Tomado de La Leyenda de Oro para cada Día del Año – Vidas de Todos los Santos que venera la Iglesia – Madrid-Barcelona, 1844 – Tomo I, Marzo, Día 9, Página 452.
Santa Francisca Romana, o de Ponciani
Santa Francisca de Ponciani, que otros llaman Romana, por haber nacido y vivido en Roma, nació el año de 1384, teniendo la Silla de San Pedro Urbano VI. Su padre se llamaba Paulo del Boso, y su madre Jacobeja de Rofredeschi, ambos romanos, y de sangre noble. Dio desde niña muestras de las heroicas virtudes, en que después se señaló. Lloraba amargamente, si la ama que la criaba, la descubría, o desnudaba en presencia de algún hombre, aunque fuese su mismo padre, ni era posible acallarla, hasta que la cubría: tampoco consentía, que su padre la llegase al rostro, cuando la acariciaba. Llegados los años de discreción, no gustaba de los entretenimientos de otras doncellas, sino del recogimiento, y oración, deseosa de consagrarse a Dios del todo en perpetua virginidad: y así, aunque condescendió con el gusto de sus padres, casándose con un caballero romano, llamado Lorenzo Ponciani, igual en sangre y riquezas (de quien se quedó con el apellido de Ponciani); sintió con tanto extremo el verse obligada a perder la joya preciosísima de la virginidad, que apenas vino a la casa de su marido, después de celebradas las bodas, cuando de puro dolor y penitencias, enfermó dos veces muy gravemente. Se iba consumiendo el cuerpo de la Santa, y desfalleciendo las fuerzas de manera, que los médicos la desahuciaron: pero San Alejo, su devoto, la vino del Cielo a visitar en hábito de peregrino; y después de haberla consolado, se quitó una esclavina preciosa, que traía sobre los hombros, y tendiéndola sobre la enferma, la dejó del todo sana.
2 Con este favor y salud, que había cobrado milagrosamente, se dio con más fervor a ejercicios de piedad, y desprecios del mundo: y siendo de diez y siete años madre ya de dos hijos; quitándose los vestidos ricos de seda y oro, joyas preciosas, y otras galas, que por dar gusto a su marido, hasta entonces había usado, no quiso vestirse de allí adelante, sino de paño basto; que quien la viera, no la juzgara, sino esclava de su casa: jamás salió a bodas, ni se halló en convites, o fiestas, aun de sus parientes. Se ejercitabas mucho en obras de caridad y humildad. Siendo ella por sí nobilísima y rica, y casada con persona de la misma calidad, solía ir sola a una viña, que tenía fuera de la ciudad, y recogiendo haces de leña, los cargaba sobre la cabeza, y los traía, para repartir a los pobres. Otras veces cargaba un jumento: y llevándole por el cabestro por medio de Roma, lo iba descargando por las casas de gente necesitada. Pedía también por las calles limosna en compañía de una cuñada suya, llamada Vanuoza, mujer muy principal, por acudir mejor a la necesidad de los pobres, con lo que ella daba de su casa, y recibía de las ajenas. No la oyeron título alguno, con que se honrase, sino de pecadora, y vaso de inmundicia, teniéndose por la más vil y desechada del mundo. Visitaba muy a menudo los hospitales, sirviendo, y consolando a los enfermos; mirándolos siempre, como si fuera al mismo Cristo, y procurando poner en mucha virtud a las señoras romanas, y hacerlas dejar las galas y profanidades de vestidos ricos.
3 Su mortificación fue rara: jamás gustó vino, aunque padecía gravísimos y continuos dolores de estómago, causados de mucha abstinencia, y estrechos ayunos. Por muchos años se sustentó solamente de yerbas: usaba de muy poco sueño, y a veces no pasaba de dos horas. La camisa traía de lana: debajo de ella un áspero cilicio, y una cintura de hierro sobre la carne desnuda: bañaba su cuerpo de sangre con rigurosas disciplinas, y rosetas de hierro: lloraba cualquier falta, por pequeña que fuese, con copiosas lágrimas; y si se descuidaba en alguna palabra, que le parecía ociosa, en penitencia de ella, hiriendo con golpes sus pechos, se postraba en tierra, arrastraba por ella la boca, y la daba golpes, hasta que reventaba la sangre. Tenía largas horas de oración con lágrimas y suspiros, que enviaba al cielo. Muchas veces era arrebatada de los sentidos, y puesta en éxtasis, principalmente cuando recibía el Santísimo Sacramento. Decía el Oficio de Nuestra Señora, de quien era por extremo devota, con muchos salmos y oraciones: y para considerar mejor los Misterios Divinos, repartía las horas, señalando a cada una su tiempo.
4 Aconteció un día, habiéndola llamado su marido muchas veces, mientras rezaba el Oficio de la Virgen, comenzar una antífona muchas veces, sin poder acabarla; pero habiendo cumplido lo que su marido le mandaba, y volviendo a su recogimiento, para acabar el rezo, halló escrita la antífona con letras de oro por manos de un Ángel, como se lee en otro Santo del yermo; significando el Señor, cuánto le agradaba la obediencia puntual, que tenía esta sierva a su marido, a quien en aquel estado tenía por superior, y miraba como el mismo Dios.
5 No solo a su marido, pero también a su confesor obedecía con toda prontitud, y santa simplicidad de la obediencia ciega. Sucedió año de 1406, que por algunos disgustos, que los romanos habían recibido de Ludovico, nepote del Papa Inocencio VII, llamaron en su defensa a Ladislao, rey de Nápoles, por quien gobernaba la ciudad de Roma Pierino, conde de Troya. Tenía éste preso a un cuñado de la sierva de Dios, amenazándole, le haría matar, si no le traía un hijo de Santa Francisca, al cual quería tener en rehenes, por ser prenda de gente tan principal. No dejaba ella salir al niño de casa, porque no cayese en manos del conde: mas encontrándola en este tiempo su confesor, la ordenó, que ella misma llevase a su hijo a casa del conde. La Santa, sin detenerse un punto, aunque muchos le decían por el camino, que llevaba su hijo a la muerte, vino a Ara-Coeli, donde a la sazón estaba el conde; e hincándose de rodillas delante de la imagen de Nuestra Señora de aquel santo convento, pidió favor a Nuestro Señor, y a la Santísima Virgen: la cual, aunque estaba cerrada en Su tabernáculo, se la mostró descubierta, y consoló con Su presencia a su sierva. Llegada que fue después al conde, le dijo su cuñado, que estaba con él, que hincase al conde la rodilla, y se le encomendase. Respondió la Santa, que quería encomendarse a aquel, que podía siempre, y quería librarla de todo peligro. Luego la arrebató el mismo conde al niño de los brazos, que lloraba y daba gritos, y se lo llevó: mas la Santa continuó su oración con grande paz y quietud, fiada de la obediencia. Queriéndose después el conde partir de Roma, mandando poner al muchacho a caballo, no hubo alguno de muchos caballos, que mudaron, que por más que le hiriesen con espuelas y varas, quisiese caminar con el niño encima, hasta que enfadado el conde se partió sin él, dejándolo en Roma; y así quedaron libres el cuñado, e hijo de la Santa, con general contento de todo el pueblo romano.
6 Un Viernes Santo, yendo la sierva de Dios a la estación de la Santa Cruz en Jerusalén con su buena cuñada Vanuoza, las ordenó el confesor, fuesen meditando la pasión de Cristo Señor nuestro, guardando gran silencio, y que no saludasen a nadie por el camino: y aunque encontraron en él dos toros ferocísimos, de los cuales huía toda la gente; ellas no alzaron los ojos, sino confiadas en Dios prosiguieron, como iban, su camino, sin alguna perturbación; y los dos toros pasaron junto a ellas como unos corderos: tanto asegura la virtud de la obediencia, a los que la guardan perfectamente.
7 Fue grande la paciencia de esta sierva de Dios. Vio una vez herido de muerte a su marido, y desterrado otra, con pérdida de mucha hacienda, y quedando en un mismo tiempo privada de quién mirase por su familia, y de muchos bienes temporales, y arruinada su casa, y llena de confusión; no dio muestras de sentimiento, ni desmayó un punto, repitiendo muchas veces aquellas palabras del Santo Job: «El Señor lo dio, y el Señor lo quitó: sea su nombre bendito.» Procuraban los demonios por muchos modos, e invenciones feas, y diabólicas turbarla, e interrumpir su oración, y santos ejercicios, ya dándole muchos, y muy crueles golpes, ya derribándola en tierra, ya echándola mucha ceniza en la boca, y rostro, ya dándola muchas bofetadas: mas ella con singular paciencia y constancia perseveraba con más fervor, y amor de Dios: el cual para consuelo de su sierva, y premio de su devoción, y santas obras, la concedió un Ángel, que en su nombre la gobernaba y defendía do las asechanzas del común enemigo. Se le mostraba el Ángel, como un niño de nueve años, el rostro muy hermoso, mirando al cielo, los brazos cruzados sobre el pecho, y el cabello crespo y rubio, esparcido a las espaldas, vestido de una túnica blanca, y sobre ella una dalmática, que a veces parecía de color blanco, otras azul, otras de oro.
8 Crecía cada día el fervor de la sierva de Dios: y para servir al Señor con más pureza, le pedía con muchas lágrimas dispusiese a su marido, de manera, que pudiese vivir con él, como si no le tuviese. La cumplió Dios sus santos deseos, y después de veinte y ocho años de compañía, vino su marido en dar contento en esto a su santa mujer, y de común consentimiento se resolvieron a vivir, lo que les quedaba de vida, en perpetua castidad. Con esto comenzó Santa Francisca una vida más fervorosa, y el Señor a hacerla mayores favores: principalmente cuando había de recibir el Santísimo Sacramento, era tanta la fuerza de su espíritu, que levantaba al cuerpo de la tierra, llevado del alma, como que caminaba hacia el altar, donde recibía el Sustento Divino. Se sentía, al punto que comulgaba, llenarse la capilla de un suavísimo olor. Con estas demostraciones, junto con sus heroicas virtudes, corrió la fama de su santidad, de manera, que muchas matronas romanas, y otras grandes señoras venían a ella con gran devoción y deseo de aprovecharse, y muchas por exhortación de la Santa se movieron a dejar las vanidades del mundo, y consagrarse a Dios en vida retirada, debajo de la enseñanza de tan acertada maestra: y confirmadas por algunos días en tan santo propósito, se fueron al monasterio de Santa María la Nueva, de la Orden de San Benito, y sagrada religión del monte Olivete, y en manos del superior, que les dijo la Misa, hecha con voto su profesión, se consagraron a Dios debajo de la regla de San Benito: la cual guardaron en sus casas lo mejor que pudieron, hasta que el año de 1433, a los 6 de enero, se recogieron en la casa de Torre de Espejos, donde hoy se conserva el monasterio y fundación de Santa Francisca.
9 Aunque no pudo la sierva de Dios alcanzar de su marido libertad, para encerrarse con las demás, no por eso descuidó de ellas: porque las visitaba a menudo: las animaba con su ejemplo: las enseñaba con sus palabras: las consolaba con su presencia, estándose con sus hijas muchos días enteros. Sentía grandemente el no poder quedarse del todo con ellas, acompañándolas en la profesión religiosa; pero el Señor la consoló con un favor muy singular. La vigilia de la Natividad de nuestro Salvador fue arrebatada de sus sentidos por tres días de éxtasis, en el cual vio a la Virgen, que le puso al Niño Jesús en sus brazos: acabada esta visión, se quedaron con ella San Pedro, apóstol, San Benito, abad, y Santa María Magdalena, que juntos la saludaban, y exhortaban, a que estuviese atenta a lo que vería. Vinieron luego unos Ángeles, que aderezaron un vistosísimo altar: la cogió luego el apóstol San Pedro, y la bañó en un río purísimo, que por allí corría. Le pareció a la Santa hallarse toda mudada, y como que había salido del todo purificada. Oyó luego una Misa, que dijo San Pedro, haciendo en ella sus votos y profesión. Recibió luego de su mano la Sagrada Comunión, y con particular favor, fue admitida de la Virgen Santísima en el número de sus siervas devotas. La hizo otros muchos favores la Reina de los Cielos: una vez la regaló, como a hija querida, que una tierna Madre acaricia en su regazo: otra vez se quitó el velo, y se le puso a Santa Francisca en la cabeza, y también le dio otro más blanco que la nieve para sus compañeras, en señal de la protección, que había de tener siempre de ellas.
10 Después de algún tiempo quiso la Divina Bondad consolar a aquellas fervorosas religiosas, y juntamente a Santa Francisca, librando a su marido de la cárcel del cuerpo, y a ella del vínculo del matrimonio: y así disponiendo con gran brevedad las cosas de su casa, se retiró luego, a donde sus queridas discípulas hacían vida de ángeles en la Tierra. Llegada que fue al zaguán del monasterio, hizo cerrar la puerta que salía a la calle: y antes de pasar adelante, puesto aparte el manto, y las tocas de la cabeza, con túnica y cinta negra, y descalza, se postró sobre la tierra, extendidos en cruz los brazos, y con lágrimas y suspiros rogó a sus discípulas, que no se desdeñasen de admitirla en su compañía, como a pobre y pecadora: pues había gastado la flor de sus años en el mundo, y venía entonces a dar el desecho de ellos a Dios. La recibieron de rodillas sus santas hijas, y vertiendo arroyos de lágrimas de sus ojos, la dijeron, que no eran dignas de su compañía; y levantándola del suelo, la metieron con gran consuelo de todas dentro de casa, obligándola con importunos ruegos, que se encargase del gobierno del monasterio: al cual gobernó con singular prudencia y dulzura, y juntamente con gran provecho y raro fervor de sus súbditas, que todas caminaban con vivos deseos de alcanzar la perfección cristiana, mostrando el Señor milagrosamente, cuánto se agradaba en aquellas esposas Suyas, y singularmente en Santa Francisca.
11 Se halló un día, que a la hora de comer no había pan en la casa, sino unos pedazos de sobras, que apenas bastaban para tres religiosas, siendo las monjas quince. No se turbó por esto la sierva del Señor; antes con gran paz y alegría dijo: El Señor proveerá; y luego dio orden que a su tiempo tocasen la campana para comer, y estando ya las monjas en el refectorio, comenzó ella misma a repartirles el pan que había: el cual se multiplicó de manera, que después de haber quedado todas satisfechas, sobró una canasta de pan, en tan grande cantidad, que bastara para otras dos mesas: con que alabaron todas al Señor, y entendieron, lo que le agradaba su santa Madre; pues así lo declaró con semejante milagro, al que Su Divina Majestad obró en el desierto con los cinco panes.
12 Era costumbre de esta sierva de Dios llevar a sus discípulas a recoger leña por el campo, para ejercicio de la santa pobreza. Una vez el mucho cansancio y fatiga de aquel trabajo les causó grandísima sed: el lugar donde pudieran satisfacerla, estaba tan lejos, que no le pareció a la Santa conforme a su honestidad y decencia alargarse tanto a buscarla. Encendiéndose más la sed con el trabajo y falta de agua: Confiad, les dijo la Santa, en el Señor; que Su Majestad os proveerá. Dicho esto, alzó una de ellas los ojos hacia un árbol, y lo vio todo cargado de racimos de uvas, con ser en el rigor del invierno, de manera, que tocando a cada uno el suyo, satisficieron la sed, y cobraron fuerzas para seguir el trabajo.
13 Volviendo de la iglesia de San Pedro a su casa en compañía de sus discípulas, la misma vigilia de los apóstoles San Pedro y San Pablo, entró en una viña no lejos de allí, y retirándose un poco sola a la orilla de un arroyo, comenzó con tanto fervor y espíritu a hacer oración, que puesta de rodillas fue arrebatada en éxtasis, y transportada dentro del agua, donde estuvo grande espacio cerca de ella, a vista de sus hermanas; mas, acabada su oración salió del arroyo tan enjuta, que ni en la ropa se vio señal de haber estado en el agua.
14 Semejante a éste fue otro milagro, que el Señor obró en su sierva, mostrando, cuánto se agradaba de sus oraciones: porque habiéndose retirado a un lugar apartado de su viña a rezar el Oficio de Nuestra Señora, y sobreviniéndole de improviso una espesa lluvia; prosiguiendo al descubierto el rezo, no se mojó cosa alguna, escapando bañadas de agua todas las demás, que andaban ocupadas en el ejercicio manual en la viña.
15 Una hija espiritual de la Santa, cargada de años, y enfermedades, perdida ya la habla, y dejada de los médicos, como cosa desahuciada de todo remedio humano, estaba muy cercana a la muerte: no se hallaba a la hora en Roma el confesor parroquiano, que pudiese sacramentarla; se puso la Santa en oración, y suplicó a nuestro Señor, que no llamase para sí aquella Su enferma, hasta que viniendo su confesor pudiese darle los Sacramentos. Respondió el Señor a sus ruegos: y la enferma, aunque sin hablar, y agonizando, se entretuvo cinco o seis días, hasta que habiendo vuelto el Sacerdote a Roma, y recibidos de su mano los Sacramentos, la Santa se llegó a ella, y la dijo: Vete ahora en paz, y ruega por mí. Al punto que pronunció estas palabras, rindió su ánima a Dios nuestro Señor.
16 Padecía un muchacho de quince años gota coral, cinco de ellos continuos, de manera, que casi todos los días lo arrebataba, y caía en el suelo como muerto, sin quedarle señal de sentido. Desahuciado un tío suyo de todo humano remedio, se acordó de la fama, que corría de la santidad de Santa Francisca: la llevó al enfermo; e hizo la instancia, en que hiciese por él oración. Compadecida la Santa, hizo lo que se le pedía, y poniéndole la mano sobre la cabeza, le dijo: No dudéis, hijo; que yo confío en la Divina Majestad, que no padeceréis más este mal. Al punto quedó libre, y sano de él, sin que jamás le volviese.
17 El año de 1438, estando la ciudad de Roma muy trabajada de una gravísima peste, hizo gran empleo la Santa de su maravillosa caridad, y misericordia con los enfermos. Los visitaba a menudo: los consolaba: los servía con extraordinaria humildad: les curaba con igual caridad las llagas; y les daba de comer por su propia mano. Visitando en este tiempo a una mujer para consolarla en la muerte de una hija suya, la halló con la peste, y una fiebre maligna, en evidente peligro de muerte. Se compadeció de su trabajo: y habiendo hecho oración, le puso la mano sobre la landre, y quedó luego sana.
18 No recibió otra mujer menor beneficio por intercesión de la Santa: porque habiendo padecido por diez y seis meses continuos flujo de sangre, y desahuciada ya de los médicos, habiéndola visitado, y tocado con sus manos esta sierva de Dios, quedó al momento libre de su trabajo.
19 Tenía otra mujer el brazo derecho perdido de gota, de manera que no podía servirse de él en cosa alguna; y tanto más estaba desesperada de su remedio, cuanto menos habían podido socorrerla los médicos: mas viniendo de la iglesia de San Pedro, viendo de lejos a la sierva del Señor, dijo entre sí con gran fe: Soy sana: y si me toca con su mano, quedaré libre. Se llegó hacia la Santa: y dándole la mano la enferma, le rogó, que intercediese por ella a nuestro Señor; y apartándose de ella, tornó a decir: Estoy sana; estoy libre: y no siento más dolor alguno; y así fue por los merecimientos de Santa Francisca.
20 Tenía Lelio, gentilhombre romano, un niño de dos años quebrado, con una gran rotura: queriendo curarle los médicos, le mandaron tender sobre una tabla, y atarle los pies de algún alto, para aplicarle el remedio. Afligida su madre del rigor de la cura, no permitió proseguirla. Corrió desalada a la bienaventurada Santa Francisca: y poniéndole delante de los ojos el niño, la rogó se compadeciese de su trabajo. Ella, como tan piadosa de corazón, poniendo sobre la criatura sus manos, dijo a la madre: Confiad en mi Señor, y sanará vuestro hijo; y al punto quedó del todo sano.
21 Entre otras cosas, que con espíritu profético previno la Santa, muy particular fue, lo que le pasó con un mancebo romano: el cual, instigado del común enemigo, y arrebatado de una rabiosa pasión, se había determinado quitar la fama a un su maestro, publicándole falsamente muchas cosas contra su honra, sin pensamiento de jamás restituírsela en ningún tiempo. Reveló el Señor a su sierva esta malvada resolución; y muy cuidadosa ella de librar al uno del daño temporal, que le amenazaba, y más al otro del espiritual, que ya padecía, mandó llamar al mancebo; y habiéndole referido punto por punto, todo cuanto tenía en su pensamiento, le dio una amorosa reprensión, conque muy compungido el mozo, confesó ser verdad al cargo, que se le hacía, y jamás lo había comunicado con algún hombre, y mudando ya muy arrepentido el propósito, pidió, al que pensó agraviar, perdón de la injuria, que había determinado hacerle.
22 Una señora, llamada también de su nombre Francisca, bien aficionada a la Santa, habiendo parido un hijo sano del todo, si bien antes de los nueve meses, estaba bien descuidada, cuando la bendita Francisca, que había tenido revelación de su parto, y de la poca vida del niño, se le entra por las puertas, y la persuadió, que le bautizo luego en su casa. Rehusaba la madre, y los demás el hacerlo, pareciéndoles sobrada prevención bautizarlo antes de sacarlo a la iglesia. Instó tanto la sierva del Señor, que los convenció al fin de manera, que luego lo bautizaron. Fue cosa maravillosa, que apenas acabaron de bautizarlo, cuando en presencia de todos, estando al parecer bueno, y sano, en un momento expiró. Muchas otras cosas se escriben en su historia, que profetizó Santa Francisca, que tocaban al bien particular de algunos, o al común de muchos, y de la Santa Iglesia, diciendo a unos, cuanto habían hecho, y pensado; y a otros, lo que les había de acaecer.
23 Se llegó el tiempo, en que el Señor quiso premiar a su fidelísima sierva sus trabajos, y heroicas virtudes: y habiendo ido un día con licencia de su confesor a visitar un hijo, que tenía enfermo, le cogió en casa del mismo hijo una fiebre pestilente, junto con tabardillo. Le reveló el Señor, que dentro de siete días había de ser el de su partida de este miserable mundo; y apretando mucho la enfermedad, se despidió de sus hijas, y las consoló, y exhortó al servicio divino: y habiendo recibido todos los Sacramentos con gran devoción; después de la Extremaunción, se acordó, que era la hora de vísperas, y con el poco aliento, que le quedaba, comenzó entre sí a rezar las Horas de Nuestra Señora, como toda su vida lo había hecho, sin dejarlas algún día, por enferma que estuviese, en la cual devoción perseveró hasta la muerte: la cual la cogió, rezándolas, porque continuando su santa devoción, compuso en la cama sus miembros, y con los ojos vueltos al Cielo, con gran sosiego envió su purísimo espíritu a las moradas eternas, a los 9 de marzo del año de 1440, a los cincuenta, y seis de su edad. Causó su muerte en todos, por una parte gran sentimiento, y por otra gran consolación, concurriendo tanta gente a reverenciar su santo cuerpo, que fue fuerza detenerle tres días, y tres noches, sin enterrarle, conservándose todos estos días tan flexible, y tratable, como si fuera viva, y despidiendo de sí un suavísimo olor, como de azucenas, y rosas, que llenaba toda la iglesia de fragancia.
24 Son casi innumerables los milagros, con que después de su muerte confirmó nuestro Señor la opinión de la santidad de esta sierva suya, sanando por su intercesión los enfermos, que se le encomendaban, así de enfermedades del cuerpo, como del alma: y por no cansar con muchos, ni alargarme, sólo diré uno más reciente, que acaeció el año de 1603. Tenía en su servicio el marqués de Malaspina, general de las galeras del Papa, un turco llamado Beli, a quien una hermana del marqués solía enviar muchas veces al monasterio de la Santa con algunos recados. Compadeciéndose las monjas de su estado, procuraban con buenas palabras reducirle a la fe; mas él estaba muy obstinado en su falsa ley, y sólo pudieron alcanzar de él, después de muchas persuasiones, que se encomendase algunas veces a Dios, y a la Santa, o dijese a menudo: Oh, bienaventurada Francisca, acordaos de mí. Mientras él cumplió lo prometido, las siervas de Dios hacían por él oración, suplicando a nuestro Señor que alumbrase su alma. La noche del 6 de marzo del año de 1603, cuando el turco más profundamente dormía, vio en sueños un hermoso Niño, cual se pinta en el retrato de Santa Francisca, que le pedía limosna. Despertó Beli: y maravillado, de lo que había visto, repetía aquellas palabras: «Beata Francisca, ten misericordia de mí.» A la mañana contó lo quo había pasado a los demás criados, y a la hermana de su señor: la cual sirviéndose de la ocasión, lo envió con un recado a casa de la Santa. Corrió allá él con grande alegría de corazón: y contando a sor Maximilla lo que había visto en sueños, volvió el rostro hacia un lado, donde viendo una imagen de la Santa, halló, que el Niño, que había visto, era el mismo, que allí estaba pintado al lado de Santa Francisca, y dijo al punto, que quería hacerse cristiano. Instruido luego en la fe, recibió el Santo Bautismo, y en él el nombre de Francisco, en memoria del beneficio, que había alcanzado por intercesión de la bienaventurada sierva de Jesucristo.
25 Canonizó a Santa Francisca Romana el Papa Paulo V, a los 29 de mayo del año de 1608. Escribieron la vida de esta gran sierva del Señor el padre Julio Orsino, y después más brevemente el padre Martín de Moca, entrambos religiosos de la Compañía de Jesús.
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