domingo, 17 de marzo de 2019

8 de Marzo: San Juan de Dios, Fundador (1495-1550) / Cuerpo Incorrupto

Tomado de La Leyenda de Oro para cada Día del Año – Vidas de Todos los Santos que venera la Iglesia – Madrid-Barcelona, 1844 – Tomo I, Marzo, Día 8, Página 432.


San Juan de Dios, Fundador

Nació el bienaventurado Juan de Dios en Montemayor el Nuevo, una de las cuatro principales villas de Portugal, en el arzobispado de Evora, el año del Señor de 1495, de padres humildes y limpios. Su padre se llamó Andrés Ciudad; el nombre de su madre no se sabe. Dicen algunos, que al bautizarle se tocaron las campanas de su parroquia por manos de los Ángeles, y que un devoto ermitaño, que hacía vida solitaria en la sierra de Oca, tuvo revelación de la santidad, a que había de llegar este bendito niño. De ocho años fue llevado por un Sacerdote a Castilla, a la villa de Oropesa, donde asentó con un amo, que era mayoral de ganado, e hizo muchos años oficio de pastor. Tenía desde su tierna edad, como principio de todo su bien, una devoción tierna con la Reina de los Ángeles, a la cual rezaba el Rosario, y otras devociones todos los días. Cuando llegó a los veinte y dos años, con ocasión de enviar el conde de Oropesa don Fernando Álvarez de Toledo a Juan Ferruz, hidalgo de aquella villa, con una compañía de soldados, en socorro de Fuenterabia, cercada del francés; llevado Juan del ardimiento de la edad, y deseoso de mejorar de fortuna, le pareció trocar el cayado por la espada, y mudar el oficio de pastor en el de soldado. Se partió a la guerra, y después de algunos lances, estando con sus compañeros en la frontera, les faltó la provisión: y Juan, como mozo brioso, y que deseaba acreditarse en la nueva milicia, se ofreció a ir a buscarla a ciertas caserías, que estaban algo distantes. Subió en una yegua francesa, que había tomado al enemigo: y habiendo andado como dos leguas, reconociendo la yegua la tierra, donde se había criado, sin poderla detener, se arrojó por las faldas de una sierra, con tanto ímpetu, que dio con el jinete sobre los peñascos, y le dejó sin sentidos, y como muerto, arrojando sangre por las narices y por la boca. Vuelto a sus sentidos después de dos horas, dio gracias a Dios, por haberle librado de la muerte: y considerando el nuevo peligro que tenía de caer en manos de sus enemigos, se puso de rodillas, y con gran devoción y afecto, como lo pedía la necesidad, invocó el favor de la Reina de los Ángeles, diciéndole: Ayudadme, Madre de Dios, y alcanzadme de Vuestro Santísimo Hijo, que yo no venga en manos de mis enemigos. Acordaos, Señora, de la devoción y deseo, que he tenido siempre de serviros, y del amor y solicitud, con que Vos favorecisteis siempre a los que Os invocan; y no Os olvidéis de mí, pecador. Esta breve oración penetró a los Cielos, e hizo bajar de ellos a María, su Reina, en traje de pastora, que dio a Juan a beber un poco de agua, y le dijo, que tuviese buen ánimo. Preguntó, quién era, y respondió La Pastora: Yo soy Aquella, a quien te encomiendas: mira, que entre tantos peligros andas mal seguro, sin el socorro de la oración: y con esto desapareció la Reina del Cielo, y Juan, más turbado ahora del favor, que antes del peligro, le dio las debidas gracias: y amonestado al parecer de un Ángel, si no fue de la misma Virgen, con una voz, que le dijo, caminase seguro; se volvió a sus compañeros, sin ser visto, ni sentido de sus enemigos, y en pocos días convaleció de la caída.
Antes de muchos días se vio en otro peligro mayor; porque Dios le quería sembrar de espinas y abrojos los caminos anchos del mundo, para que siguiese la senda estrecha de la perfección, a que le llamaba. La buena opinión, que se tenía de su fidelidad, le ocasionó su riesgo: porque movido de ella un capitán, le encargó, que guardase una presa que había quitado al enemigo. Se la robaron al Santo otros soldados: y el capitán, enojado contra él, sospechando engaño, mandó que lo ahorcasen de un árbol, sin valerle su misma inocencia, ni los ruegos, e intercesiones de sus compañeros. Acudió Juan a su antiguo asilo la Reina del Cielo: la cual le sacó de aquel riesgo; porque al llevarle al suplicio, un caballero, que acaso errando el camino, pasó por el campo, viendo, que querían ajusticiar al soldado, y entendiendo la causa, suplicó al capitán, que le perdonase la muerte, y él se la conmutó en destierro del campo, no sin particular Providencia de Dios, que de este modo le quiso sacar del peligroso estado de la milicia. Tomó Juan el camino de Castilla, para volverse a Oropesa, de donde había salido, y llegando a un lugar, donde había una Cruz, se hincó de rodillas delante de ella, y se puso a orar, dando gracias a Dios por los beneficios recibidos, pidiendo perdón de los pecados pasados, y prometiendo la enmienda en lo porvenir: y como le faltasen las fuerzas, por haber dos días, que no había comido bocado, cayó desmayado en tierra; mas al volver del desmayo, vio cerca de sí tres panes, y un vaso de vino: y no presumiendo que podía ser cosa sobrenatural, ni sabiendo quién lo había puesto allí, atemorizado con el peligro pasado, no se atrevió a tocar a ello, hasta que levantando las manos, y los ojos al cielo, y empezando a decir el Padrenuestro, al llegar a aquellas palabras: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy;» oyó una Voz, que le dijo: Come y bebe; que para ti se ha traído ese pan y vino. Confortado con el pan y vino, prosiguió su camino, y llegó a Oropesa, donde volviendo a la casa de su amo, volvió a tomar el oficio de pastor, que había dejado por el de soldado.
3 Perseveró en esta ocupación cuatro años, hasta que el conde don Fernando Álvarez de Toledo juntó gente, para pasar a Hungría a socorrer al emperador Carlos V, contra Soliman, Gran Turco, que pretendía invadir a Viena: porque sonando mejor a los oídos de Juan el ruido de las armas, que ya había manejado, que el balido de las ovejas; o arrepentido de haber dejado la milicia, o movido de la piedad de la nueva causa, asentó plaza de soldado: pasó con el conde, y a su servicio, a Alemania; y acabada aquella expedición, se volvió con el mismo conde a España, y desembarcó en la Coruña. Le vino deseo de visitar el sepulcro de Santiago, donde hizo una novena con mucha devoción; y luego pasó a ver a Montemayor, su patria: mas en ninguna parte era más extraño, que en su patria; porque ni él conocía a su patria, ni su patria le conocía a él, por haberla dejado de tan tierna edad. Nadie sabía darle razón de sus padres, ni él sabía preguntar por ellos, ni en qué casa o calle habían vivido, hasta que encontrando con un tío suyo, venerable viejo, llamado Alonso Duarte, por algunas señas, y las fisonomías del rostro, le vino a conocer y le dijo, que sus padres eran muertos: su madre poco después que él la dejó, de la pesadumbre de haber perdido a su hijo; y su padre después, habiendo tomado en Lisboa el hábito del seráfico padre San Francisco.
4 Salió de su patria, y haciendo su camino para la Andalucía, llegó a Ayamonte: se fue al hospital, donde estuvo algunos días, mirando con sentimiento la necesidad, que los pobres padecían; porque desde niño le había comunicado Dios una gran compasión de los pobres, con un ardiente deseo de remediarlos; y por eso cuando veía los caballos de los grandes y señores, gordos, lucidos y bien curados, y los pobres flacos, desnudos y desamparados, solía decir: ¡Cuánto mejor se empleara en los pobres lo que se gasta con los brutos! ¡Oh, si Dios me llegase a tiempo, en que los pudiese servir, como yo deseo! Pasó a tierra de Sevilla, y sirvió de pastor a una señora, llamada doña Leonor de Zúñiga; mas como Dios le quería para otros empleos diferentes, no hallaba descanso en ningún ejercicio: y así como enfermo, que da vuelcos en la cama, sin hallar descanso, andaba mudándose continuamente de pastor a soldado, y de soldado a pastor. Determinó pasar a África, para pelear contra los moros en defensa de la Fe: halló en Gibraltar a cierto caballero portugués, que iba desterrado con su mujer, y cuatro hijas doncellas: le llevó este caballero en su compañía, no sabiendo, que llevaba en él todo el remedio de su casa y familia: porque llegados a Ceuta, con la mudanza del temple y aire, cayeron enfermos la mujer e hijas del caballero, el cual no tiraba sueldo, y padecía tanta necesidad, que no tenía con qué sustentar su familia. No sabía qué hacer: porque su necesidad le hacía padecer la falta; y su calidad le hacía callar su necesidad: ya pensaba en irse y dejar su casa: ya le detenía el amor de la mujer y las hijas, que habían de quedar desamparadas. Al fin, habiendo conocido la buena inclinación de Juan, determinó descubrirle su aflicción, y con la sumisión, de quien ha menester, le rogó, que se hiciese peón en las fortificaciones, que se hacían entonces en aquella plaza, y ayudase con alguna limosna a aquella necesitada familia, que no tenía puerta, por donde le entrase el remedio, si de su caridad no le venía. No era menester mucha elocuencia, para persuadir esto a la compasión de Juan, que enternecidas las entrañas de misericordia, se ofreció luego con mucha voluntad a hacer lo que le pedía. Asentó por peón en la obra; y el jornal, que ganaba de día con mucha fatiga, lo traía a la noche con mayor gusto al caballero, para que sustentase su casa. Perseveró en este ejercicio algunos meses, hasta que cesando la obra, cesó también la ocasión de socorrer con este medio al caballero, a quien faltó la paciencia, faltando el socorro, y se determinó a ausentarse de su casa, por no ver las necesidades, que no podía remediar; pero no faltó a Juan la caridad, ni a su caridad medio, para socorrer la necesidad. Le descubrió segunda vez el caballero su aflicción, y determinación; y el Santo le consoló, diciendo: ¿Por qué desconfiáis, señor, de la piedad y misericordia de Dios? ¿Pensáis, que desamparará a los hombres, el que sustenta a los gusanos? Si crió para nosotros las cosas del cielo; ¿por qué nos negará las de la tierra? Confiad en Dios; que Él os remediará. Y luego saliendo a la plaza vendió su capa, y trajo el precio al caballero, para dar algún socorro a su necesidad. Pocos días después prosiguió el edificio, y él prosiguió en su oficio de peón, más de la caridad, que de la fábrica. Admirado el caballero de tan nueva caridad, le dijo un día: En verdad, Juan, que si se perdiese la misericordia, se hallaría en vos. Y bien se cumplió después en Juan, cuando la misericordia desterrada de tantas ciudades y casas, se fue a morar en sus hospitales; para que allí la hallasen, todos cuantos la buscaban.
5 Sentía mucho el demonio ver a Juan tan misericordioso: procuró embarazarle esta obra tan insigne; y Dios lo permitió, no para que se acabase su caridad, sino para que se dilatase, o hiciese con muchos, lo que hacía con uno. Servía también en las fortificaciones de peón otro mozo, natural de Évora, ciudad cercana a Montemayor, y con la cercanía de los lugares, y compañía del ejercicio, cobraron los dos grande amistad y familiaridad, aunque las costumbres eran diversas; porque el compañero, cansado de vida tan trabajosa, deseoso de vivir con libertad, se huyó de la ciudad secretamente, y pasando a Tetuan, se hizo mahometano. Cuando Juan lo supo, ocupó su corazón tan grande tristeza, que no hacía más que llorar y afligirse con inconsolables lágrimas, por la miserable caída de su compañero. Tomó esta ocasión el demonio, para hacerle caer, y le puso un grandísimo escrúpulo, de si él había sido la causa de la perdición de su amigo, por haberle dado mal ejemplo: y le decía, que no había misericordia para tan grave culpa, como haber ocasionado la perdición de una alma: y aun escriben, que el mismo demonio, en figura de mancebo, le trajo una carta, fingiendo ser de su compañero, en la cual con diabólica elocuencia le persuadía, siguiese su ejemplo, y experimentaría, cuán diversa vida era, la que gozaba entre deleites y libertad, a la que el mismo Juan tenía, sirviendo, como si fuera esclavo, en el edificio público. Se vio el Santo tan apretado del demonio, que si Dios, que le guardaba para grandes cosas, no le favoreciera, hubiera llegado a la última desesperación; mas al fin conociendo con Luz Divina los engaños del demonio, se confesó con un religioso docto y espiritual de la orden de San Francisco, que estaba en aquella ciudad, descubriéndole toda su conciencia, y éste le aconsejó, que se partiese de Ceuta, aunque veía la falta, que haría al caballero y a su familia; mirando primero por la salud espiritual de su penitente, que por el sustento corporal de aquella casa, que Dios por otro lado remediaría.
Se embarcó el Santo desde Ceuta para Gibraltar, y a la mitad del estrecho se levantó una tan furiosa tempestad, que el pequeño navichuelo, en que iban, estuvo a pique de perderse, y todos miraban en las olas su muerte, y en el mar su sepulcro.
Quien menos tenía que temer, era Juan, y era quien más temía: porque pareciéndole, que había dado oídos a la tentación pasada, se persuadió, que Dios enviaba la tempestad por sus culpas; y así empezó a dar grandes voces, y a decir a los otros navegantes, como otro Jonás: Por mí ha venido esta tempestad: si queréis que cese, echadme al mar; porque soy un grande pecador. Repetía esto tantas veces, y con tales veras, que los compañeros, persuadidos, que aquel hombre debía ser algún gran pecador; con bárbara crueldad le tomaron en sus brazos, para echarle al mar. Les pidió el Santo, que le dejasen rezar la oración del Padrenuestro: empezó a decirla; y antes que la acabase, ya se había serenado la tempestad, aquietado las olas y sosegado el mar, con admiración de todos los navegantes, que miraban ya como santo, al que poco antes tenían por gran pecador, viendo libre su nave por la oración, del que querían arrojar al mar. Llegaron todos a Gibraltar seguros y alegres: y en saltando en tierra, se fue el Santo a una Iglesia a dar gracias a Dios por haberle librado de tan grandes peligros, prometiendo servirle muy de veras en adelante.
Se preparó luego para una confesión general de toda su vida, la cual hizo con mucho sentimiento y lágrimas. Trabajaba por sustentarse, y del jornal gastaba poco, y procuraba ahorrar algo, hasta que viéndose con algún caudal, mudó el oficio, y de jornalero se hizo mercader de algunos libros devotos, y cartillas e imágenes de papel, y salía a la plaza, y por los lugares a venderlos, no tanto por ganar hacienda, cuanto por aprovechar a otros: y para esto llevaba entre los libros devotos algunos profanos, no para venderlos él, sino para que otros no los vendiesen, y para atraer a sí los compradores: porque al que quería comprarle alguno de aquellos libros; con nuevo modo de vender, no imitado de ningún mercader, le proponía el precio subido de aquel libro, y le persuadía, que no le comprase; porque fuera de ser caro, era inútil y dañoso, y bueno solo para perder tiempo, y en su lugar les daba en muy bajo precio, o de balde, algún libro devoto, aconsejándoles, que le leyesen, porque sacarían de él mucho provecho. Las imágenes de los Santos daba también de balde, amonestando a los que las llevaban, que no estuviesen jamás sin ellas; porque son despertadores de nuestra devoción. Con esta ocasión venían a él muchos niños, para recibir estampas; y él, antes de dárselas, les enseñaba la doctrina cristiana; y a los hombres, que venían a comprar, exhortaba a huir las culpas; y con apariencia de mercader de libros, era predicador apostólico, que con sus palabras y libros, reducía muchos pecadores a penitencia. Perseveró algunos años en este piadoso oficio, hasta que por voluntad de Dios, se partió a Granada con esta ocasión. Vendiendo sus libros por la comarca de Gibraltar, encontró en el camino un Niño hermosísimo, con vestido pobre y roto, y los pies descalzos: se compadeció de él, y se enterneció, viéndole; y quitándose sus alpargates, se los puso al Niño; pero el Niño, mostrando, que le embarazaban los pies, y que no podía andar con ellos, se los volvió. Le dijo al Santo: Niño mío, si no podéis andar con mis alpargates, venid en mis hombros, que yo os llevaré en ellos; y se lo cargó sobre los hombros. Al principio le pareció la carga ligera; pero poco a poto el Niño se iba haciendo tan pesado, que el Santo sudando, y sin poder dar paso adelante, al llegar a una fuente, le dijo: Niño mío, dadme licencia, para beber y descansar un poco; que pesáis mucho, y me habéis hecho sudar. Sentó al Niño junto a un árbol, y fue por agua, para beber él, y dar de beber al Niño; y oyó una Voz a sus espaldas, que le dijo: Juan de Dios, Granada será tu cruz.Volvió el rostro admirado, y vio al Niño, que tenía en la mano una granada abierta, y en medio una cruz: entendió con este jeroglífico, que Dios le llamaba a Granada: se partió a aquella ciudad, siendo de edad de cuarenta años; y junto a la puerta Elvira compró una casilla, donde puso librería con la misma codicia, que en Gibraltar, de ganar almas, y no dineros; y en este ejercicio perseveró, hasta que Dios le llamó a otro de mayor ganancia, de las que el Santo pretendía.
9 Residía entonces en Granada el padre maestro Juan de Ávila, llamado dignamente apóstol de la Andalucía: predicó un día de San Sebastián en una ermita del Santo con el espíritu, que acostumbraba; y de las saetas del mártir, pasó a las del Amor Divino, con que Dios pretende herir nuestros corazones. Fueron sus palabras saetas y rayos, que atravesaron, y abrasaron el corazón de Juan de Dios: y aunque el venerable predicador no hubiera hecho otro tiro en su vida, más que éste, por él solo mereciera el nombre de apóstol. Quedó tan movido del sermón, que agitado de un divino furor, empezó a hacer locuras, como las sacerdotisas de Baco, o por mejor decir, como los apóstoles, cuando bajó sobre ellos el Espíritu Santo: con esta diferencia, que los apóstoles decían alabanzas de Dios; y Juan decía sus pecados: lo cual no parece menos admirable: porque al salir de la iglesia, furioso de muy amante, rasgando sus vestidos, dándose de bofetadas en el rostro, echándose en el suelo, levantando al cielo los ojos, e hiriendo el pecho con una piedra, confesaba a voces sus culpas, diciendo, que era grandísimo pecador. Se juntó luego grande caterva de muchachos y otra gente ociosa, diciendo: «Al loco;» y él se levantó, y fue corriendo a su casa, con este séquito, tirándole piedras y lodo; y abriendo la puerta, hizo pedazos con las manos y dientes, todos los libros profanos, que había en su tienda, y dio las estampas y libros devotos, a quien los pedía: y sacando después el dinero, que tenía, le dio todo de limosna, para libertar presos, y hubo para sacar veinte y dos personas de la cárcel. Se quedó solamente con la camisa y calzones, y se fue a la iglesia mayor seguido de la gente, que le reputaba loco, y trataba como tal; y entrando en la iglesia, puesto de rodillas, empezó a dar voces: Señor, misericordia, Dios mío, misericordia de este gran pecador, que tanto Os ha ofendido. Algunos clérigos, sospechando por el concierto, o juicio de sus locuras, que no era loco, el que lo parecía, mas antes parecía loco de demasiado cuerdo; le llevaron al maestro Ávila, y le dijeron, que aquel hombre demostraba estar loco, desde que oyó su sermón. El maestro Ávila, tomándole de la mano, y quedándose a solas con él, le preguntó: ¿qué locura era aquella, y por qué causa? Y el loco divino, puesto a sus pies, le contó todos los pasos de su vida, y cuán ingrato había sido a Dios, y lo mucho que le había ofendido, y cuánto debía ser despreciado de todos por sus culpas. Se admiró el maestro Ávila de ver tan nuevo espíritu: una locura tan cuerda; y una cordura, que parecía locura: un hombre tan loco por fuera; y tan cuerdo por dentro: un cuerdo, que se hacía loco, para vencer la locura del mundo con su misma locura: y finalmente, un cuerdo a quien los locos tenían por loco; y los cuerdos habían de envidiar su locura: y conociendo, que el Espíritu de Dios, que es admirable en Sus Santos, le movía a hacer aquellos excesos, le admitió por discípulo, y prometió serle consejero en las dificultades, y padre en las necesidades, que se le ofreciesen.
10 Salía de la presencia del maestro Ávila, y yéndose a la plaza de Vivarambla, revolcándose en medio del lodo, y la boca llena de cieno, decía entonces todos cuantos pecados se acordaba haber hecho en su vida, añadiendo después: Un traidor, que tantas culpas ha cometido contra su Dios, bien merece ser herido, y maltratado de todos; y quien tan de asiento estuvo en el cieno de sus vicios, justo es, que no tenga otro lugar, sino el cieno. Con esto se confirmaron, en que era loco, y él empezó a correr por las calles de la ciudad, dando saltos, y haciendo otras demostraciones, con que sufrió de los muchachos, y gente vulgar, afrentas, desprecios y golpes, que es lo que él deseaba, y buscaba con aquella locura, de que se había vestido. Perseveró de esta manera algunos días, llevando una cruz de palo en la mano, que daba a besar a los que querían, y besando él la tierra, siempre que se lo mandaban; hasta que llegó a estar tan flaco y debilitado, de lo mal que él se trataba, y del mal tratamiento, que otros le hacían, que dos hombres honrados y virtuosos, compadecidos de él, le llevaron al hospital real, donde curan los locos de la ciudad. Le entregaron a los ministros del hospital, que encerrándole en un aposento, le ataron los pies y manos, como a furioso, azotándole frecuentemente con grande crueldad: a que ayudaba algunas veces, lo que con la licencia de loco les decía a los ministros del hospital, reprendiéndoles, por lo mal que asistían a los enfermos de él: porque como las verdades aun de la boca de un loco amargan, y se oyen de mala gana, le pagaban los ministros las verdades con azotes, aun más para que callase, que para que sanase. Sabiendo el maestro Ávila, que el Santo estaba preso por loco, más envidioso, que compasivo, le envió a visitar por un discípulo suyo, que le dijese de su parte se consolase mucho en padecer algo por Jesucristo, y se animase a padecer mucho más por su amor. Se consoló mucho Juan de Dios con esta visita, y después se visitaban frecuentemente de esta manera. Al fin vino a verle el mismo maestro Ávila: y hallándole tan castigado y atormentado, le dijo: que ya era tiempo de quitarse aquella máscara de fingida locura, y dar a entender, que estaba sano; porque bastaba lo pasado para cimiento de la humildad, y era menester, que no pasase adelante, para atender a otras obras del servicio de Dios. Con esto, aunque él estaba dispuesto a ser toda su vida loco, por amor de Jesucristo; viendo, que a su maestro parecía lo contrario, poco a poco fue dando a entender, que se hallaba mejor, hasta que estando del todo bueno salió del hospital, dando muchas gracias al mayordomo y ministro, por la caridad, que habían usado con él.
11 Se partió a Montilla, a donde había ido el maestro Ávila, y se confesó generalmente, disponiéndose para la confesión con ayuno, y oración, en que gastaba toda la noche, de tal manera, que un compañero suyo, que lo tenía en su aposento, se quejó al maestro Ávila, de que aquel huésped no le dejaba dormir en toda la noche, porque toda la gastaba en oración: a que respondió el venerable maestro: Déjale orar; que más importa que el oro, que no que tú duermas. Deseaba ayudar a los pobres, de los cuales tenía gran compasión: y para entender la Voluntad de Dios, tomó por medianera a la Reina de los Ángeles, y se partió al templo de Guadalupe, descalzo de pie y pierna, descubierta la cabeza, rapada la barba, con un vestido, que bastaba, para no ir desnudo, pero no para ir abrigado, ni aun defendido del frío, que le hacía muy riguroso. Llevaba en el hombro una capacha, y en la mano un cayado; y no llevaba más provisión para el camino, que una gran confianza en Dios. Cuando se acercaba a algún pueblo, en que pensaba dormir aquella noche, hacía un haz de leña en el monte, y comprando del precio el preciso sustento para conservar la vida, daba todo lo demás a los pobres. En un pueblo le faltó, quien comprase la leña; con que le faltó cena, y posada: se fue a la plaza, y combatido del hambre, y del frio, quiso defenderse del enemigo, como podía: puso fuego a la leña, y se empezó a calentar. Estaba lloviendo; y repararon algunos, que ni la lluvia embarazaba, que ardiese la leña, ni el Santo se mojaba, estando en un lugar tan descubierto; y por no atribuirlo a milagro, lo atribuyeron a hechicería, y le quisieron prender por hechicero; mas conociendo en las respuestas, que daba a las preguntas, que le hicieron, que era hombre virtuoso, y pobre, le dieron limosna, y dejaron proseguir su camino. Pasando más adelante, al entrar en otro lugar encontró un hombre bien vestido, que le preguntó, si vendía la leña; y respondiendo, que sí, le ofreció por ella una bolsa llena de dinero. El Santo, temiendo algún engaño en tanta liberalidad, no la quiso aceptar; y porfiando el hombre, que la tomase, dijo: que la recibiría para decir de todo el dinero Misas a la Virgen de Guadalupe, a donde caminaba. No quería el demonio, que tal era aquel hombre, que su dinero se emplease tan bien; y así desapareció con su dinero, en oyendo el nombre de la Virgen. En Guadalupe recibió muchos favores de la Madre de Dios. El primero fue, que poniéndose delante de Su altar a rezar la Salve; al decir aquellas palabras: «Convierte a nosotros esos Tus ojos misericordiosos,» se abrió por sí misma la cortina, con que estaba cubierta la imagen, para que viese a la Virgen su devoto. Oyendo el sacristán ruido, vino corriendo, y pensando, que el peregrino había corrido la cortina, para hurtar alguna joya a la Virgen, injuriándole con palabras, levantó el pie para herirle, y se le quedó seco; mas por la oración del Santo volvió a quedar el pie sano como antes. En otra ocasión, orando con grande fervor delante de la Virgen, vio el prior del convento, que la Virgen le puso a Su Hijo en los brazos, y le dio unos pañales, para que le envolviese; y con esto quedó con mayor estima, y veneración de siervo de Dios. Veinte y dos días estuvo en aquel monasterio, hospedado de los religiosos, que por los sucesos pasados, lo miraban como a Santo. Comulgó cinco veces en este tiempo, y era continua su oración delante del altar de nuestra Señora: y aunque estaba tan gustoso en la Casa de la Virgen; con todo eso, como su cruz lo esperaba en Granada, volvió a cargarse con ella, para seguir a Cristo al monte Calvario.
12 Quiso pasar por Oropesa, su segunda patria, y se fue al hospital de los pobres, donde los servía los días, que allí estuvo, y saliendo por la villa a pedir limosna, la repartía con los enfermos del hospital, y otros necesitados. Entre otras personas enfermas visitaba a una muy pobre, que tenía una llaga en una pierna, y el Santo, queriendo juntamente sanarla, y vencerse a sí mismo, le chupaba todos los días la llaga, hasta que siendo la medicina su caridad, o su mortificación, la vino a dar perfecta salud; y a los que se admiraban, de que chupase la podre, decía: «¿No tuvo Dios asco de tomar nuestras enfermedades; y le tendremos nosotros de las de nuestros hermanos?» Prosiguiendo su camino para Granada, supo, que estaba el maestro Ávila predicando en Baeza, y pasó por aquella ciudad, para verse con él. Le predijo muchas cosas el maestro Ávila, que le habían de suceder, y le aconsejó, que fuese a Granada, y buscase un confesor prudente, por quien se gobernase, y que en los negocios más graves le consultase a él. Antes de entrar en Granada, se cargó un haz de leña, como acostumbraba, para entrar con él en la ciudad; pero le sobrevino tal temor, acordándose de la persecución pasada, y de la opinión, que había tenido de loco, temiendo no resucitase esta fama, a quien ayudaba venir vestido de una túnica blanca, que le había dado el prior de Guadalupe; que se estuvo un día y una noche, sin atreverse a entrar, y dio la leña a una pobre viuda, por una escudilla de lentejas, que le dio para comer. Permitió Dios esta tentación en su siervo, para que se humillase más, y fuese después mayor el triunfo, venciéndose muchas veces, por no haberse vencido una; como sucedió: porque recogiéndose por la noche a una ermita, corrido de sí mismo, reprendiéndose por su flaqueza y miseria, dándose recios golpes con un ladrillo en los pechos; dijo el Salmo del Miserere, pidiendo misericordia a Dios: luego por la mañana subió al monte, e hizo otro haz de leña; pero al entrar en la ciudad, sintió la misma repugnancia, que en el día antes: y aunque el espíritu le hacía dar pasos adelante; la carne flaca murmuraba, y quería volver atrás; y él, animándose, y esforzándose, decía: ¿Qué es esto, asnillo? ¿Tenéis vergüenza de entrar en la ciudad con el haz de leña; y no tuvisteis vergüenza de ofender a Dios tantas veces? Pues en verdad, que si os pesa tanto la carga, la habéis de llevar hasta la plaza; y con animosa resolución entró por la puerta de la ciudad, y llegó hasta la plaza de Vivarambla, donde se sentó sobre el haz de la leña. Luego fue conocido de los muchachos, y gente ociosa, y padeció muchos oprobios, o injurias; y deseoso de afrentas, iba todos los días al monte, y traía un haz de leña, y del precio, tomando lo menos para sí, daba lo más a los pobres; y todas las horas del día, que le sobraban, gastaba en las iglesias en oración.
13 Una tarde se entró en Nuestra Señora del Sagrario, y poniéndose a orar delante de un Crucifijo, que tenía a los lados las imágenes de María Santísima, y de San Juan Evangelista, empezó a pedir al Señor con muchas veras, que le enseñase el camino de servirle. Gastó en esta oración algunas horas, con grande gusto, y satisfacción de su espíritu: y al querer salir de la iglesia, le pareció, que la Virgen Santísima, y San Juan Evangelista, se bajaban del altar, y le ponían una corona de espinasen la cabeza, y que la Virgen le decía: Juan, por espinas, y trabajos quiere Mi Hijo, que alcances grandes merecimientos. La visión fue imaginaria; pero el dolor verdadero: y aunque no veían la corona los ojos, sentía la cabeza de Juan las espinas, y se la penetraban con gran dolor; pero juntamente se halló tan gozoso con este regalo del Señor, que le dijo: Señor, trabajos, y espinas dadas de vuestra mano, rosas, y claveles son para mí. Desapareció la visión, y a pocos pasos, que dio, halló declarado el misterio; porque yendo por una calle, vio a la puerta de una casa una cédula, que decía: «Esta casa se alquila para pobres.» Le pareció, que su corona de espinas era servir a los pobres; y así confiado en Dios, aunque no tenía caudal ninguno, alquiló la casa para pobres: y luego favoreciéndole el Señor con las limosnas, que le dieron algunas personas conocidas, puso en ella cuarenta y seis camas, pobres entonces, y poco acomodadas, porque no tenía cada una más que una estera, dos frazadas, y una almohada, y sobre ella una cruz de palo, bastantes para principio, y bosquejo de la nueva hospitalidad, que había de fundar. Luego salió a buscar pobres por las calles: y en hallando algún enfermo, y desamparado, le traía a su nuevo hospital sobre los hombros, imitando la caridad de aquel pastor, que llevaba sobre sus hombros la oveja perdida; y echándole sobre la cama, y trayendo agua, le lavaba los pies, y se los limpiaba, y besaba con mucha humildad. Le exhortaba a confesar, diciendo: que alcanzada la salud del alma, alcanzaría después con más facilidad la del cuerpo, y que quitadas las culpas, eran más fáciles de quitar las enfermedades, que de ellas muchas veces se ocasionan. Para sustentar sus pobres, y curarlos, salía todos los días por la ciudad con una espuerta, o capacha a cuestas, y dos ollas grandes, pendientes del cuello con una soga, y sustentadas con las manos, y de esta manera andaba por las calles, dando voces, con una voz lastimera, diciendo: Hermanos, dad limosna para vosotros mismos.Esta voz, como salía de un pecho lleno de caridad, penetraba los corazones, de los que le oían, especialmente de noche, y saliendo a las puertas, le daban pan, caldo, carne, y otras cosas que comer, y dinero, y con esta limosna se volvía contento a su casa; y lavando a los pobres sus escudillas, les repartía la comida, y les exhortaba a dar gracias a Dios, por quien les hacían la limosna; y con el dinero compraba medicinas para los enfermos. Fuera de esto barría la casa: traía el agua: hacía las camas: limpiaba las inmundicias; y servía a los pobres en todos los oficios, con tanta humildad, y caridad, como si fuera juntamente siervo, y padre de los pobres. De noche dormía entre sus enfermos, para asistir a la necesidad, del que le llamaba, o había menester.
14 Solamente sentía el Santo verse solo: porque las ocupaciones, que tenía, sobraban para diez personas, y aun no se le llegaba nadie, porque no se aseguraban del todo, que aquella caridad no fuese ramo de locura; porque más fácilmente se sana de la locura, que de la fama de loco. Pero cuando él era solo, se multiplicaba en muchos, y cuando aun no querían acompañarle los hombres, codiciaban ser sus compañeros los Ángeles. Le faltó agua una noche para servicio de los enfermos: tomó dos cántaros, y fue por ella a la plaza de Vivarambla, que estaba lejos: y como se detuviese mucho, cuando volvió, halló las haciendas hechas, barrida la casa, fregados los platos, y dispuesto todo lo necesario. Preguntó a los pobres, quién lo había hecho; y respondieron todos, que ¿para qué lo preguntaba, habiéndolo hecho él mismo? ¿Cómo puede ser, replicaba, si yo he estado fuera hasta ahora? Mas porfiando los pobres, que él mismo había sido, y no otros, les dijo el Santo: Mucho os quiere Dios, hermanos; pues envía Sus Ángeles, para que os sirvan. Se divulgó el caso por la ciudad, y luego quisieron los hombres ser compañeros, de quien eran compañeros los Ángeles, y tomar el oficio de aquél, cuya forma tomaban todos los espíritus soberanos, para tomar el ministerio. Admitió por compañeros los que juzgaba a propósito para siervos de la santa caridad, y repartió con ellos los ministerios de pedir limosnas, servir a los pobres, y enfermos, no excusando el trabajo, sino aumentando el mérito, ganándole con las obras de todos sus hijos, y compañeros, que las hacían por su ejemplo, y dirección, tomando él solamente de superior el ir delante de todos en las obras de humildad, y caridad, y escoger para sí el mayor trabajo.
15 Como fuese un día a pedir limosna al Obispo de Tuy, don Sebastián Ramírez de Fuen-Real, que era presidente de la real audiencia de Granada, le preguntó el Obispo, cómo se llamaba, y respondió, que Juan; y pidiéndolo el sobrenombre, respondió: que un Niño, que le había guiado a Granada, le llamó Juan de Dios; mas que él no se había atrevido a ponerse tan alto apellido, como era tan indigno de Él. El Obispo, entendiendo, que aquello era cosa de Dios, le mandó, que se llamase en adelante Juan de Dios. Llevaba el Santo un vestido muy pobre, y vil, y le dijo el Obispo: que aunque el vestido que llevaba era conforme al espíritu de pobreza, que tenía, no era conforme a la decencia de las personas, con quienes trataba; y así que mudase de traje, y se diferenciase de los demás en el hábito, como en el ministerio. A todo se sujetó el humilde Juan de Dios, y mandando el Obispo traer un poco de jerga teñida de blanco, y negro, le cortaron de ella un hábito honesto, semejante al que traen ahora sus religiosos, sin escapulario, el cual pidió después al Papa Pío V el hermano mayor de Granada Rodrigo (le Sigûenza, para diferenciarse de otros que usurparon el mismo hábito, que los hijos de San Juan de Dios. Su mismo hábito dio el Santo, a los que admitió por compañeros: entre los cuales se debe hacer alguna mención de dos muy insignes, que fueron Antón Martín, y Pedro de Velasco, por el modo maravilloso, con que los trajeron a su modo de vida, e instituto, y por haber sido la conversión de Antón Martín uno de los mayores milagros, o el mayor, que hizo San Juan de Dios, Era Antón Martín hombre de más que rotas costumbres, y que hacía logro de los pecados ajenos, y tenía a su cargo mujeres, que con las culpas sustentaban sus galas. Tenía preso en Granada a Pedro de Velasco, por haber muerto a un hermano suyo, diligenciando, que le ajusticiasen. Se aficionó a Juan de Dios, y le daba limosna muchas veces para sus pobres: y el Santo, compadecido de la mala vida de Antón Martín, y sintiendo el odio, con que perseguía a su hermano, procurándole la muerte, no con celo de justicia, sino con deseo de venganza; encontrándole en una calle, se hincó de rodillas delante de él, y sacando un Crucifijo, acordándole los muchos pecados, que contra Dios había cometido, le rogó, que perdonase a su hermano, para que Dios le perdonase a él. Se enterneció con las palabras de Juan de Dios Antón Martín, y fueron tan eficaces, que no solo perdonó allí a su enemigo; mas se le ofreció por compañero, para servir a los pobres. Fueron los dos a la cárcel; y Antón Martín hizo apartamiento jurídicamente de su querella, y se hizo amigo de Pedro de Velasco: el cual, agradecido a Dios, y a Juan de Dios, se hizo su compañero; y el Santo, disponiendo, que saliese de la cárcel Pedro de Velasco, los vistió de su hábito, y los llevaba consigo a pedir limosna por la ciudad, que quedó admirada, y edificada del suceso, viendo un pecador hecho santo, dos enemigos hechos amigos y compañeros, y a Juan de Dios, que obraba estas maravillas con la gracia del Señor. Fueron estos compañeros de San Juan de Dios, varones insignes en santidad: Antón Martín, fundador del hospital de Amor de Dios, de esta villa, y corte de Madrid; Pedro de Velasco, o Pedro Pecador, fundador de la casa de la ciudad de Sevilla. Y para que se vea, cuánta es la misericordia de Dios, y cómo ningún pecador, por grande que sea, ha de desconfiar de ella; Antón Martín, que había sido ministro del amor torpe, o por mejor decir del demonio, para enredar las almas, habiendo lavado con lágrimas, y penitencias sus culpas, mereció ser algún día blanco de los tiros, que el Niño Jesús, hecho verdadero Dios de amor, con arco, y flechas, tiraba a su corazón.
16 Creció la fama de la caridad de San Juan de Dios, y con la fama creció el número de los enfermos, y necesitados, que venían a lograrla, de manera, que no cabían en el primer hospital; pero con su confianza en Dios, que no había menester crecer, para ser mayor, que todas las necesidades, tomó otra casa mayor, y dispuso en ella diferentes enfermerías para diferentes enfermos: en una puso los hombres; y en la otra las mujeres: aquí juntaba los enfermos de calenturas; allí los que estaban asquerosos con las llagas: en una sala los incurables; en otra, los que padecían el mal de Venus: y de esta manera dividía las enfermedades, para que no se confundiesen los remedios, y separaba los hombres de las mujeres, para que no enfermasen las almas, de los que sanaba los cuerpos: con que no menos moraba en su hospital la prudencia, que la caridad. Su hospital era también casa propia de los pobres, y peregrinos, que no hallan posada en las casas de los ricos; y para que al invierno tuviesen defensa contra el frío, hizo fabricar una cocina, con tal disposición, que podían calentarse a la lumbre doscientos pobres, sin embarazarse unos a otros. Viendo tanta caridad, tanto orden, y concierto, algunos hombres ricos compraron al Santo en la calle de los Gomeles unas casas grandes, que habían sido monasterio de monjas, a donde pasó sus enfermos, habiendo labrado las oficinas, y salas necesarias para un hospital grande, y acomodado. Era singularísimo el cuidado, que tenía el Santo de traer a su hospital los enfermos, y necesitados, y que en él no les faltase nada para la cura de su enfermedad, y remedio de su necesidad. Tenía médicos, cirujanos, y boticarios: les proveía de regalo, y medicinas; y era un pobre tan rico, que no teniendo nada, lo tenía todo, porque tenía en su mano las haciendas de los ricos, que a competencia le socorrían: y valía tanto en casa de un mercader una cédula suya, como la letra de un correspondiente; porque todos le daban, o prestaban, lo que pedía.
17 Alentaba Dios al Santo, para que se ejercitase en las obras de misericordia, con hacerle singulares favores por sí, y por medio de Sus Ángeles. Encontró una noche muy lluviosa un pobre desabrigado, que se quejaba de no hallar un rincón donde recogerse. Le convidó con su hospital: y diciendo el pobre, que no podía caminar por su pie; aunque el siervo de Dios iba cargado con la limosna para sus pobres, se le cargó en los hombros: más a poco espacio, no pudiendo sus fuerzas con tan carga, cayó con el pobre en tierra. Se reprendía, y se daba golpes con la caída: y queriendo volver a tomar al pobre en sus hombros, llegó un mancebo de buen talle, y disposición, y se le ayudó a levantar; y tomándole de la mano, le dijo: Hermano Juan, Dios me envía, a que te ayude en tu ministerio: y para que veas, cuán acepto es a Dios lo que haces, sabe, que yo tengo a mi cargo el escribirlo en un libro. Yo soy un pobre pecador, replicó Juan, y todo lo bueno es de Dios: pero ¿no me diréis, quién sois? ―Soy, dijo, el Arcángel Rafael, destinado de Dios para ser tu compañero, y guarda tuya, y de tus hermanos. Pocos días después, estando el Santo dando de comer a sus pobres, faltó el pan para algunos, y vino el mismo Arcángel San Rafael en el traje, que vestía San Juan de Dios, con una cesta de pan en la mano, y le dijo: Hermano Juan, todos somos de una orden: recibe ahora este pan, para remediar a tus pobres. Encontró en otra ocasión un pobre pálido, y macilento, y que en el color parecía estar más muerto que vivo: le tomó en sus hombros: le llevó al hospital: le echó en la cama; y al quererle lavar los pies, se detuvo admirado, porque vio en uno de ellos una Llaga muy hermosa, y resplandeciente: levantó los ojos, para mirarle la cara, y oyó, que le decía Jesucristo, que había tomado la forma de aquel pobre: Juan, a Mí se Me hace todo el bien, que se hace a los pobres: y con esto desapareció la visión, y quedó tal resplandor en la sala, que los pobres, se alborotaron, pensando, que se quemaba el hospital, y empezaron a decir, fuego, fuego: y lo dijeran con razón, si vieran el corazón del Santo, que quedó tan encendido de amor de Dios, y de los pobres, que en nada sentía mayor consuelo, que en servirlos; y tenía puesta toda su felicidad en remediar sus necesidades, considerando en cada pobre a Cristo, y sirviéndole, como si viera en él al mismo Cristo, que había tomado la forma de uno, para ser conocido en todos.
18 No cabía la caridad de San Juan de Dios en su hospital; porque no estaban en él todas las necesidades: ni era su misericordia solamente corporal, sino mucho más era espiritual; porque cuidando mucho de la salud de los cuerpos, cuidaba mucho más del bien de las almas, y a éste ordenaba todas las limosnas, que hacía. No dejaba de remediar todas las necesidades, que sabía, y procuraba saberlas todas. Se iba por las casas de la doncellas pobres, viudas desamparadas, casadas necesitadas, y a todas llevaba de ordinario sustento: y porque no estuviesen ociosas, las llevaba de casa de los mercaderes, seda, lino, y lana para que devanasen, hilasen, y trabajasen, persuadiéndolas, a que sirviesen a Dios, que no las faltaría Su Misericordia. Buscaba dotes para casar doncellas, cuya necesidad pone pleito a su castidad, para que no vendiesen el honor para sustentar la vida. El mismo cuidado tenía de las huérfanas, en quienes el desamparo, y la necesidad, hacen doblado el riesgo. Supo, que una niña quedaba huérfana de padre, y madre: la tomó en su capacha, y la llevó a un lugar cercano a la ciudad, que se llamaba Gabia, donde la dio a criar, y la visitaba de tres a tres días, para ver cómo la trataban: y viendo, que no era con el cuidado, que él deseaba, la puso en otra parte, y dio a una persona, cincuenta ducados, para que granjeando con ellos, viniesen a ser dote de aquella niña: con que se casó a su tiempo honradamente. Le cercó en una ocasión multitud de niños desamparados; y viéndolos mal vestidos, enternecido, y compasivo, los llevó a casa de una mujer, que vendía ropa, y los vistió a todos. En viendo algún pobre desnudo, trocaba su vestido por la desnudez del pobre, y él se cubría con una manta, hasta que le daban otro vestido. No se pueden contar todas las limosnas, que el Santo hacía: porque socorría a los pleiteantes pobres, para que no dejasen por necesidad de seguir su derecho: a los soldados, que no recibían otro sueldo, sino el que les daba por amor de Dios: a los vergonzantes, a quienes dobla la necesidad la dificultad de pedir: a los que se vieron en abundancia, y padecen, lo que no tienen, y lo que tuvieron: y no hallando bastante esfera su caridad en los vivos, se extendía hasta los muertos, de quienes los más parientes, y amigos se olvidan. Encontró un día un pobre difunto en una calle: se fue a casa de un rico, y le pidió limosna para amortajarle, y enterrarle. Respondió el rico, que no tenía que darle, como responden muchos, que lo tienen todo para guardar y nada para dar. Tomó el Santo el difunto acuestas, y le llevó a las puertas del rico, diciéndole, que pues tenía tanta obligación a aquel pobre, como él, y más posibilidad, se le dejaba allí, para que le enterrase. El rico, porque le quitase de delante aquel recuerdo de su muerte, le dio la limosna, que pedía. En las casas de don Diego de Loaisa en Granada, había unas bóvedas, donde se recogían muchos pobres de noche, y cuando alguno moría, se lo revelaba Dios, e iba el Santo muy de mañana a pedir el cuerpo para enterrarle, cuando estaba aun cerrada la puerta de la casa, y no sabían en ella, que hubiese muerto ningún pobre.
19 Sobre todo procuraba con todas fuerzas apartar a las malas mujeres de su mala vida, ofreciendo sustentarlas y acudirlas con todo lo necesario, si dejaban su culpa; y se hacía su amante casto, para guardar su castidad, y apartarlas de los amantes torpes que procuraban su perdición. Especialmente los viernes, en reverencia de la pasión de Cristo, de que era muy devoto, se iba a la casa pública, y ofrecía cualquier precio a alguna de aquellas mujeres para que le oyese lo que la quería decir: y sacando luego un Crucifijo, que traía en la manga, y poniéndole en la mano siniestra, con la diestra se daba recios golpes en los pechos, y con muchas lágrimas decía todos sus pecados, para animar a aquella pecadora a confiar en la misericordia de Dios, que como le había perdonado a él, también la perdonaría a ella. Después sacaba un libro en que estaba escrita la pasión de Cristo, y leyendo un poco en él, tomando aquello como por tema, ponderaba lo mucho que le había costado a Cristo su alma, y cuán barata se la vendía al demonio; y los tormentos eternos que la esperaban en el infierno por momentáneos deleites. De esta manera convirtió a muchas: y si alguna se excusaba con su pobreza, diciendo: que tenía deudas, y si salía de allí no sabía cómo pagarlas; la cogía la palabra, y pedía que no ofendiese a Dios, hasta que él volviese; y se iba derecho a la casa de algunas señoras devotas, y las decía: que tenía el demonio una o dos almas presas por deudas y era menester sacarlas de la cárcel; y en juntando lo necesario volvía, y sacaba de allí aquella esclava del demonio, para hacerla esclava del que la compró con Su propia Sangre. Otras veces, cuando iba a la casa pública juntaba todas las mujeres para predicarlas, y en una ocasión convirtió ocho. A las que se convertían llevaba primero a su hospital, y hacía que estuviesen en la enfermería de las mujeres algunos días, para que viendo las crueles curas que se ejecutaban en algunas malas mujeres por sus vicios, cobrasen horror a ellos: después las casaba y dotaba; y en una ocasión casó diez y seis juntas: a las que se querían recoger a la casa, que para esto tenía la ciudad, llevaba él mismo, y las proveía de todo lo necesario: y hubo algunas de estas mujeres a quienes convirtió el Santo, que no solo dejaron sus vicios, mas trataron de mucha perfección y fueron grandes siervas de Dios. Entrando un día en la casa pública, le dijeron cuatro mujeres: que ellas eran naturales de Toledo, y que si diese orden como fuesen allá a componer algunas cosas de su conciencia, enmendarían sus vidas. Se alegró el Santo con la ganancia de cuatro almas, y luego previno cuatro cabalgaduras, y dinero para el camino, y yendo él a pie por mozo de mulas con otro compañero, se partieron a Toledo: mas ellas no querían mudar de vida, sino de lugar: y así al llegar a Almagro, le dejó la una, y al llegar a Toledo le desaparecieron las dos. Le decía su compañero, que su jornada había sido sin provecho; mas el Santo la dio por muy bien empleada, porque la cuarta, movida de sus palabras, se volvió con él a Granada, donde la casó y vivió en adelante muy cristianamente; y le respondía a su compañero: Hermano, si las otras no eran nuestras y se perdieron, no es justo que dejemos ésta, que desea ser buena. No faltaba quien murmurase de esta obra; porque nunca falta quien diga mal de todo, de lo bueno los malos, y de lo malo los buenos: y algunos se entibiaron por las murmuraciones, en darle limosnas; pero no desistió él por eso de la buena obra, y presto venció la verdad a la mentira, y la caridad a la envidia, siendo tenido por más casto el que trataba con gente poco honesta para apartarla de la deshonestidad; y desengañados todos multiplicaron sus limosnas, viendo cuán bien se lograban en las manos del Santo. Algunas veces se iba a las puertas de la casa pública, y a los mancebos que querían entrar en ella los persuadía a que no ofendiesen a Dios. Finalmente, por todos los medios posibles procuraba Juan, verdaderamente de Dios, evitar las ofensas de Dios. Un ejemplo singularísimo de este celo apostólico quiero poner aquí. Vino a Granada a seguir un pleito una forastera hermosa y pobre, que son dos enemigos de la castidad: reparó en ella el Santo, y le dio gran cuidado verla frecuentar tanto los tribunales. La habló un día, y supo a lo que había venido y el estado de su pleito: la ponderó el peligro en que estaba su castidad, y prometió de ser el agente de su pleito, y darla todo lo necesario para su sustento, si se estaba recogida en una casa que él la señalase. Lo prometió la mujer, y el Santo la llevó a casa de unas mujeres honestas; y todos los días la daba cuanto había menester, y solicitaba con gran cuidado su pleito. Cuando era menester hablarla del pleito, la visitaba, e hincado de rodillas la rogaba con lágrimas en los ojos, que no saliese de casa, ni ofendiese a Dios; pues él la sustentaba y solicitaba su pleito. Entrando un día de repente en su aposento, la halló demasiadamente compuesta: lo sintió mucho y la reprendió con tanta eficacia, que la hizo resolver en lágrimas; y el amante, a quien ella había admitido, salió del lugar donde estaba escondido, tan trocado por las palabras del Santo, que reprendió a la mujer su ingratitud, exhortándola a castidad; y al Santo prometió ella enmendar su vida, como lo cumplió, viviendo en adelante con mucho ejemplo y opinión de virtuosa.
20 Otras conversiones hizo admirables y otras limosnas innumerables, tanto, que muchos le tenían por pródigo: y verdaderamente era liberalísima su caridad, no tasando ni midiendo la limosna con su pobreza, sino con la ajena necesidad; porque tenía en la riqueza de Dios un tesoro inagotable. Quisieron unos experimentar la caridad del Santo, y la hallaron mayor de lo que toda su esperanza podía imaginar. Había venido á Granada don Pedro Enríquez de Ribera, conde de Tarifa: en sabiéndolo el Santo, fue a su posada a pedirle limosna para los pobres, y le halló jugando a los naipes con algunos caballeros. Los jugadores son liberales en el juego, porque no sienten dar lo que pueden perder, o les ha costado poco ganar; y así sacó de la mesa buena cantidad de reales de a ocho: mas en saliendo de casa el Santo para volverse a su hospital; el conde, atajándole por otra calle, le salió al encuentro, y llegándose a él con disimulo, le dijo: Hermano Juan, yo soy un pobre caballero con muchas obligaciones y sin ninguna conveniencia: si no me socorréis pereceré de hambre, y me veré obligado a hacer cosas indignas de mi estado y calidad. No le dejó pasar adelanto el Santo; y luego le dio la bolsa con el dinero. Volvió el conde admirado de la caridad del Santo, y contó a los caballeros lo que le había pasado. Fue otro día al hospital, y le dijo: Hermano Juan, he sabido que anoche os hurtaron la bolsa con todo el dinero. Respondió, que no se la habían hurtado, más que él la había dado de muy buena voluntad. Y el conde le restituyó todo el dinero y añadió otros ciento y cincuenta ducados, y mandó a su mayordomo, que todos los días que él estuviese en Granada, diese al Santo ciento y cincuenta panes, cuatro carneros y ocho gallinas para el socorro de sus pobres. Otro caballero vino a él una noche, y ponderándole su gravísima necesidad, le dijo, que no se remediaba con menos que con doscientos ducados. Respondió el Santo: que no los tenía, y era limosna demasiado grande para darla un pobre como él; mas que volviese al día siguiente al mismo lugar y le socorrería con lo que pudiese. Esperó el caballero, el Santo le llevó los doscientos ducados: los cuales no quiso tomar el caballero, antes le dio otros doscientos, pidiéndole encomendase a Dios el buen suceso de un casamiento que deseaba. Lo hizo; y por sus oraciones el caballero mudó de propósito, y deseoso de servir a Dios, se hizo Sacerdote por consejo del maestro Ávila, y vivió y murió con fama de gran santidad, pagándole el Santo y Dios la limosna, con negarle lo que pedía, y darle lo que no pedía; porque esto le convenía, y aquello no. Para no pedir tanto a los ciudadanos de Granada, que liberalísimamente le socorrían, y desempeñarse de algunas deudas, en que había incurrido con los excesivos gastos que hacía con los pobres; dejando encomendado a Antón Martín el hospital de Granada, salió con un compañero por otros lugares de la Andalucía: después se partió a Valladolid, donde estaba la corte; y en todas partes recibió grandes limosnas de personas ricas, nobles y poderosas, y del rey Felipe II, que entonces era príncipe, que le estimó y veneró mucho por sus grandes virtudes; mas reparando su compañero en las grandes limosnas que daba, y que socorría las necesidades que encontraba, le dijo: que se acordase de los enfermos del hospital de Granada, para los cuales habían salido a pedir limosna. A que respondió el Santo varón: Hermano, darlo acá o darlo allá, todo es darlo por Dios, que está en todo lugar; y en cualquiera parte donde estuviere la necesidad, debe ser socorrida. Con esto volvió casi vacío a Granada; pero los duques de Sesa, siempre piadosísimos y liberalísimos para con el siervo de Dios, sin pedirles nada, le enviaron una gran limosna para que pagase sus deudas.
San Juan de Dios salvando a los enfermos de incendio del Hospital Real, Manuel Gómez-Moreno González (1880). Museo de Bellas Artes de Granada.
21 Poco le parecía a San Juan de Dios socorrer a sus pobres con limosnas, si no exponía por ellos la vida y daba el mayor testimonio de la caridad; y le ofreció Dios para esto una buena ocasión. Se encendió fuego en el hospital real, que está fuera de los muros de Granada, en un campo muy espacioso. Se llenó el campo de gente, al tocar las campanas a fuego, y de llantos, lástimas y confusión al ver arder el hospital; pero ninguno se atrevía a entrar dentro, por estar ocupada la puerta del humo y de fuego, sin haber más agua para apagarle que la de las lágrimas. Vino corriendo San Juan de Dios, y como tenía otro fuego interior que le abrasaba más, no temía el fuego material: se entró por él con grande prisa, abrió diversas puertas y ventanas; y oyendo las voces de los miserables enfermos, a quienes su enfermedad tenía en la cama presos, para no huir el incendio vecino y el humo, en que estaban casi ahogados; fue sacando cuantos pobres había en el cuarto más peligroso, trayéndolos a cuestas a veces de dos en dos, dándole la caridad las fuerzas que le quitaban los ayunos y penitencias, de que estaba muy debilitado; y de esta manera los libró a todos del peligro a costa del propio riesgo, y después arrojó por las ventanas las camas y ropa. Remediado lo más importante, tomó un hacha y se subió a lo más alto del techo, donde el fuego tenía su mayor fuerza; y procurando atajarle por una parte, reventó por otra y le cogieron en medio las llamas. No pareció en espacio de media hora, y fue llorado por muerto: y saliendo después inopinadamente de las llamas, llenó a todos de admiración, como si le vieran resucitado; y en adelante fue tenido en mayor reverencia y veneración. Algunos dijeron haber visto en esta ocasión dos hombres con cuatro cántaros de agua que le ayudaban a apagar el fuego; y como solo uno, y muy poco tiempo le asistiese, juzgaron que eran Ángeles que le ayudaban en este ministerio, como solían en otros: otros afirmaron que habían visto al Santo penitente en el aire: pero ya que viesen los ojos entre el humo y la contusión lo que imaginaba la admiración o turbación, ningún milagro podrán decir mayor, que la misma caridad, de la cual se pueden creer estos y mayores milagros. Creció tanto la estimación y veneración del Santo en Granada, que como antes los niños y hombres decían: Al loco; ahora todos le llamaban Santo. Y no fue esta vez sola la que expuso a riesgo su vida, por librar a otros de la muerte, como adelanto veremos.
22 La caridad, dice San Pablo, que es paciente y benigna, y sufre todas las cosas, sin volver mal por mal, antes vence el mal, con el bien: en lo cual nos dio admirables ejemplos este siervo de Dios. Pasando una mañana por la calle de los Gomeles, derribó con la capacha, en que llevaba la limosna, la capa a un caballero forastero. Se enojó mucho el caballero, y le trató muy mal de palabras; y el Santo con grande mansedumbre, le dijo: Hermano, perdonadme; que no lo hice de malicia. Como el caballero se oyó llamar hermano, pareciéndole, que era desprecio de su persona, le dio una recia bofetada. La respuesta del Santo fue cumplir con el consejo de Cristo, y ofrecerle la otra mejilla, diciendo: Hermano, yo he errado: dadme otra bofetada. Irritado de nuevo el caballero, mandó a sus criados, que le matasen. Llegó a este tiempo otro caballero de Granada, llamado Juan de la Torre, y dijo al siervo de Dios: ¿Qué es esto, hermano Juan de Dios? Cuando el forastero oyó el nombre, conoció quién era aquel, a quien había agraviado tanto; y arrepentido, y corrido de su atrevimiento, se arrojó a sus pies y le pidió perdón con mucha humildad. El Santo con un rostro humilde y risueño le abrazó, como si hubiera recibido de él un grande beneficio; y el caballero le envió después cincuenta ducados para su hospital, y le pidió el hábito: y el Santo conociendo su espíritu, no se lo quiso dar, aunque se le despidió con buenas palabras. Se enojó mucho aquel hombre: y retirándose afuera, le tiró una piedra, con que le hirió en la cabeza. Quisieron vengar esta injuria los que estaban presentes, y el Santo los detuvo, disculpándolo, y diciendo, que no se espantasen de lo que había hecho, porque estaba enojado, por no haberle admitido por compañero. Entrando a pedir limosna en la casa de la inquisición vieja, arrimándose a un estanque, un paje le dio un empellón, y le hizo caer en el agua: salió de ella mojado y enlodado; pero muy alegre, y contento, con una boca de risa, y agradeció al paje el beneficio que le había hecho; que por tales tenía los agravios que le hacían. Había sacado el Santo de la casa pública una mujer, y dotándola, para que se casase, y la socorría en todas sus necesidades. Vino un día al hospital a pedir un poco de lienzo: estaba el Santo desnudo, y cubierto con una manta, por haber dado todo su vestido a un pobre, y la dijo que volviese otro día por el lienzo. Ella enojada, porque no le daba entonces lo que le pedía, le dijo: que era un hipócrita, y otras injurias que escandalizaban a los presentes; pero él las oía con tanto gusto, que la dijo: La verdad dices, y yo te prometo un buen premio, si mañana dices en la plaza públicamente estas verdades, que aquí me has dicho. Se irritó más la mujer, y multiplicó las injurias; y el Santo, riéndose, la dijo: Mira, tarde, o temprano te tengo de perdonar; y así yo te perdono desde luego: ve en paz. Mas ¿qué oprobios, y afrentas no sufrió de algunos deshonestos, porque apartaba de su amistad a las malas mujeres? Pero él todos los oprobios y afrentas del mundo padeciera de buena gana, por sacar una alma sola de la esclavitud del demonio.
23 No era San Juan de Dios menos riguroso para consigo, que manso para con los demás: ni parecía aborrecerse a sí menos, que amaba a los otros. Desde que se convirtió a Dios, fuera del trabajo, y fatiga continua de servir a sus enfermos y pobres, y recoger las limosnas para ellos, que bastara por áspera penitencia; condenó su cabeza, a que anduviese siempre descubierta y rapada, a los ardores del sol, hielos, aires, y lluvias, sin cubrirla jamás. Andaba siempre con los pies descalzos, y de esta manera caminaba en todos tiempos: nunca quería subir a caballo, aunque fuesen largas las jornadas; y con los pies lastimados y heridos caminaba por las piedras y espinas, por las nieves del invierno, y por las arenas encendidas en el verano. No traía camisa; y en su lugar vestía un áspero cilicio. Su cama era una estera, una manta, y una piedra por almohada; aunque la cama era lo que menos había menester, pues ordinariamente no dormía en toda la noche más que una hora. En los ayunos de la Iglesia no comía pan, y todos los viernes ayunaba a pan y agua, y tomaba una recia disciplina con cordeles llenos de nudos, hasta bañarse en sangre; y pareciéndole un día pequeña esta mortificación, se aplicó al cuerpo dos ladrillos hechos ascua, de que estuvo muchos días enfermo. En los demás días su templanza merece llamarse ayuno de los muy rigurosos, y a veces se le pasaban dos días, sin comer bocado. Si le convidaban a comer personas devotas, no se sentaba a la mesa; mas puesto de rodillas juntaba lo mejor, y decía: Esto me sabe mejor, si lo comen mis pobrecillos: y si lo importunaban que comiese lo que le daban, que también habría para sus pobres; sacaba de su capacha un poco de ceniza, y como si fuera sal o pimienta, polvoreaba los regalos, para que dejasen de serlo.
24 Con esta penitencia se disponía para la oración, enflaqueciendo el cuerpo, para que se levantase a Dios el espíritu. Gastaba en la oración toda la noche,fuera de la hora que dormía, si la caridad no le apartaba de los pies de Cristo, para servir a Cristo en algún pobre que tenia de él necesidad. Hospedándose en casa de una persona principal y devota, oyeron algunas noches en el aposento del siervo de Dios ruido de cascabeles: y queriendo una noche saber la causa del ruido, acechando por un agujero, vieron encendida una luz, y al Santo con mucha quietud orando; y deteniéndose un poco, vieron que se levantaba, y atando a una pierna una cinta de cascabeles, dando vueltas por la sala, decía: Quien a Dios ha de servir, no le conviene dormir; ahuyentando de aquella manera el sueño: y dadas algunas vueltas, se volvió a la oración, y a su primera quietud. También observaron, que al hacer oración, salía de su boca un rayo de fuego que subía hacia el cielo. Este rayo de la oración de San Juan de Dios, abrasaba al demonio; y así procuraba embarazársela, usando de diversas trazas, aunque todas sin provecho. Una noche luchó con el Santo, y él decía: ¿Piensas, oh traidor, que he de dejar lo comenzado? E invocando el nombre de Jesús, ahuyentó de sí al demonio. Otra vez se le apareció en figura de un espantoso lagarto; mas conociendo el siervo de Dios, que era el demonio, no hizo caso de él. Otra le vio en forma de una mujer muy hermosa, que quería provocarle a deshonestidad; y el Santo, huyendo de aquél dos veces enemigo de su castidad, por demonio, y por mujer, salió a donde estaban sus pobres, y les dijo: Hermanos, ¿por qué no me encomendáis a Dios, que me tenga de Su mano? Estando orando en la iglesia, se le apareció en figura de lechuza, que chupaba el aceite de la lámpara: y el Santo, pensando que era verdadera lechuza, hacía ruido, para espantarla, hasta que el demonio se fue, diciendo: Contento voy, por haberte divertido. Respondió el Santo: No has ganado nada en eso; porque yo tendré doblada oración, por el tiempo que me has quitado. Otras muchas veces le afligió, ya pretendiendo ahogarle, y echarle por una ventana abajo, ya jugando con él a la pelota, ya haciéndole rodar por una escalera, de manera que lo costaba estar algunos días en la cama; pero quedando herido, salía vencedor, y llegó a despreciar de tal manera al demonio, que le desafiaba, y decía: Ven, demonio, que aquí me tienes, y ejecuta en mi lodo aquello, para que tienes licencia de mi Jesucristo; porque maltratando mi cuerpo, me ayudarás a vengarme del mayor enemigo que tengo. Encontró un día en la calle a un pobre de figura extraña, las piernas y brazos sutiles y largos, todo el cuerpo desproporcionado, la cara muy colorada, y sin pelo alguno en ella, ni en la cabeza. Le preguntó, si quería ir a su hospital; y respondiendo que sí, le tomó a cuestas; pero a pocos pasos, pesaba de manera, que no pudiendo pasar adelante, ni moverse, dijo: Válgame el dulce nombre de Jesús. A esta voz desapareció el pobre, y conoció el Santo, que era el demonio, a quien antes no había conocido, como le vio en traje de pobre; y con esto quedó más ilustre su caridad, y admirable, por dos extremos opuestos; pues era tal, que obligó a Cristo a hacerse pobre, para experimentarla, y el demonio la experimentó también, cuando se vistió de pobre.
25 No era menos favorecido de Dios y de los Ángeles, que perseguido de los demonios, como se ve, por los casos que hemos contado, y muchos más, que pudiéramos contar. Sucedió algunas veces alumbrarle los Ángeles en la obscuridad de la noche, viendo otros las luces, sin ver quién las llevaba. Se halló un día con necesidad de dineros para socorro de sus pobres: Se fue a casa de un mercader genovés, rico y casado, llamado Piola, y pidió, que le prestase treinta ducados. Estaban comiendo el mercader y su mujer; y pareciéndole aquella hora importuna para dar, le dijo el genovés algo enfadado: Y si yo os presto eso dinero, ¿quién será fiador para que se me pague? Sacó el Santo un Niño Jesús pequeño que traía siempre consigo, y le dijo: Este Señor saldrá por fiador. Arrojó tan grande resplandor el Niño, al decir el Santo estas palabras, que el genovés admirado, le dio con mucho gusto todo el dinero que pedía, y le rogó, que acudiese a su casa, por cuanto hubiese menester; y muerta su mujer, se hizo su compañero, y repartió toda su hacienda a los pobres, dando una buena parte al hospital de Granada.Ilustró Dios a Su siervo con el espíritu de profecía. En una ocasión vio dos mancebos, que iban juntos: y llegándose a ellos, les dijo el propósito, que llevaban de cometer un pecado, y les habló con tanta eficacia, afeándoles su culpa, que ellos arrepentidos, desistieron de ella, y le prometieron la enmienda de su vida. A una mujer, que estaba enferma en su hospital, la reprendió, porque había callado muchos años un pecado en la confesión; y ella, conociendo que no podía saberlo, sino por revelación de Dios, se confesó enteramente con arrepentimiento y lágrimas. De esta manera descubrió a muchos pecadores sus pecados ocultos, para que los enmendasen o confesasen. A algunas mujeres, que no tenían hijos, y se encomendaron en sus oraciones, profetizó, que Dios se los daría. Entrando una vez en Granada en casa de una devota suya, llamada María Suárez, vio una niña pequeña, que criaba en su casa, llamada doña Isabel Maldonado, y poniendo el Santo la mano sobre la cabeza de la niña, dijo a María Suárez: Cuidad mucho de esta niña, porque ha de ser gran sierva de Dios. La experiencia mostró la verdad de la profecía; porque como la niña crecía en la edad, crecía también en las virtudes; y finalmente murió con opinión de muy sierva de Dios, habiéndose ejercitado muchos años en obras de caridad y penitencia, y frecuencia de Sacramentos. Le hallaron un día en Granada en el zaguán de casa de don Diego de Ágreda, a donde había entrado por pedir limosna, pintando una espada. Le preguntaron, qué hacía; y respondió: Pinto aquí una espada; porque nunca en esta casa faltará justicia: y así se ha visto; que siempre ha habido de aquella casa y familia muy rectos ministros, que con mucha verdad y entereza han administrado justicia: de manera, que no sólo con palabras, mas también con imágenes y figuras profetizaba este siervo de Dios, como los antiguos profetas. Viendo algunos el excesivo gasto que hacía con los pobres de su hospital, y con los de fuera, le aconsejaron, que acortase sus limosnas, y edificase un hospital suntuoso y capaz de mucha gente; a que contestó el Santo: No faltarán muchos, que siguiendo nuestro instituto, edifiquen suntuosas casas, y hospitales magníficos; que yo sólo trato de remediar necesidades. En las cuales palabras mostró, que veía ya de lejos los muchos hospitales, y casas de misericordia suntuosas y magníficas, que en España, Italia, Alemania, Francia, Polonia, las Indias Occidentales, y casi toda la cristiandad, en uno y otro mundo, han edificado sus hijos, herederos de su espíritu, pudiéndose decir de su caridad, que no hay quien se esconda de su calor, por remoto, ni desamparado, antes a esos busca su celo.
26 Habiendo adornado el Señor a Su siervo de tantas virtudes, y gracias, queriendo llevarlo ya a recibir el premio de la bienaventuranza, le avisó por medio del Arcángel San Rafael, su especial patrón, del día, y hora, en que había de pasar de esta vida. Le ocasionó su última enferme dad su caridad, y misericordia, para que muriese de lo que había vivido; y no dejó de ejercitarla, hasta que dejó de vivir. En una avenida del río Genil fue (como solía) a sacar leña para sus pobres, de la que trae el río en semejantes ocasiones: y estando allí, vio, que se llevaba la corriente a un muchacho, que había entrado en el agua, para sacar un madero: se arrojó el Santo tras el muchacho, para sacarle del río, despreciando su vida, por guardar la ajena, aunque no pudo librarle de la muerte con toda su diligencia: cosa, que lastimó en el alma al siervo de Dios. Salió del agua mojado, y helado: y como estaba tan flaco, y atenuado de sus ayunos, penitencias, y continuas fatigas, se sintió asaltado de su última enfermedad, y postrer aviso de su muerte cercana. Se esforzó, cuanto pudo: y como buen mayordomo, que ajusta las cuentas, para darlas a su Señor, tomó un libro blanco, y fue por la ciudad, y casas de las personas, a quienes debía alguna cantidad, y ajustando la cuenta, lo escribía en el libro, para que se pagasen después sus deudas. Se fue luego a su hospital, y vencido del peso de la enfermedad se echó en la cama, sin poderse levantar, si no es, cuando la obediencia, o la caridad le obligaron a ello; que entonces el espíritu obediente y caritativo, daba fuerzas al cuerpo flaco y enfermo, como se vio en dos casos.Algunas personas con indiscreto celo dijeron al arzobispo don Pedro Guerrero, que en el hospital de Juan de Dios había muchos pobres, que inquietaban el hospital, y trataban con descortesía al siervo de Dios. El arzobispo, no sabiendo que estaba enfermo, le mandó llamar luego al punto; y el Santo, sin querer excusarse, se levantó de la cama, y fue, como pudo, al palacio del arzobispo: y habiéndole besado la mano, y recibido su bendición, preguntó, ¿qué le mandaba? Dijo el arzobispo: que le habían avisado, que en su hospital había nombres y mujeres de mal ejemplo, que le daban mucho trabajo, y lo afligían con sus descortesías, y que debía limpiar el hospital de semejante gente para que gozare de paz, y quietud. Habiendo oído el Santo con grande humildad la amonestación de su prelado, le dijo: Señor, y buen prelado mío, de mí solo pueden decir, que soy incorregible y sin provecho, y que merezco ser echado de la casa de Dios; porque soy un grande pecador: mas los pobres, que están en mi hospital, todos son buenos, y yo no conozco vicio en ninguno: mas si hubiere alguno, procuraremos, con la gracia de Dios, que se enmiende; que para eso los traemos al hospital. Y pues Dios hace salir el sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los justos e injustos: ¿por qué hemos de desamparar a los que Dios no desampara, y echar de su propia casa a los pobres, que sustenta Dios en ella? Admirado, y edificado el arzobispo de esta respuesta, por ver la caridad y humildad, con que el Santo se culpaba a sí, por volver por sus pobres, le dijo: Andad, hermano Juan, bendito del Señor, y haced en el hospital, como en vuestra casa, lo que os pareciere; que yo os doy licencia para todo. Con esto se volvió a la cama, desde la cual cuidaba de todos los pobres, y les enviaba todo lo necesario, por medio de sus hijos, hasta que le hizo levantar de la cama la caridad.
27 Había en la ciudad un pobre tejedor, cercado de mujer o hijos, a quienes se había obligado a sustentar, y no podía; porque el año era estéril, y el trigo valía muy caro. Determinó este miserable echarse un lazo al cuello, y acabar con una breve muerte una miserable vida, no considerando, que de esta manera no excusaba las desgracias, sino las mudaba, padeciendo las eternas, por no padecer las temporales. Madrugó una mañana a ahorcarse: salió, antes que el sol, fuera de la ciudad, con una soga escondida debajo de la capa. Estaba el Santo cercano a la muerte: conoció por revelación divina el peligro de aquel desdichado; y luego al punto se levantó de la cama: se puso su hábito; y tomó su báculo para salir de casa. Los que le asistían en su enfermedad, le pretendían detener; y él dijo: Hermanos, dejadme ir; que importa mucho el salir de casa: presto volveré. Se fue con grande prisa, a donde estaba aquel miserable hombre, debajo de un árbol, ya para dar fin a su tragedia: escondió el lazo, al ver al Santo; y el Santo le descubrió el intento, con que había venido, y le quitó el lazo, y exhortó a confiar en Dios, y hacer penitencia de sus pecados, librándole juntamente de la muerte temporal y eterna; y rico con la ganancia de una alma, se volvió a su cama a morir, e importunado de los que le asistían, contó el suceso, sin nombrar la persona.
28 Le fue a ver en su enfermedad doña Ana Osorio, mujer de don García de Pisa, veinticuatro de Granada, matrona de grande virtud, y muy devota del siervo de Dios: y viéndole en tanto peligro, echado en unas tablas con la capacha por almohada, le rogó, que dejase le llevasen a curar a su casa. No lo permitió el Santo por ningunos ruegos; porque deseaba morir entre sus pobres; pero la misma señora escribió desde allí un billete al arzobispo, informándole del estado en que estaba el siervo de Dios, falto y necesitado de toda comodidad y regalo, sin querer mejorar de cama, ni dejar su hospital: por lo cual suplicaba a su señoría ilustrísima, le mandase por obediencia que se fuese a curar a su casa; porque de otra manera acabaría muy presto la vida. Condescendió el buen prelado, y escribió un billete al siervo de Dios, mandándole por obediencia, que se fuese a curar a casa de aquella señora devota, y le obedeciese en todo lo que ordenase para su salud. Sintió mucho San Juan de Dios este precepto; mas no pudiendo resistir, puesto en una silla, que doña Ana le envió, se hizo llevar por las enfermerías, y con lágrimas en los ojos, se despidió de sus pobres, diciéndoles: Sabe Dios, hermanos míos carísimos, que quisiera morir entre vosotros; mas pues Dios es servido, que muera sin veros, cúmplase Su Voluntad. No se oía en toda la casa más que llantos y gemidos de los pobres; porque se les ausentaba su padre, para no verle más, como lo creían: y los que podían levantarse, cercaban su silla, y parecía quererle embarazar el que se fuese. Se enterneció el Santo de modo, que se desmayó: y volviendo en sí, les echó su bendición, diciendo: Quedad en paz, hijos míos; y si no nos viéremos más, encomendadme a nuestro Señor.
29 Fue llevado a casa de aquella señora: la cual procuró la salud del siervo de Dios por todos los medios que pudo, llamando los mejores médicos, y asistiéndole con todo regalo, a que el Santo no resistía, por obedecer. Fue visitado de las personas más principales de Granada, y del arzobispo don Pedro Guerrero, que hallándole en grande peligro, dijo Misa en su aposento, y le dio el viático: y quedándose después a solas con él, le dijo: Hermano mío, decidme, si tenéis alguna cosa que os dé pena; que yo pueda remediar. Respondió el siervo fiel del Señor: Padre mío, y buen pastor: tres cosas me dan cuidado en esta hora: la primera, lo poco que he servido a Dios, habiendo recibido tantas mercedes de Su mano: la segunda, el desamparo de los enfermos pobres, que están a mi cargo, los cuales os encomiendo: la tercera, estas deudas, que he causado por Jesucristo; y sacó del pecho el libro, donde las tenía escritas. Respondió el arzobispo: Hermano mío, cuanto a lo primero, tened confianza en la misericordia de Dios, que suplirá con los méritos de Su pasión los defectos, que en vos hubiere: de las otras dos cosas no tengáis ninguna pena; porque yo tomo a mi cargo los pobres, que tenéis al vuestro; y las deudas, que habéis contraído por Cristo, mías son, no vuestras; y así yo las pagaré todas de muy buena voluntad. Quedó con esto muy consolado el siervo de Dios; y besando las manos del piadosísimo prelado, y dándole muchas gracias por esta caridad, quedó con gran quietud y sosiego.
30 Después llamó a Antón Martín, a quien eligió por su sucesor, y le encomendó los enfermos, pobres, viudas, y huérfanos. Y cuando sintió, que se llegaba su muerte, rogó a las personas, que le asistían, que le dejasen solo. Haciéndolo así por largo espacio, oyeron, que en alta voz decía: Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo: y llegándose a la puerta, para mirar lo que hacía, le vieron vestido, y puesto de rodillas: y pensando, que estaba en oración, como había dicho, que le dejasen solo, volviendo a cerrar la puerta, le dejaron otra vez: mas sintiendo ruido, y como de gente, que salía del aposento, y que el siervo de Dios no llamaba, abrieron las puertas, y entrando, le hallaron difunto, y puesto de rodillas, y con el Cristo en las manos, y tal olor y fragancia en el aposento, que se admiraron y juzgaron ser efecto y favor, que usaba Dios con su siervo, y que el ruido, como de gente, que salía, eran los Ángeles, que vinieron a acompañar el alma de este varón excelente. Fue su glorioso tránsito un viernes después de maitines, como él mismo había dicho, que había de morir entre viernes, y sábado; y se lo concedió el Señor, por la devoción, que tuvo a estos días, dedicado el uno a la pasión de Cristo, y el otro a la gloriosísima Virgen María. Murió a 8 de marzo del año de 1550, y de su edad cincuenta y cinco; y los trece gastó en servicio de sus queridos pobres. Quedó su rostro angélico, que fue otro nuevo milagro, como si estuviera vivo, y el cuerpo de rodillas, por espacio de seis horas, y durara hasta ahora, si la simplicidad de los que le amortajaban, no le extendieran: lo cual hicieron con gran dificultad; porque el siervo de Dios, tan acostumbrado a la oración, parecía, que aun después de muerto la quería continuar, o mostrar con aquella postura, cuán aficionado le fue toda la vida.
31 Divulgándose la muerte del Santo por toda la ciudad, y en los lugares vecinos, acudió de todas partes gran multitud de toda suerte de gentes, eclesiásticos, oidores, nobles, ciudadanos, y plebeyos. Hay quien diga, que todas las campanas se tocaron por virtud divina, y el maestro Francisco de Castro afirma, que hicieron tan diferente sonido, del que suelen, que no solo causaban sentimiento, sino que también mostraban tenerle. Estaba el cuerpo difunto vestido con su hábito en un rico lecho en el aposento, en que murió, el cual estaba lleno de una fragancia celestial, que exhalaba el santo cuerpo. Sin llamar a nadie, vinieron todas las comunidades religiosas, y el cabildo de los clérigos a su entierro. El entierro mejor se puede llamar triunfo; porque daban principio a la procesión los pobres, y hermanos de su hospital, las mujeres que había casado, las viudas, y doncellas desamparadas, que había socorrido, con sus velas en las manos, llorando la pérdida de tal padre, diciendo a voces los beneficios, que de él habían recibido: se seguían todas las cofradías con sus pendones y cruces, las religiones por su antigüedad, la clerecía de las parroquias, y la de la santa Iglesia, dignidades, y canónigos, y el arzobispo don Pedro Guerrero: luego iba el cuerpo difunto, y después el presidente de la real chancillería, los inquisidores, todos los oficiales, y ministros de ambos tribunales, y últimamente los caballeros de la ciudad, y gente sin número. Era menester parar muchas veces la procesión; porque las calles estaban apretadas del gran concurso de la gente, y de los que querían llegar a tocar rosarios, y medallas al santo cuerpo. De esta manera le llevaron al convento de los padres mínimos, donde dijo la Misa el General de los mínimos, y predicó un religioso de la misma orden, tomando por tema las palabras de San Agustín: Surgunt indocti, et rapiunt coelum: y dijo grandes alabanzas del Santo: y ningún sermón se predicó en Granada en espacio de un año, en que no se dijese alguna virtud, o excelencia de San Juan de Dios. Fue sepultado en la capilla de los caballeros Pisas, que está en aquel mismo convento.
32 Quien vio antes a San Juan de Dios hecho loco por las calles de Granada, seguido y perseguido de los muchachos, y gente vulgar, como loco; y ahora le vio ir por las calles, con tan sagrado triunfo, acompañado de nobles y plebeyos, eclesiásticos y seglares, de religiosos y legos, encomendándose a él todos, sin oírse por las calles más que alabanzas, aplausos, y aclamaciones; ¿qué diría, o qué podría decir? ¿Es esto el loco, el despreciado, la risa de todos, el desprecio del pueblo? Éste es. ¿Es posible? ¿Cómo así se ha trocado el desprecio en aplauso, la deshonra en honra, y la ignominia en gloria? Así honra Dios a los que le honran: así honra a los que por Él padecen deshonras; y así honra el mundo a los que desprecian las honras del mundo, y aman las afrentas, por imitar a Jesucristo. El que se hacía loco, para ser burlado de todos, ahora de todos es tenido por Santo: el que publicaba sus culpas, ahora todos cuentan sus virtudes, ponderan sus excelencias, engrandecen sus milagros: y finalmente, al que se arrojaba en el cieno, ahora le vemos levantado en los altares, imploramos su favor, nos valemos de su intercesión, y esperamos alcanzar mercedes del Señor por sus merecimientos. Esta mudanza es del Altísimo; ¿y quién pudiera hacerla, sino Dios? De quien dice David: «¿Quién es semejante a nuestro Dios y Señor, que habita en las alturas, y mira las cosas humildes en el cielo, y en la tierra: que levanta de la tierra al necesitado, y saca del estiércol al pobre, para colocarle entre los príncipes de su pueblo?» Verdaderamente, aunque en todos los Santos se muestra Dios admirable; singularmente resplandece Su poder en la vida, y muerte de este siervo Suyo. Apenas sabemos dónde nació este Santo, ignoramos su genealogía, y aun no tenemos noticia de los nombres de sus padres: su niñez, y mocedad la gastó en el oficio humilde de pastor, sin prometerle el mundo más fortuna, que la de su nacimiento, mientras sirvió al mundo; pero luego que empezó a servir a Dios, se hizo nueva genealogía en el cielo, y mereció el apellido de Dios, como hijo Suyo: por lo cual es venerado entre los príncipes de la corte celestial, y hasta los reyes, y emperadores de la Tierra se arrodillan a él, para pedirle su favor. ¡Oh, cómo servir a Dios es reinar! ¡Y cómo mueren reyes, los que nacen plebeyos, si procuran servir a aquel Señor, que no es aceptador de personas, y humilla a los soberbios, que presumen de sí mismos, y quita a los poderosos de su asiento, para levantar a los humildes, y llena de bienes a los hambrientos, dejando a los ricos vacíos! ¿Quién no se animará a servir al Señor; pues tanto se medra en su casa: y procura, si nació plebeyo, morir noble, emparentando con Dios por las virtudes; y si nació noble, no morir plebeyo, haciéndose esclavo del demonio por los vicios?
33 Después de la muerte de San Juan de Dios ha hecho Dios por él muchos y grandes milagros: pero el mayor de todos es, el que acabo de decir, haber hecho tal mudanza en el mismo San Juan de Dios: por eso no me detendré en contar otros milagros comunes a otros Santos, aunque ha sido muy singular San Juan de Dios, en que no sólo sus reliquias, pero todas sus cosas han tenido privilegio de comunicar salud: y así la tierra de la casa en que nació: el hábito que vestía: la casa y cama en que murió: la bóveda en que fue sepultado: el cayado que traía en la mano: todo ha sido milagroso e instrumento de maravillas. El buen olor que daba el cuerpo del Santo después de muerto, muestra el buen olor de sus virtudes que dio en vida.
Urna que guarda las reliquias del Santo en la Basílica de San Juan de Dios, Granada, España.
Veinte años después de su glorioso tránsito le dijeron al arzobispo, que era entonces de Granada, que en la capilla de los Pisas, donde estaba el cuerpo del siervo de Dios, se vean luces milagrosas: mandó el arzobispo visitar la capilla y mirar la bóveda ; y hallaron el cuerpo incorrupto, y salió tal fragancia del arca, que la multitud de gente que había entrado a verle quedó pasmada, y un pobre enfermo de un brazo, que entre los demás entró, quedó sano, encomendándose al Santo. En la sala donde murió, que se hizo luego oratorio, se sentía la fragancia celestial después de cincuenta años, y en especial los sábados, por haber muerto en este día. Dejando los otros milagros que hizo el Santo para librar a sus devotos o encomendados, de los peligros de enfermedades del cuerpo, o peligro de muerte, merecen especial mención las conversiones admirables que ha hecho desde el Cielo, desde donde continúa el celo que tuvo de ganar a todos para Dios. Como la caridad de San Juan de Dios es tan universal, que no excluye a nadie, y se extiende aun a los infieles, recibieron sus hijos a un moro enfermo en su hospital, con deseo de sanarle en el cuerpo, y sanarle también en el alma. Con el cuidado y asistencia iba cobrando salud el moro; pero sintiendo los hermanos que saliese de su hospital infiel, el que volvía sano, y que pudiesen más las medicinas que su celo; no habiendo podido reducirle con razones, le encomendaron a San Juan de Dios, el cual se le apareció al lado de la cama, y movió de tal manera su corazón, que luego pidió el bautismo con mucha devoción y lágrimas: y siendo instruido como convenía, le recibió, saliendo del hospital sano en el cuerpo y limpio en el alma, y quedando perpetuamente devoto de San Juan de Dios. No fue menos maravillosa la conversión de otro moro en Málaga. Había en aquella ciudad una señora llamada doña Isabel de Peñuela, que fuera de tener ochenta y cinco años de edad, tuvo una enfermedad gravísima, que la llegó a punto de muerte. La desahuciaran los médicos; pero no la desahució San Juan de Dios, médico soberano, a quien ella se encomendó; antes le vio hincado de rodillas delante de la Virgen, pidiéndole salud para su devota: y el efecto de su oración fue sanar de repente la enferma, sin quedarle rastro de enfermedad ni dolor. Fue testigo de este milagro un moro esclavo de esta señora, y al punto dijo que quería ser cristiano; aunque muchos años había estado obstinado a los que le persuadían que lo fuese. Se dobló con esto la alegría, y la señora mandó a un criado suyo llamado Juan Bautista, que le enseñase la doctrina cristiana; pero el moro era rudo y falto de memoria, y no aprendía nada. Una mañana pidió el moro que le bautizasen, y negándoselo por entonces, porque aún no sabía las oraciones, dijo: Sí las sé, porque esta noche me las ha enseñado un hombre que venía descalzo y descubierto, y vestido de un hábito de sayal; y dio tales señas, que ninguno dudó había sido San Juan de Dios el que había venido a enseñarle las oraciones. Hicieron experiencia, y vieron que las decía todas sin errar una palabra, y añadió el moro: Cuando este buen hombre me enseñaba, si yo acaso me dormía, me despertaba, diciendo: Acmet, repetid lo que yo os enseño; y de este modo me enseñó lo necesario para recibir el bautismo.
34 Previó, como dijimos, San Juan de Dios con luz profética los aumentos de su instituto, que han sido maravillosos, y propios de la mano del Señor, que ha echado Su bendición a la obra de Su siervo: y también parece, que previó el beato Pío V con luz soberana los frutos, que había de dar esta religión, plantada en el paraíso de la Iglesia, como árbol de vida, y salud, cuando teniendo noticia de su instituto, dijo: Bendito sea Dios, que vemos en nuestros tiempos una religión tan necesaria en la Iglesia, y que tanto provecho ha de hacer en ella: y así la confirmó por bula despachada a 1° de enero de 1572, dándola la regla de San Agustín, y concediéndola muchos privilegios, que han aprobado, y confirmado después otros Sumos Pontífices. Tiene esta religión en España dos provincias, la de Andalucía, que tiene veinte y tres hospitales, y la de Castilla, que tienen veinte y cinco: en lo restante de Europa, Italia, Francia, Alemania, y Polonia, tiene nueve dilatadas provincias: y en las Indias Occidentales, e Islas Filipinas, cuatro: y en todas se curan innumerables enfermos de diversas enfermedades, con increíble solicitud de los hijos de San Juan de Dios, de quienes se puede decir con mucha razón lo del Eclesiástico: Illi viri misericordicoe sunt, quorum pietates non defuerunt, cum semine eorum permanent bona, hoereditas sancta, nepotes eorum: porque verdaderamente ellos son varones de misericordia, cuyas piedades no han faltado, ni faltarán; porque los padres dejan a los hijos, y descendientes vinculada, como en mayorazgo, la piedad, que todos heredaron de su piadosísimo, y muy misericordioso padre, y patriarca San Juan de Dios. Por la cual les espera gran premio, y particular honra el día del juicio, cuando Cristo dé el galardón a sus escogidos: porque si ha de decir a los buenos: Venite, benedicti Patris mei, possidete paratum vobis regnum á constitutione mundi. Esurivi enim, et dedistis mihi manducare: sitivi, et dedistis mihi bibere: hospes eram, et collegistis me: nudus, et cooperuistis me infirmus, et visitastis me: in carcere eram, et venistis ad me; ¿á quiénes toca más esta bendición, y esta honra, que a los que por instituto, y profesión, con tanta caridad, y cuidado, dan de comer al hambriento, de beber al sediento, hospedan al peregrino, visten al desnudo, y no solo visitan a los enfermos, mas los tienen en su casa, para curarlos, servirlos, y regalarlos con mayor amor, que si fueran padres de cada uno, y con mayor solicitud, que si fueran sus siervos, porque lo son de Jesucristo, a quien sirven en los pobres? Porque no les falte la parte mejor de María, a los que tienen el oficio de Marta, de servir al Señor, tienen estos religiosos dos horas de oración cada día, una por la mañana, y otra por la tarde, fuera de otros ejercicios de devoción, y penitencia, con que se disponen, para hacer con espíritu de caridad obras de tan grande caridad.
35 Beatificó al Santo Juan de Dios Urbano VIII, a 21 setiembre de 1630, y posteriormente ha sido canonizado con la solemnidad que usa la Iglesia.
36 Escribieron la vida de este siervo de Dios el maestro Francisco de Castro, y más largamente don Fr. Antonio de Govea, Obispo de Sirene. La escribió en latín Arnoldo de Raise, y don Juan Tamayo de Salazar, tom. II Martirol. Hispan., die 8 martii. Hizo un sumario de su vida el licenciado Pedro Luis de Muñoz, en la vida del venerable padre maestro Juan de Ávila, en el cap. 13, 14, 15. Hacen honorífica mención de él Fr. Gerónimo Román, agustiniano, en su Rep. Christ., cap. 34; Tomás Bocio, de Signis Eceles., lib. 12, cap. 21; Fr. Luc. de Montoy, en la Crónica de los mínimos: el maestro Gil González; Dávila, en el Teat. de Madrid, y otros, que se pueden ver, apud Tamayum de Salazar.
Basílica de San Juan de Dios, Granada, España.

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