3 de Marzo
Años: 1894-1937 / Lugar: San Luis de Potosí-CIUDAD DE MÉXICO, México
Gracia de la Encarnación Mística / Profecías
Vidente: Concepción (Conchita) Cabrera de Armida (1862-1937)
Años: 1894-1937 / Lugar: San Luis de Potosí-CIUDAD DE MÉXICO, México
Gracia de la Encarnación Mística / Profecías
Vidente: Concepción (Conchita) Cabrera de Armida (1862-1937)
Conchita Cabrera de Armida
Nació en San Luis de Potosí, México, el 8 de Diciembre de 1862. Recibió la Gracia de la Encarnación Mística. Profetizó un Nuevo Pentecostés que ocurrirá por la santificación de los Sacerdotes. Es un modelo de santidad como esposa, madre, viuda, abuela y fundadora. Por la profundidad de sus escritos, Conchita es reconocida como gran mística del siglo XX. En 1894, a los treinta y un años, recibe el Monograma de Jesús grabado en su pecho, teniendo lugar los desposorios espirituales, el 23 de enero de 1894, y tres años más tarde (9 de febrero de 1897) el matrimonio espiritual, sobrepasado más tarde con la Gracia de la Encarnación Mística (25 de marzo de 1906), la cual “más allá” del matrimonio espiritual, es una forma superior de “unión transformante”, ya que existe una infinidad de grados posibles de unión entre la criatura y Dios… Murió el 3 de marzo de 1937, a la edad de 75 años. Actualmente sus restos mortales, se encuentran en la cripta del Templo San José del Altillo, en el número 1700 de la Avenida Universidad de la Ciudad de México…
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Tomado del Libro: “CONCHITA, Diario Espiritual de una Madre de Familia”
Escrito por: Fr. Marie-Michel Philipon, O.P.
Escrito por: Fr. Marie-Michel Philipon, O.P.
PRIMERA PARTE
El Film de su Vida
“Ante mis ojos se desarrolla mi vida como un film:
alegrías y sufrimientos, mi matrimonio y mis hijos, y las obras de la Cruz”
El Film de su Vida
“Ante mis ojos se desarrolla mi vida como un film:
alegrías y sufrimientos, mi matrimonio y mis hijos, y las obras de la Cruz”
Capítulo I
Hija de México
“Crecí como la hierba de los campos”
Hija de México
“Crecí como la hierba de los campos”
1. La “Tierra de Volcanes”: El Ambiente Familiar
Conchita es hija de México. Hay que verla cabellera al viento por los campos mexicanos, esa tierra de violencia y de contrastes: “tierra de volcanes” y también tierra de la “vera cruz”; la nación de la Cruz y de nuestra Señora de Guadalupe. A lo largo de su existencia aparecerá el contraste de una vida cada vez más divina bajo las apariencias más ordinarias. Una palabra afloraba constantemente a los labios de aquellos que la conocieron y a los que interrogué durante mi primera estancia en México: “sencillez”, Conchita era de una sencillez evangélica.
Al evocar su infancia y su adolescencia en las haciendas y ranchos, la vemos surcar en barca remansos y riachuelos, arrojarse al agua o lanzar a ella a sus compañeros o a las empleadas de su padre; reír de buena gana, convivir indistintamente con todos. Apasionada por la música y el canto, dotada de una voz muy hermosa, más tarde compondrá los primeros cantos a la Cruz y los cantará acompañándose ella misma al piano.
Es joven, es bonita, tiene una mirada que atrae y que conservó una fascinación extraordinaria sobre todos los que la conocieron, hasta los últimos años de su vida.
Ella misma nos cuenta en su Diario, con su estilo espontáneo de incomparable frescura, sus primeros años vividos en el medio familiar:
“Mis padres se llamaron Octaviano de Cabrera y Clara Arias, los dos de San Luis Potosí; ahí se casaron y nací yo.
“Mi madre, muy enferma, no pudo criarme y batalló en mi lactancia. Por fin un día que me estaba muriendo, mandó el médico que violentamente me sacaran fuera de la ciudad, a una hacienda. Entonces de lástima se ofreció la esposa del portero a seguirme criando, dejando su hijito con otra nodriza. Esta mujer me salvó la vida; se llamaba Mauricia, yo la quise mucho, y cuando tuve uso de razón y comprendí lo que le debía, mucho más… Iba yo tan grave en aquel camino, me decía mi madre, que no se atrevía a descubrirme la cara, creyéndome muerta entre sus brazos”. (Aut. T. I. p. 6-8).
“Mi patria es San Luis Potosí, en donde nací en una casa propia de mis padres frente a la Iglesia de San Juan de Dios… donde me bautizaron… En esa casa viví siempre, salvo un poco de tiempo que nos cambiamos mientras la componían. De ahí salí para casarme, y ahí, por cuestión de salud, nació Ignacio mi hijo. Ahí murió mi padre y mis hermanos Carlota y Constantino” (Autob. 367).
“Mis padres fueron excelentes cristianos. En las haciendas siempre rezaba mi padre el rosario con la familia y los peones y la gente del campo, en la Capilla. Cuando por alguna ocupación urgente no lo hacía, quería que yo lo supliera. A veces llegaba antes de concluir y a la salida me regañaba por mi poca devoción. Decía que mis padrenuestros y avemarías andarían paseándose en el purgatorio y nadie los querría de lo mal rezados.
“Era mi padre muy caritativo con los pobres; no podía ver una necesidad sin aliviarla. Era de carácter alegre y franco. Le ayudé a bien morir y nos dio ejemplo de entereza. Él arregló el altar para su Viático, nos pidió perdón a cada uno de sus hijos de todo en lo que nos hubiera dado mal ejemplo o desedificado, agregando un abrazo, un beso y un consejo. Encargó por obediencia en su testamento que lo enterraran sin ponerle nunca lápida, ni piedra, ni su nombre, sólo una cruz. Así se ejecutó con la pena de todos”. (Autob. p. 365).
“Mi madre era una santa: quedó huérfana de dos años y sufrió mucho. De diecisiete años se casó y fuimos doce hermanos, ocho varones y cuatro mujeres; yo fui el número siete, entre los hombres, Juan y Primitivo el jesuita”.
“Infundió en mi alma mi madre el amor a la Sma. Virgen y a la Eucaristía. Me quería con predilección y sufrió mucho cuando me casó. Sin embargo me decía que mi marido era excepcional, que no eran así todos. Siempre lloró en mis penas y se gozó en mis alegrías. Tuvo muchas penas y era muy amante de la pobreza. Tenía muchas virtudes ocultas y martirios ignorados. Le dio un ataque y perdió doce horas el conocimiento. A fuerza de oraciones Dios se lo volvió el tiempo preciso para confesarse; repitiéndole el ataque de que murió. Le ayudé y puse en la caja”. (Autob. p. 366).
“Sólo en tres colegios estuve: primero de pequeña con unas viejitas: las Sritas. Santillana. Más tarde, serían dos meses, con una Sra. Negrete, y luego con las Hermanas de la Caridad; mas como las expulsaron estando yo muy chica aún, –tendría ocho o nueve años–, mi madre, enemiga de mandarnos a ninguna parte, nos puso maestras en la casa de instrucción, de bordado y de música”. (Autob. I, p. 23).
“En cuanto a instrucción la tengo muy escasa, no por culpa de mis padres y maestros, sino por mi tontera, pereza y tantos cambios y viajes en la edad de aprender. Yo me dediqué más a la música, porque me encantaba, al piano y al canto; muchas horas de mi vida perdí en eso. Dios me las perdone”.
“De cosas de casa sí nos enseñó mi madre desde fregar suelos hasta bordar. A los doce años llevaba yo el gasto de la casa. En la hacienda: desde ordeñar, hacer pan, cosas de cocina. Nunca nos dejaba mi madre en la ociosidad teniendo sobre esto un cuidado especial. Remendar, y coser cuanto hay, dulces y adornos de repostería lo mismo, cuidando además de humillarnos mucho y de no dejarnos levantar la vanidad. En modales y eso, no se diga: mucho trabajó la pobrecita sobre el particular”.
“Cuánto nos enseñó a contrariar la voluntad. Muchos domingos nos llevaba como paseo al hospital, a ver muertos y heridos. Apenas había un enfermo grave en la familia, desde muy niña me llevaba a velar y a servirles en cuanto podía. Me hizo ver morir a hombres, mujeres y niños; ricos y pobres, enseñándome a no tener miedos, ayudarles con oraciones, vestirlos, tenderlos”.
“Ni a mi padre ni a mi madre les gustaban los melindres. De seis años me subieron a caballo sola, y la primera vez se espantó sobre parado, y me caí. Acto continuo, sin dar importancia a mis lágrimas, mandó mi padre que tomara un vaso de agua y otra vez arriba. Así les perdí yo el miedo a los caballos, llegando a tener hasta vanidad de montar los muy briosos y que a otros tiraban. Los caballos me han gustado siempre mucho y varias veces aquí en México, que me llevaba mi marido al paseo, lo único en que me fijaba era en los caballos: las gentes me parecían todas iguales”. (Aut. I, p. 5-6).
2. Inclinaciones
“Gracias a Dios me las dio buenas el Señor, por lo cual soy más culpable no habiendo sabido aprovecharlas como debiera. Sentía ya muy niña en mi alma una grande inclinación a la oración, a la penitencia y a la pureza sobre todo. La penitencia era mi felicidad desde que alcanzo a recordar. Cuando aprendí a leer me encerraba en una biblioteca que había casa y cogía los “Años Cristianos” y de ellos el lugar en donde hablaba de la penitencia de los santos. Así gozaba y se me pasaban las horas recreándome en ver sus padecimientos, envidiándolos y viendo cómo los imitaba”. (Aut. I, p. 11-12).
“Gracias a Dios me las dio buenas el Señor, por lo cual soy más culpable no habiendo sabido aprovecharlas como debiera. Sentía ya muy niña en mi alma una grande inclinación a la oración, a la penitencia y a la pureza sobre todo. La penitencia era mi felicidad desde que alcanzo a recordar. Cuando aprendí a leer me encerraba en una biblioteca que había casa y cogía los “Años Cristianos” y de ellos el lugar en donde hablaba de la penitencia de los santos. Así gozaba y se me pasaban las horas recreándome en ver sus padecimientos, envidiándolos y viendo cómo los imitaba”. (Aut. I, p. 11-12).
“Cuántas veces en mis largas excursiones por el campo, con mi padre y Clara mi hermana, me pasaba las horas a caballo pensando cómo podría yo vivir en una cueva, entre aquellos montes, muy lejos de toda mirada humana, haciendo penitencia y oración sin estorbos, sin testigos y a todo mi sabor. Esta idea me encantaba, acariciándola con toda el alma. A veces por los caminos, (pues vivíamos con frecuencia en las haciendas de mi padre), iba saboreando con decir palabra por palabra, muy despacio, las oraciones o plegarias al Smo. Sacramento o a la Sma. Virgen, que me aprendía de memoria. Era un inefable consuelo el que llenaba a mi corazón de niña con estas cosas. Creía yo, hasta después de casada, que toda la gente hacía penitencia y oración y que unos a otros nos ocultábamos las cosas; que terrible la decepción que sufrí cuando supe que no había tal cosa: que muchas gentes hasta aborrecían mortificarse: iOh, Dios mío!, ¿por qué será así?” (Aut. I, p. 16-18).
“La primera confesión la hice entre los siete y los ocho años. Me habían aconsejado que dijera unos pecados muy grandes y los dije; ahora calculo que sin haberlos cometido. El Padre hasta se asomó a verme y yo apenas parada alcanzaba a la reja; me regañó muy fuerte y me dio cuatro rosarios de penitencia, que era mucho para una chica” (Aut. I, p. 24).
“La primera comunión la hice el día de la Inmaculada que cumplía diez años, o sea el 8 de diciembre de 1872. No recuerdo por mi tibieza y tontera nada de particular ese día sino un inmenso placer interior y gusto del vestido blanco. Mi amor desde entonces a la Sagrada Eucaristía iba siempre en creciente y desde entonces tenía particular gusto en frecuentar los sacramentos hasta que llegando a los quince o dieciséis años me dejaron comulgar cuatro o cinco veces por semana y poco después diariamente. Yo era feliz, felicísima, recibiendo al Smo. Sacramento; sentía el ser una necesidad indispensable para mi vida y cuántas veces después de bailes y teatros fui a comulgar al día siguiente por no encontrarme manchada. Por las noches pensaba en la eucaristía, y en mi novio después. Cuántas veces en mis comuniones y visitas al Santísimo le decía a mi Jesús: “Señor, yo no sirvo para amarte; quiero casarme y que me des muchos hijos para que ellos te amen mejor que yo”. Esto no me parecía feo sino una justa petición para saciar mi sed de amarlo, de verlo amado de mejor manera y sin embargo con algo mío, mío, con mi misma sangre y mi vida”. (Aut. I, p. 27-29).
3. Elegante Amazona
Crecí yo tan pronto, que tuve un desarrollo tan violento que me enfermé y los médicos me recetaron un método higiénico en la ciudad y ejercicio a caballo. Trajeron todo lo necesario, me hicieron un traje a propósito y salía todas las mañanas y a veces por la tarde con mi padre o hermanos. Era yo tan encerrada que en San Luis, población chica, en donde lo más del tiempo había vivido, no me conocían y decían que si era esposa del hermano que generalmente me sacaba a paseo. Tenía trece años y apenas conocía a unos cuantos señores: el primer día que uno me llamó señorita me puse de mil colores y lloré… yo me sentía feliz siendo chica y le tenía horror a ser grande; en casa me ponía de corto y en la calle de largo. Se nos juntaban en los paseos a caballo el Gobernador de ahí; le gustaba mucho que le platicara, me hacía la corte y yo le contaba algún cuento pues no encontraba otra cosa de qué hablarle: ¡que simple era!… En esta época, y a caballo, me conoció mi marido según me contaba”. (Aut. I, p. 67-69).
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