Tomado del Año Cristiano o Ejercicios Devotos para Todos los Días del Año. Madrid, 1780. Enero. Día 6. Página 72.
La Epifanía, por otro nombre Los Reyes |
La Epifanía, por otro nombre, los Reyes.
La Epifanía, que significa aparición, o manifestación del Salvador en el mundo, siempre fue reputada por una de las fiestas más célebres, y más solemnes en la Iglesia de Dios, ya sea por los tres misterios que se comprenden en esta solemnidad, ya sea porque se considere como fiesta peculiar de la vocación de los Gentiles a la Fe.
Tres misterios se celebran en una sola fiesta, por ser tradición antiquísima que sucedieron en un mismo día, aunque no en un mismo año: la Adoración de los Reyes, el Bautismo de Cristo por San Juan, y el primer milagro que hizo Jesucristo en las bodas de Caná de Galilea. Esta palabra Griega Epifanía, que significa aparición y o manifestación, conviene perfectamente a todos tres misterios. Se manifestó el Señor a los Magos, cuando por medio de la estrella milagrosa le vinieron a reconocer por su Rey, por su Dios, por su Salvador, y de todo el género humano. Se manifestó su Divinidad en el Bautismo, por medio de aquella voz del Cielo que la declaró. Y se manifestó su omnipotencia en el primer milagro que hizo. Por haber sido estos los principales medios de que Dios se valió para manifestar en la tierra la gloria de su Hijo, los comprende todos la Santa Iglesia en el nombre de Epifanía, aunque sola la Adoración de los Reyes es como el principal objeto del oficio de la Misa, y de la solemnidad presente.
Es muy probable que en el mismo punto en que los Ángeles estaban anunciando a los Pastores el nacimiento del Mesías en Judea, la nueva estrella le anunciaba también en el Oriente. Fue sin duda observada de otros muchos, porque su extraordinario resplandor, y la irregularidad de su curso la hacía distinguir entre todas las demás: pero solamente los Magos, ilustrados de lumbre superior, conocieron lo que significaba aquel fenómeno, y ni un momento dudaron en ir a buscar al que anunciaba la estrella.
Los Orientales llamaban Magos a sus Doctores, como los Hebreos los llamaban Escribas, los Egipcios Profetas, los Griegos Filósofos, los Latinos Sabios: y esta palabra Mago en lengua Persa también significa Sacerdote. En todas partes los respetaban sumamente los Pueblos, teniéndolos como por depositarios de la ciencia, y de la Religión. La Iglesia da el nombre de Reyes a estos tres hombres ilustres; fundada en aquellas palabras de David: Los Reyes de Tarsis, y de las Islas; los Reyes de Arabia y de Sabá vendrán a ofrecerle dones, en prendas de su veneración, de su fidelidad, y de su obediencia. También se funda en una tradición tan antigua, que no es fácil encontrarla principio, hallándose pinturas antiquísimas, que los representan personas coronadas con todas las insignias de la Majestad. Se añade a esto el testimonio de los Padres más célebres de la Iglesia, como Tertuliano, San Cipriano, San Hilario, San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Isidoro, el Venerable Beda, Teofilacto, y otros muchos. Es cierto, que las Naciones Orientales, cuando los Reinos eran electivos, escogían Reyes entre los Filósofos; y si eran hereditarios, procuraban instruir en las ciencias a los Príncipes, de manera, que pudiesen merecer el título de Sabios. Así lo observa Platón, tratando de la educación de los Príncipes de Persia; añadiendo que sobre todo la Astronomía era estimada, como la ciencia más digna de los Soberanos.
Habiendo, pues, observado estos tres Monarcas, a quienes algunos llaman Gaspar, Baltasar, y Melchor, el día 25 de Diciembre una estrella más brillante que las ordinarias, juzgaron que era aquella estrella de Jacob, anunciada por el Profeta Balán (cuyas profecías tenían bien estudiadas) como señal de un Rey que había de nacer para la salud de todo el género humano. Alumbrados al mismo tiempo con una luz interior, por la cual conocieron que aquel astro los serviría de guía para encontrar al Mesías, tomaron el camino de Judea, donde sabían por la tradición que había de nacer aquel Rey tan deseado de todas las Naciones. El Evangelista solamente nos previene que vinieron del Oriente, esto es, de un País que era Oriental respecto de Jerusalén, y de Belén. La opinión más verosímil es, que vinieron de la Arabia feliz, habitada por los hijos que Abrahán tuvo en Cetura su segunda mujer; es a saber por Jectan, padre de Sabá, y por Madián, padre de Ephá. Esto lo tenía pronosticado David bien claramente, cuando dijo que el Mesías sería adorado por el Rey de los Árabes, y de Sabá, quien le ofrecería oro de Arabia. Y el Profeta Isaías había anunciado lo mismo, diciendo que vendrían de Madián, y de Ephá sobre camellos, como también de Sabá para reconocerle, ofreciéndole incienso, y oro, y publicando en todas partes sus alabanzas. No favorecen poco esta opinión las especies de dones que le ofrecieron: porque el oro, el incienso, y la mirra nacen principalmente en la Arabia. Fueron guiados los Magos por la estrella durante todo el viaje, que fue de doce días, o cerca de ellos. Les servía de guía este luminoso astro, no de otra manera que la columna de fuego iba conduciendo a los Israelitas por el desierto cuando salieron de la esclavitud de Egipto para la tierra de promisión; pero cuando los Reyes se acercaron a Jerusalén desapareció la estrella. Por eso entraron en aquella Corte preguntando por el nuevo Rey, cuyo nacimiento les había anunciado la estrella en el Oriente. Fue grande la conmoción que causó ver a unos hombres de aquel carácter, que venían de País tan distante, preguntando por un nuevo Rey de los Judíos, a quien los mismos Judíos no conocían, ignorando del todo su nacimiento. Pero el que más se asustó, fue el Rey Herodes, que quiso verlos para informarse menudamente del motivo de su viaje.
Celoso de su dignidad, y temiendo perder la corona, que indignamente poseía, mandó al punto que concurriesen a Palacio todos los Sacerdotes, y Escribas de la Ley: eso es, los que tenían obligación de explicar al Pueblo las Divinas Escrituras, cuidando que fuesen bien entendidas, y que no se introdujese algún error contrario a su verdadero sentido.
Bien conocía que un Rey, cuyo nacimiento anunciaba el Cielo con señas tan especiales no podía ser otro que el Mesías: y así la pregunta que hizo a la Junta, la limitó a estos precisos términos. Decidme: ¿dónde ha de nacer el Salvador? Todos a una voz respondieron que en Belén, pueblo humilde de la Tribu de Judá, según la profecía de Miqueas, cuando asegura que la desconocida aldea de Belén, no obstante su pequeñez, tendría la gloria, de que carecerían las Ciudades más ilustres, de dar un Príncipe, y un Capitán General a todo el Pueblo de Israel. No fue menester más para llenar de turbación el ánimo, y el corazón de aquel ambiciosísimo Príncipe, cuya crueldad era igual a su ambición.
Había ya resuelto deshacerse de aquel Niño; y llamando aparte a los Magos, les hizo cien cavilosas preguntas. Sobre todo se informó exactamente de ellos del tiempo en que les había aparecido la estrella, y reconociendo al mismo tiempo su piedad, y su desconfianza, afectó aprobarles mucho su devoción, y los exhortó a que prosiguiesen su viaje. Id, les dijo, id en buen hora a Belén, donde ha de nacer ese Rey prometido, y ese Libertador de su Pueblo: informaos menudamente de todas las circunstancias de ese Niño, y hacedme el favor de volver a honrar mi Corte, donde os espero con impaciencia, para que me participéis lo que hubiereis descubierto, a fin de que también logre yo la dicha de adorar a ese divino Monarca. De esta manera pretendía engañarlos artificiosamente para hacerlos caer en el malicioso lazo que les armaba.
Luego que los Magos se despidieron de Herodes, y volvieron a ponerse en camino, volvió también el Señor a restituirles su resplandeciente guía. La estrella, que se les había encubierto desde que entraron en la Corte, se dejó ver otra vez apenas salieron de ella, y los condujo derechamente a Belén.
No es fácil hacer concepto del gozo que inundó sus corazones cuando volvieron a registrar aquel astro, y sobre todo cuando le vieron hacer alto, y pararse perpendicularmente sobre el humilde portalillo donde estaba el nuevo Rey. Entraron en él, y hallaron lo que buscaban. Le encontraron en los brazos de su Madre, y no vieron ningún aparato, ninguna señal exterior, que le diferenciase de los demás niños. Con todo eso aquella misma interior luz, que les dio a entender lo que significaba la estrella, esa misma les hizo conocer, en medio de aquel exterior humilde, la augusta Majestad, y la suprema dignidad de aquel Dios Niño hecho hombre.
Llenos de fe, y de respeto se postraron en su presencia, y le adoraron como a Señor de Cielo, y tierra, y como a Salvador de los hombres: y según la costumbre de su País de no presentarse nunca ante los Grandes con las manos vacías, le ofrecieron de los géneros más preciosos, y más estimados que llevaba su tierra, oro, incienso, y mirra. Entonces se cumplió a la letra la profecía de David, hablando del Mesías: Los Reyes de la India, de la Arabia, y de Sabá vendrán a ofrecerle dones, en testimonio de su fidelidad, y de su obediencia.
Pensaban los Santos Reyes volverse por Jerusalén; pero el Ángel del Señor se les apareció en sueños, y les advirtió que se volviesen por otro camino, y que por ningún caso se dejasen ver de Herodes; cuyos artificios descubrieron entonces, conociendo la malignidad de sus perversos intentos.
¡Cosa extraña! ¡Que los Extranjeros vengan de Países tan distantes a adorar al Salvador del mundo, y que no le conozcan los Judíos, cuando acaba de nacer en medio de ellos! ¿Podían tener indicios más claros de su venida? ¿Pero de qué sirve la luz a los que son voluntariamente ciegos? ¿Quién tendría la culpa de que Herodes no lograse la misma dicha que los Magos? Envíale Dios tres Príncipes extranjeros para que le anuncien el nacimiento del Salvador del mundo en Judea: sus mismos Doctores le instruyen con toda claridad del lugar en que ha de nacer el Mesías. ¿Pero qué efecto producen todas estas instrucciones, todas estas gracias en un corazón ambicioso, irreligioso, impío? La turbación, el engaño, y la crueldad. Un corazón puro, un corazón religioso apenas ve la estrella, cuando se pone en camino para adorar al que anuncia. Un alma mundana, un hipócrita hace servir la Religión a su política, a su ambición, y a su insaciable avaricia.
¡Oh, cuánta verdad es, que a Dios se le encuentra siempre que se le busca de buena fe! Si no hubiere estrella, no por eso falta socorro, no por eso falta guía: todo depende de la rectitud de nuestras intenciones, y de la sinceridad del corazón. La malicia de éste es la única que apaga, que inutiliza la luz de la gracia. En vano brilla ésta, si se cierran los ojos a su resplandor. El País de los gustos nunca lo fue de la virtud. Apenas se retiraron los Magos de la Corte de aquel impío Monarca, cuando volvieron a descubrir la estrella que se les había ocultado. Pocas veces se dilata largo tiempo la vuelta de la devoción sensible. No basta ponerse en camino: es menester ir adelante, es menester no parar hasta llegar al término. Pero nunca nos pongamos delante de Dios con las manos vacías. La caridad, la piedad, la mortificación son dones muy de su gusto: el corazón contrito, y humillado siempre es bien recibido.
En la opinión más común de los Expositores, y Padres, los Magos llegaron a Belén trece días después que había nacido el Salvador. Este tiempo bastaba para que viniesen de la Arabia; y por otra parte, si se hubieran detenido mucho más, es cierto que no hubieran encontrado al Señor en el portalillo de Belén. Es verdad que Herodes hizo degollar a todos los niños que no pasasen de dos años, según el tiempo que se había informado de los Magos; pero esto sólo prueba que viendo Herodes como no venían, los tuvo por unos hombres simples, ligeros, e ilusos, que, avergonzados de no haber encontrado al que venían buscando desde tierras tan distantes, no se habían atrevido a volver a la Corte: y llegando después a su noticia las maravillas que habían sucedido en el Templo, con ocasión de aquel Niño, que se decía ser el Mesías, entró en un cruel furor, que le movió a mandar pasar a cuchillo todos los niños de dos años abajo, que habían nacido en Belén, y en sus cercanías, por no dejar con vida al que le habían anunciado los Magos, sin declararle el preciso tiempo de su nacimiento.
Casi todos los Padres de los primeros siglos son de opinión, que la estrella era un astro nuevo, cuyo resplandor, como dice San Ignacio Mártir, excedía al de todos los demás, creado por Dios únicamente para el ministerio de anunciar a los hombres el nacimiento del Rey de los Cielos.
En fin es tradición constante, de la cual no hay razón alguna para desviarnos, que aquellas primicias de la Gentilidad, que vinieron a adorar al verdadero Dios, eran verdaderamente Reyes, esto es, Príncipes Soberanos de una, o de muchas Ciudades, como eran los de Pentápolis, a quienes venció, y deshizo el Santo Patriarca Abraham.
Los más célebres Padres de la Iglesia fueron de sentir, que el Bautismo del Hijo de Dios, el milagro de la conversión del agua en vino, y la adoración de los Magos acaecieron en un mismo día; esto es, el día 6 de Enero, aunque en años diferentes. En virtud de esto la Santa Iglesia une estos tres misterios en una misma fiesta, haciendo una como triple Epifanía, que quiere decir triple manifestación, celebrando el día en que se manifestó Cristo a los Magos por medio de una estrella: el día en que se manifestó a San Juan por el testimonio de su Eterno Padre, y el día en que se manifestó a sus Discípulos por el primero de sus milagros. Por esta triple solemnidad fue tan célebre esta fiesta desde los primeros siglos de la Iglesia, que hallándose tal día como éste en Viena de Francia Juliano Apóstata el año de 361, no se atrevió a dejar de asistir a los Divinos Oficios; y el Emperador Valente, aunque era Arriano, estando en Cesarea de Capadocia el día de la Epifanía, le pareció preciso concurrir a la Misa mayor con todos los Católicos, creyendo que si dejaba de hacerlo, sería sumamente odiado, y le tendrían por impío. Pero nosotros nos contentamos con hablar el día de hoy de la adoración de los Reyes, reservando para los dos días siguientes el hablar de los otros misterios.
Por lo que toca a los Reyes, que tuvieron la dicha de adorar al Salvador, y de ofrecerle sus dones, fácilmente se deja discurrir la abundancia de gracias, y de dones sobrenaturales con que serían correspondidos: con qué fe tan viva, con qué caridad tan ardiente, con qué celo tan puro, y tan generoso se volverían a sus casas, donde, después de haber anunciado las maravillas de que ellos mismos habían sido testigos, merecieron morir con la muerte de los Santos. Y ciertamente con una gracia, y una vocación tan singular, con una fidelidad tan generosa, y tan exacta no podían dejar de conseguir tan feliz suerte. Así lo cree la misma Santa Iglesia, y por eso permite el culto público que se les rinde.
Se asegura que las reliquias de estos primeros Héroes del Cristianismo fueron primeramente transportadas de Persia a Constantinopla, por el celo, y por la piedad de Santa Helena: que después en tiempo del Emperador Emanuel se trasladaron a Milan, donde se mantuvieron 670 años, según Galesino, hasta que finalmente cuando esta Ciudad fue tomada, y saqueada por Federico Barbarroja el año de 1163, fueron trasladadas a Colonia, donde se conservan el día de hoy con singular veneración.
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