¿Cuánto pudo la piedad, y el temor santo del Señor en el pecho de Lucía? ¿Cuántas veces parió a Ildefonso en carne, y en espíritu? Ella le alcanzó con sus oraciones de Dios: ella le ofreció por capellán a nuestra Señora: ella le crió para santo: ella le animó, y esforzó, para que lo fuese; y sin tener cuenta consigo, se privó de su gusto, y regalo, por hacerle siervo del Señor: el cual le pagó muy por entero este servicio; porque luego que tomó Ildefonso el hábito, comenzó a dar muestras, de lo que era, y que las grandes mercedes, que el Señor había hecho a aquel monasterio Agaliense, por habérsele dado por hijo, y morador. Era maravillosa su obediencia, su honestidad, su oración, su modestia, su afabilidad, su paciencia, el menosprecio del mundo, el amor de Dios, el continuo estudio de las divinas Letras; de manera, que los otros monjes le miraban como a un hombre venido del cielo. En esta sazón fue ordenado de levita, o diácono, como el mismo santo escribe, por San Heladio, arzobispo de Toledo; y habiendo en breve muerto Adeodato, su abad, los monjes sin dificultad le eligieron por su padre, y prelado, juzgando, que ninguno podía mejor henchir aquel lugar, y gobernar la casa, que Ildefonso: el cual fue forzado, aunque contra su voluntad, a aceptar el cargo, y administrarle algunos años, a gran gloria del Señor, y beneficio de su religión, y edificación, y admiración de toda la ciudad de Toledo. Murieron en esta sazón sus padres, y le dejaron su hacienda, de la cual el santo abad fundó un monasterio de monjas en un heredamiento, llamado Debiense. Estando, pues, ocupado en el gobierno de su casa, con tan grande loa, y aprovechamiento, como hemos dicho, sucedió asimismo la muerte del arzobispo de Toledo San Eugenio, tercero de este nombre, que había sucedido a Heladio, y según algunos dicen, fue deudo de San Ildefonso, y le había enseñado las primeras letras, antes de ser arzobispo; y luego pusieron todos los ojos en San Ildefonso, para hacerle sucesor de Eugenio, por las grandes partes, con que resplandecía, y sobrepujaba a los demás. Se inclinó el rey Recisvinto, el clero, y el pueblo con extraordinaria conformidad a esta elección, juzgando, que no había en el reino persona tan digna de aquella silla, y alta dignidad, como Ildefonso; mas él lloraba, y gemía, considerando el peso, que lo ofrecían, como quien sabía, lo que era, y las pocas fuerzas, que a su parecer tenía para llevarle; y por eso le rehusaba, y por no caer con la carga, y dar cuenta a Dios de haberla tomado. Pero fue tanta la instancia, que le hicieron, y la batería, que por todas partes le dieron, para que la aceptase, que no pudo defenderse, ni resistir a la Voluntad del Señor, que le llamaba. Aceptó la dignidad, y aquella hacha encendida, que estaba en el rincón de su monasterio, fue puesta sobre el candelero de la santa iglesia de Toledo, para que esparciese los rayos esclarecidos de su luz, no solamente por toda la ciudad, y arzobispado, sino por toda España, y por las más remotas partes del mundo. Era en el temor de Dios recatado, con la compunción recogido, y compuesto con la devoción. Su aspecto era grave con blandura, y blando con gravedad: su honestidad componía a los que le miraban: su paciencia, y mansedumbre amansaba a los coléricos, y mal sufridos: su sabiduría era admirable, y su agudeza en el disputar, excelente; y tan elegante, y copiosa su manera de decir, que más parecía divina, que humana; y por esto le llamaron Crisóstomo, que quiere decir Boca de oro. Pues, ¿qué diré de la misericordia, y liberalidad para con los pobres? Hoy día hay en la santa iglesia de Toledo memoria de ella, donde cada día se da de comer a treinta pobres, veinte hombres, y diez mujeres, suficientemente, por institución de este santo prelado; y el preste, que cada día dice Misa en el altar mayor, viene a echar la bendición a la mesa de los pobres, antes que coman: y esto hace hasta el mismo arzobispo de Toledo, cuando dice la Misa, para autorizar más aquella obra de caridad, y celebrar la memoria de San Ildefonso, que la instituyó.
5 Pero aunque San Ildefonso fue admirable en todas sus obras; en lo que más se esmeró, fue en la devoción de nuestra Señora, que se le había pegado en las entrañas de su madre, y en defender Su virginal Pureza; porque en su tiempo vinieron a España tres herejes de la Galia gótica, y comenzaron a sembrar desvergonzadamente blasfemias contra la Madre de Dios, y a publicar, que no había sido perpetuamente Virgen , y a renovar la herejía de Helvidio, contra el cual escribió San Jerónimo, deshaciendo con la luz de la verdad las tinieblas, y engaños de aquel desventurado, y desatinado hereje: a cuya imitación nuestro Ildefonso, a quien con mucha razón llamaron áncora de la Fe, tomó la mano, y salió al encuentro a los enemigos, y los convenció en pública disputa, y escribió un libro maravilloso, y divino contra ellos, y los desterró de toda España, volviendo por la honra de su Señora; y con esto aquella tempestad se sosegó, y San Ildefonso quedó victorioso, y triunfante. Fue tan agradable a la Reina de los Ángeles, este trabajo de este celoso capellán, que luego se lo quiso agradecer, y mostrarnos, con cuán larga mano paga el Señor los servicios, que le hacemos, por pequeños que sean: porque viniendo el día de la fiesta de Santa Leocadia, fueron el rey Recisvinto con su corte, y San Ildefonso con su clero a la iglesia, donde la Santa estaba sepultada, para celebrarla solemnemente; y estando San Ildefonso de rodillas, haciendo oración junto al sepulcro de la virgen, se comenzó a levantar de suyo la piedra, que le cubría, que era tan grande, y tan pesada, que Cixila, arzobispo de Toledo, que lo escribe, dice, que treinta hombres robustos no la pudieran alzar; y luego salió la misma virgen, después además de trescientos años, que allí estaba, y tendiendo su mano, tocó la de San Ildefonso, y le habló de esta manera: «Oh, Ildefonso, por ti vive la gloría de mi Señora.» Quedaron todos despavoridos por la novedad de este milagro: sólo Ildefonso no temía; antes con la confianza, que le daba el mismo Señor, que enviaba a la santa virgen para honrarle, y regalarle, le dijo: «Virgen gloriosa, y digna de reinar con Dios en el cielo, pues por Su Amor menospreciaste, y diste la vida: dichosa fue esta ciudad; pues naciste en ella, y la consagraste con tu muerte, y ahora con tu presencia la consuelas. Vuelve, Señora, los ojos desde el cielo sobre ella: ampara con tu intercesión a tus naturales, y al rey, que con tanta devoción celebra tu fiesta.» Oídas estas palabras, comenzó la virgen a retirarse, y a encerrarse en su sepultura; pero San Ildefonso, con un cuchillo, que le dio el rey, cortó un pedazo del velo bendito, con que la virgen venía cubierta, para que quedase memoria de tan ilustre milagro, y toda la ciudad consolada, con tener, como tiene, aquel celestial tesoro.
Muy glorioso quedó el santo prelado con tan maravillosa vista, y tan ilustro testimonio de lo mucho que se había agradado la Virgen nuestra Señora de su servicio: mas no se contentó Ella con haber hecho este favor tan singular a Su capellán, y defensor; antes le hizo otro mayor, añadiendo gracias a gracias, y mercedes a mercedes; y no ya por una sierva Suya, sino por Sí Misma quiso honrar a Ildefonso, y sublimarle, y mostrarle, cuán acepto le había sido el trabajo, que había tomado para defensa de Su virginidad gloriosa: porque llegándose la fiesta de la Anunciación de nuestra Señora, que a los 18 de diciembre se había de celebrar en la santa iglesia de Toledo, por ordenación del deceno concilio toledano, y San Ildefonso con ayunos, vigilias y oraciones se había apercibido para celebrarla con mayor solemnidad; la noche de antes de la fiesta, yendo a maitines, y llevando consigo el libro, que había compuesto contra los herejes, de la Perpetua Virginidad de nuestra Señora, como dijimos; queriendo entrar en la santa iglesia con la gente, que le acompañaba, hallaron la iglesia tan resplandeciente, y con una claridad tan celestial y divina, que no pudiéndola sufrir los ojos flacos, de los que iban con el Santo, volvieron atrás, y echaron a huir y le dejaron solo. Mas San Ildefonso, como tenía mejor vista, y los ojos del alma más claros, y despiertos, no se espantó, ni turbó; antes entró en la iglesia, y se puso a hacer oración delante del altar, como solía, y alzando los ojos, vio a la Santísima Virgen, acompañada de Coros de Ángeles y vírgenes del cielo, sentada en la cátedra, de donde él solía predicar al pueblo. No se pueden explicar, ni comprender los afectos, y movimientos interiores que esta vista causó en el pecho de Ildefonso: estaba atónito por la novedad, confuso por el conocimiento de su vileza, temeroso por la reverencia de tan soberana Majestad, rico con tal tesoro, regalado con tal favor; y su espíritu luchaba consigo mismo, no sabiendo, lo que había de hacer, o mirar a sí, o mirar a la Virgen: encogerse y retirarse, o adelantarse y acercarse más. Ea, pues, oh Santo bendito, dejad esta duda, y no temáis: mirad, que esta Virgen, aunque es Madre de Dios, también es Abogada de pecadores, y con ser Reina de los Ángeles, graciosamente se entretiene con los hombres, y del Cielo ha bajado ahora al suelo para honraros a vos, y consagrar vuestra iglesia, y ennoblecer vuestra ciudad, y perpetuar vuestra memoria por todo el mundo. La misma Virgen dio esfuerzo al Santo, y le habló, y dijo estas palabras: «Porque guardaste tu virginidad, y defendiste la Mía con limpieza de corazón, y fe fervorosa, y amor entrañable; Yo te honraré hoy con un don del tesoro celestial, y de Mi mano te adornaré de esta vestidura gloriosa, para que uses de ella en Mis festividades:» y diciendo esto, le echó una casulla, que traía en las manos, y comenzó a desaparecer toda aquella visión celestial, quedando el templo lleno de una suavísima e inefable fragancia. Los clérigos, que después entraron en el templo, hallaron al Santo Pontífice postrado, y adornado con el don del cielo, que por tal Mano había recibido, y tan lleno de dulzura y gozo incomparable, que no podía, ni sabía hablar. Y puesto caso que todos hasta aquí respetaban a Ildefonso como a Santo; de aquí adelante le miraban como a varón celestial, y tan favorecido de Dios, y privado de su muy bendita Madre, obedeciendo a sus mandamientos, tomando sus consejos, aprovechándose de su doctrina, admirándose de sus virtudes, y rindiéndose en un todo a su voluntad: y así gobernó su silla el santo pastor nueve años y dos meses, con admirable ejemplo y aprovechamiento de sus ovejas.
Murió, siendo casi de edad de setenta años, a los 23 días de enero, a los diez y ocho años cumplidos del reinado de Recisvinto. Su cuerpo fue sepultado en el templo de Santa Leocadia, a los pies de San Eugenio, su predecesor, y después en la destrucción de España fue llevado por los cristianos a Zamora, donde es reverenciado con gran devoción de toda aquella ciudad, la cual recibe muchas mercedes del Señor por la intercesión de San Ildefonso. Escribió este santo prelado y doctor, muchas y muy provechosas obras, en las cuales, aunque muestra su grande ingenio y erudición, mucho más resplandece su santidad, y una ternura, devoción, y afecto entrañable, con que habla con Dios, y de Dios, especialmente cuando trata de la Sacratísima Virgen su Madre; nuestra Señora, que entonces parece, que extiende las velas de su devoción, y se deja llevar con el viento fresco del espíritu del cielo, que le guiaba. El catálogo de las obras pone San Julián, arzobispo de Toledo, en la vida, que escribió de San Ildefonso, y le trae el cardenal Baronio y otros autores, que asimismo escribieron la vida de este Santo.
7 Algunos dicen, que San Ildefonso nació el año de 607; y otros el de 609: algunos, que fue hecho arzobispo el de 662, como el cardenal Baronio en las anotaciones sobre el Martirologio: mas en el tomo 8º de sus anales pone la muerte de San Ildefonso en el año de 667, que contradice al haber sido hecho arzobispo el de 662; porque habiendo sido arzobispo nueve años y dos meses había de morir el año 671: otros el de 656 o 660: y así el año de su muerte ha de ser diverso; pero todos concuerdan, en que fue arzobispo nueve años y dos meses.

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