Tomado del Año Cristiano o Ejercicios Devotos para Todos los Días del Año – Madrid, 1780 – Diciembre, Día 29, Página 550.
Santo Tomás Becket, Arzobispo y Mártir
Santo Tomás era inglés, de una familia distinguida por su nobleza antigua y por su piedad. Nació en Londres a 21 de Diciembre del año 1117. Sus padres le pusieron el nombre de Tomás, por haber nacido el día de este Santo Apóstol. Su padre, llamado Gilberto Beker, siendo todavía joven, se cruzó por devoción, e hizo el viaje de la Tierra Santa con otros Caballeros ingleses, para servir en la guerra contra los infieles. Habiendo caído en una emboscada de sarracenos, visitando los Santos Lugares, fue preso y hecho esclavo el año de 1114. Sus bellas prendas le merecieron una particular atención de su señor, que era uno de los primeros oficiales de su Nación, y lo hicieron amar de la hija única de aquel Emir, la que embelesada con lo que le había oído decir de nuestra Religión, deseó hacerse cristiana. Habiéndose escapado Gilberto de su prisión, al cabo de diez y ocho meses, la hija del Emir huyó de la casa de su padre, dejó su país, y vino a Inglaterra a encontrar a Gilberto. El Obispo la bautizó, y la puso el nombre de Matilde: la que habiendo casado con Gilberto, fue madre de nuestro Santo: a quien crió con el mayor cuidado en el espíritu y máximas de la Religión cristiana, siendo ella misma el ejemplo de las señoras cristianas. De ella con especialidad aprendió Tomás a honrar con ternura a la Santísima Virgen, a quien hizo escogiera por su singular Patrona, y de quien fue tan devoto toda su vida.
El joven Tomás sacó del vientre de su madre las más bellas partidas, las que fueron cultivadas con una dichosa educación. Tenía un entendimiento vivo y despejado, un juicio sólido, y una memoria, que conservaba tenazmente cuanto se la confiaba. Su aire, su vivacidad, sus modales se llevaban tras sí a todos. Vuelto su padre del segundo viaje de la Tierra Santa, lo puso de pensionista en un Monasterio, para formarlo en los principios de la Religión, y en los ejercicios de la piedad cristiana. Hizo allí tantos progresos en la virtud, como en las letras humanas, en las cuales salió muy hábil. Era el honor y la gloria de sus maestros, y daba a conocer lo mucho que se aprovechaba de los cuidados que empleaban en su educación, cuando perdió a su padre y a su madre casi a un mismo tiempo. A los veinte y un años de edad se vio abandonado a sí mismo, pero sin embargo de los malos ejemplos que veía, supo usar bien de su libertad. Fue a París a continuar sus estudios, donde se distinguió, especialmente en la ciencia del derecho.
Sus padres le habían dejado muchas virtudes, pero pocos bienes. Habiéndolo tomado un señor principal por su secretario, quiso que le acompañara en todas sus diversiones. La caza fue donde más gusto hallaba; pero Dios hizo un milagro para sanarlo de esta pasión. Un día que cazaba al vuelo, o de cetrería, a la orilla de un río, habiendo su halcón hecho meter en el río a una Ánade, a quien perseguía, y habiéndose metido en el agua con ella, el temor de perderlo le hizo arrojarse al río, sin advertir el peligro a que se exponía, por libertar su halcón: la corriente del agua lo llevó hasta un molino, donde iba a ser estrellado contra el rodezno, cuando por un milagro visible el rodezno paró de repente, hasta que fue sacado Tomás del agua. Reconoció el favor de una protección tan visible, y renunció a todas estas diversiones, aplicándose desde entonces a ocupaciones más serias. Sin embargo de la reputación que adquirió en la administración de los negocios civiles, se disgustó de ellos, y no pudiendo su rectitud sufrir las vejaciones, y las injusticias que veía, se arrimó a Teobaldo, Arzobispo de Cantorberi, quien reconociendo en él un ingenio sobresaliente, y un gran fondo de piedad, lo empleó en el despacho de los mayores negocios de su Diócesis. Lo envió a Roma por negocios muy delicados; pero Tomás nada emprendió jamás conque no saliera felizmente. Advirtiendo cada día el Arzobispo más mérito en su superintendente, creyó no podía hacer mayor servicio a la Iglesia que conquistarle un tan digno sujeto, y así lo ordenó de Diácono.
Era demasiado grande su mérito para no tener envidiosos. Rogerio, Arcediano de Cantorberi, fue toda su vida su enemigo mortal. Tomás no le correspondió sino con una inalterable paciencia. Habiendo sido creado el Arcediano el Arzobispo de Yorck, Thobaldo dio a nuestro Santo el Arcedianato, y proveyó también en él algún otro Beneficio. El aumento de rentas solo sirvió para hacerlo más limosnero, tanto, que sus grandes limosnas le consiguieron bien pronto el nombre de padre de los pobres. Haciéndose cada día más visible el mérito del nuevo Arcediano, el Rey Enrique II quiso conocer y tratar personalmente a un ingenio tan extraordinario, y de una virtud, que era el objeto de los aplausos de toda la Corte. Apenas hubo hablado con él, cuando conoció que su mérito era muy superior a su fama, y sin detenerse lo hizo su Canciller.
Jamás se vio Ministro de Estado, ni tan celoso de los intereses de su Rey, ni tan deseoso del bien público. Jamás se sirvió del favor que lograba con el Rey, sino para el alivio del pueblo; y si el Rey lo honraba con toda su confianza, el canciller hacía a su Reino feliz. El puesto que tenía en la Corte no le hacía olvidarse del que tenía en su Iglesia; y se veía en el Ministro de Estado más prudente y más hábil que hubo jamás, el Eclesiástico más ejemplar y más perfecto que jamás se había visto en Inglaterra. Empleaba el día en el despacho, y pasaba la mayor parte de la noche en oración; tan modesto y tan mortificado en la Corte, como el más fervoroso Religioso en el Claustro; y si después de sus largas oraciones le obligaban a tomar algunos momentos de descanso, no dormía en la cama que tenía de perspectiva, sino en tierra. El mismo Rey lo sorprendió alguna vez en este ejercicio de austeridad. Pocas noches se pasaban sin que maltratara su cuerpo con sangrientas disciplinas. La penitencia fue, por decirlo así, su pasión dominante, y la profusión y liberalidad con los pobres, a quienes jamás rehusó la limosna, hadan todas sus delicias.
Advirtiendo el Rey los prodigiosos talentos de su Canciller, y su raro mérito, le confió la educación del Príncipe Enrique su hijo. Nada omitió nuestro Tomás para hacer de él un Rey según el corazón de Dios, no se vio jamás educación más bella. Los servicios que Tomás hacía al Estado, no se estrecharon a la Familia Real; lo envió el Rey a Francia, en calidad de Embajador extraordinario, acompañó a Enrique a Guinea, y en todas partes dio pruebas visibles de cordura, de prudencia, de habilidad y de valor. Mientras que el Canciller de Inglaterra, brillaba tanto en la Corte, y era la admiración de las Cortes extranjeras, el Arzobispo Teobaldo dejó vacante por su muerte la Silla de Cantorberi; desde luego, pusieron todos los ojos en el Canciller; el mismo Rey creyó no podía encontrar sujeto más digno; y así, lo mismo fue verlo, que decirle lo había escogido para la primera Silla de Inglaterra. Tomás se asustó al oír la propuesta del Rey; le representó su insuficiencia para un cargo, que pedía otra virtud y otra ciencia que la que podía él tener. Estos humildes sentimientos, y toda su respetuosa, representación, solo sirvieron para confirmar su elección. Viendo entonces que era preciso obedecer, dijo nuestro Santo: Señor, estoy muy seguro, que si Dios permite que yo sea Arzobispo de Cantorberi, perderé bien pronto la gracia y el favor de Vuestra Majestad, y que el grande afecto con que ahora me honra se convertirá en un odio implacable porque las disposiciones con que veo a Vuestra Majestad me dan sobrado motivo para temer ha de querer exigir de mí muchas cosas contrarias a los derechos de la Iglesia, y que no me permitirá concederos mi ministerio; lo cual servirá de pretexto a todos los que no me quieren bien, para desacreditarme con vuestra Majestad, y hacerme perder los frutos del celo y fidelidad con que hasta aquí le he servido.
El Rey pareció pasmarse al oír una respuesta tan libre, pero sin embargo perseveró en su resolución, y como se hallaban en Normandía, le mandó pasase al instante la mar, y fuese a tomar posesión de su Obispado; lo que se ejecutó, por mas súplicas y representaciones que hizo Santo Tomás. Se juntó el Clero en Londres en la Abadía de Westminster, y todos confirmaron elección del Rey, quedando Tomás elegido Arzobispo de Cantorberi con general aplauso en presencia del joven Príncipe Enrique, su discípulo; fue luego conducido a Cantorberi, donde se ordenó de Presbítero el Sábado 2 de Junio, y el día siguiente fue consagrado Obispo por el Obispo de Winchester, con asistencia de otros 14 Prelados más, en presencia del Príncipe y de toda la Nobleza.
Jamás se vio consagración más aplaudida, ni Obispo que mantuviese más dignamente su carácter. La alta dignidad a que nuestro Santo acababa de ser ensalzado, no aflojó el espíritu de penitencia y de humildad del nuevo Prelado: apenas recibió el Palio, que el Papa Alejandro III le envió, cuando abrazó la disciplina Monástica Regular del Cabildo de su Catedral, llevando el hábito religioso debajo del de Prelado, y teniendo la vida más austera. Se aplicó más que nunca a mortificar su carne y sus sentidos con continuos ayunos, vigilias y otras mortificaciones corporales, se vistió asimismo un áspero silicio, el que no se quitó en toda su vida. Lavaba los pies a trece pobres al amanecer, y daba de comer cada día en su palacio a ciento y doce. Decía Misa todos los días con una devoción tan grande, que se comunicaba hasta a los asistentes; después de lo cual iba a visitar los hospitales, y a otros pobres enfermos. Tenía tan arregladas en su casa las horas del Oficio Divino, las conferencias, y otros ejercicios de piedad, que vino a ser el ejemplo de las Casas más regulares, y si se había hecho tan célebre siendo Canciller, siendo Arzobispo fue el modelo de los más grandes y más santos Prelados de la iglesia.
La ejemplar piedad y la constante regularidad del Pastor reformaron bien pronto el rebaño. En muy poco tiempo los abusos fueron abolidos, corregidos los desórdenes, y toda la Diócesis mudó de semblante. No hacía, más que un año que el Santo Prelado ocupaba la Silla Metropolitana, cuando se vio precisado a pasar la mar, para asistir al Concilio de Tours, en que presidía el Papa. Todos los Cardenales salieron a recibirlo, y Alejandro III lo recibió asimismo como a un Prelado, que era el ornamento de la Iglesia. El Concilio pronunció anatema contra todos los usurpadores de los bienes de la Iglesia y contra los Obispos y Monjes que no se opusieran a semejantes, usurpaciones.
Vuelto Santo Tomás a Inglaterra, fue recibido del Rey con unas demostraciones de honra y amistad todavía mayores, que las que había experimentado hasta entonces: pero este favor no duró mucho tiempo. El Rey llevó mal que el Santo quisiera hacer dejación del empleo de Canciller, y que hubiera ejecutado la disposición del Concilio de Tours y excomulgando a un señor, patrono de una Parroquia. Pero lo que acabó de exasperar al Rey contra el Santo, fue la constancia con que defendió que los Eclesiásticos no debían ser juzgados por los Jueces seculares, sino por los Obispos, o sus Vicarios. El Rey miró esta pretensión como una injuria de la autoridad Real, y juntó una Asamblea de Obispos de Westminster, en la que el Santo Arzobispo defendió con vigor los derechos de la Iglesia; y aunque la indignación del Rey inclinó hacia sí a la mayor parte de los Prelados, Santo Tomás se mantuvo inflexible, pero en fin, movido de las lágrimas de la mayor parte, que no cesaban de rogarle, y representarle que mirase por la quietud del Estado, y por la paz de la Iglesia, hubo de ceder, y obligarse bajo de juramento a seguir la costumbre. Pero no estuvo mucho tiempo sin arrepentirse; su Porta-Cruz, o Crucero, hombre piadoso y celoso, no temió echarle en cara que había vendido a la Iglesia, y la había sido traidor. La voz de este hombre dice el Cardenal Baronio, fue el canto del gallo que despertó a San Pedro. Nuestro Prelado detestó su cobardía, lloró su culpa, y se abstuvo de decir Misa, hasta que el Papa, que estaba en Sens, le hubo enviado la absolución de su culpa. Creyó debía ceder a la tempestad, y retirarse a Francia, cerca del Papa; pero los vientos contrarios le obligaron a volverse a su Iglesia, donde trabajó con mas celo que nunca. El Rey siempre irritado contra el Santo Prelado, suplicó al Papa nombrara por su Legado al Arzobispo de Yorck, en lugar del de Cantorberi. El Papa lo rehusó mucho tiempo, pero temiendo las consecuencias que podrían resultar de no asentir a las instancias de un Rey irritado y violento, vino en elfe por el bien de la paz: pero aunque transfirió la Dignidad de Legado Apostólico al Arzobispo de Yorck, no le dio jurisdicción alguna sobre el de Cantorberi, ni sobre alguno de sus sufragáneos.
El Rey poco contento de esta exención, le volvió a enviar el Breve al Papa, y determinó hacer deponer al Santo Arzobispo. Hizo amontonar varias acusaciones contra el Santo; convocó un Parlamento en Nortantón, en el que fue obligado Santo Tomás a comparecer como reo, y no como Arzobispo: fue condenado en él por los Obispos y Señores: todos sus bienes fueron confiscados, y la confiscación se puso en manos del Rey como por gracia. En medio de una tan violenta borrasca el Santo no perdió su tranquilidad y su paz. Se vio despojado de todo sin quejarse; y sabiendo que había de haber una junta para deponerlo, creyó que este día iba a ser el último de su vida. Dijo Misa de San Esteban con el Palio, para disponerse a morir; y tomando él mismo el Sacramento con la Cruz, se presentó ante el Rey, el cual tomó esté procedimiento por un insulto. Recibió mil ultrajes en palacio; y habiéndole dicho que había sido depuesto, oyó con serenidad su deposición, y apeló a la Santa Sede. El Santo Prelado cargado de injurias por sus propios hermanos, insultado por los Barones y Cortesanos, y ultrajado de varios modos por los oficiales del rey y por sus criados, salió de palacio muy gozoso por haber sido juzgado digno de padecer por la justicia. Pero habiéndole dicho que su vida no estaba segura, se huyó secretamente una noche, y pasó a Francia, donde fue muy bien recibido del rey, quien le ofreció su protección. El mismo acogimiento halló en el Papa, a quien le hizo una simple, pero verdadera relación de todo lo que había pasado, y le suplicó, que, pues él solo había sido la causa de la tempestad, se dignase admitir su dejación; y sacando al punto el anillo Episcopal de su dedo, se lo presentó al Papa, y se retiró de la junta. Pero habiéndolo hecho llamar el Soberano Pontífice, alabó su celo y su piedad, le puso él mismo en el dedo el anillo, y lo restableció en su Silla; pero por no exasperar más a Enrique, aconsejó al Santo se retirara a la Abadía de Pontiñi, del Orden del Cister, esperando reconciliarlo bien pronto con el rey.
No se puede explicar, el gozo que mostró, el Santo al verse en este sagrado asilo después de tantos trabajos; aquí fue donde se entregó a todas las dulzuras de la oración, y a todos los rigores de la penitencia. El rey de Inglaterra, irritado del favor que el Santo había experimentado en Francia del Papa y del rey, hizo confiscar todos sus bienes, y los de sus parientes y amigos, los desterró a todos de sus estados, y los obligó, bajo de juramento, a ir a buscar al Santo en su retiro. Santo Tomás vio muy en breve llegar a Pontiñi esta tropa de gentes proscritas y desterradas por él, las cuales se le iban a quejar de su desgracia. El Santo se enterneció al ver este espectáculo; las lágrimas y los clamores de tantos inocentes fueran para él el más cruel suplicio, pero su consciencia quedó siempre invicta. El rey cada día más furioso, hizo grandes amenazas al Papa, diciéndole que llevaría su resentimiento hasta los últimos excesos; pero todo fue en vano. Restablecido Enrique de una peligrosa enfermedad, suplicó al Papa enviara a Inglaterra un Legado a latere, para terminar todas estas diferencias. Pero temiendo igualmente que el Santo Prelado fulminase contra él desde Pontiñi las anatemas de la Iglesia, escribió una carta llena de amenazas al Capitulo General del Cister, diciendo, que si proseguían en dar asilo al Santo Prelado, iba a echar de Inglaterra a todos los Religiosos Cistercienses.
Luego que nuestro Santo tuvo noticia de esta carta, salió de Pontiñi, y se retiró al Monasterio de Santa Columba. No habiendo surtido efecto las proposiciones de paz que se le hicieron a Enrique; el rey de Francia compadecido de la larga opresión de nuestro Santo, determinó ser él mismo el mediador entre el Santo y su rey, y hacer que volviera a ocupar su Silla. Tuvo algunas conferencias con Enrique, que se hallaba en Normandía, y consiguió de él, que se viera con el Santo Prelado, el cual habiendo entrado en la junta, donde estaba su Rey, se fue a echar a sus pies; pero éste no se lo permitió, antes bien se bajó para levantarlo; imploró su clemencia, y le dijo, que dejaba toda su causa al arbitrio del rey, como quedase salva la honra de Dios. Esta cláusula alteró al rey, y lo irritó; pero vuelto de su rebato, se serenó y se aplacó; pero habiendo hecho algunas proposiciones que el Santo creyó no podía aceptar en conciencia, esta conferencia solo sirvió para aumentar el mérito del Prelado, y dar nuevo lustre a su paciencia, la que le fue bien necesaria en las humillaciones que tuvo que sufrir. Estando el rey de Inglaterra en Mont-Marteré, le dijo el rey de Francia, que echaba a un lado todos sus resentimientos, y que Tomás podía volverse a su Iglesia. Un santo Sacerdote volviendo a Sens con el Santo, le dijo con espíritu profético, que se había tratado de la paz de la Iglesia en la Capilla de los Mártires, pero que según le parecía, la paz solo se lograría con su martirio, a lo que el Santo le respondió, que nada deseaba tanto, como que su sangre fuese el precio de esta libertad.
No habiendo podido el Rey conseguir la deposición del Arzobispo de Cantorberi, buscaba todos los medios de molestarle, y hacerle perder los derechos de su Iglesia. Hizo coronar por el Arzobispo de Yorck al Príncipe Enrique su hijo, resistiéndolo el Papa, y el Primado, pero bien pronto se arrepintió de lo hecho. El Papa declaró al Arzobispo de Yorck por suspenso y excomulgado, y fulminó las mismas censuras contra todos los Obispos, que habían asistido a la coronación del joven Príncipe, e hizo decir al Rey de Inglaterra, que si no volvía la paz a la Iglesia, se vería precisado a poner Entredicho en todos sus Estados. El rey que estaba ya arrepentido de todas sus violencias, se rindió a las paternales amonestaciones del Papa. Dijo quería verse con el Arzobispo de Cantorberi; se tuvo la conferencia en una gran pradería, que se llamaba el Prado de los traidores. Se concluyó la paz con mucha sinceridad por parte del Santo, y con grandes demostraciones de benevolencia de parte del rey, el que no pudo dejar de derramar lágrimas de ternura, cuando vio al Santo a sus pies. Habiéndose despedido el Arzobispo del rey, y dado muchas gradas a todos los que le habían favorecido en Francia, se fue al Puerto de Witsan en Picardía, para pasar a Inglaterra. El Arzobispo de Yorck, su enemigo personal, y los otros Obispos de su partido nada omitieron para hacerle perecer, o a lo menos embarazarle el que desembarcara. Llegó felizmente a Sandwich, no lejos de Cantorberi, donde entró el día siguiente 2 de Diciembre, y fue recibido con aclamaciones y aplausos de todo el pueblo y de todo el Clero, así secular, como regular. Su entrada fue una especie de triunfo, y tuvo, al parecer, alguna semejanza con la de Jesucristo en Jerusalén, que fue seguida de su muerte pocos días después.
Apenas había llegado el Santo a su Iglesia, cuando el Arzobispo de Yorck y los Obispos de Londres y Sarisberi le enviaron a decir de parte del rey, que absolviera a todos los Obispos que estaban entredichos o excomulgados. Pero como no admitían las justas condiciones que les pedía, creyó no podía pasar adelante. Los tres Prelados, autores y cabezas de la cábala, pasaron a Normandía a calumniar al Santo delante del rey, a quien tuvieron la insolencia de decir, que desde que el Santo había llegado a Cantorberi, no había hecho otra cosa que obrar y hablar contra la honra y servicio de S. M. y contra las costumbres del reino. El rey crédulo, y todavía resentido contra el Santo, se arrebató hasta decir en presencia de toda su Corte, que maldecía a cuantos había honrado con su amistad, pues no tenían valor para vengarlo de un Sacerdote, que lo ejercitaba, y le daba más sinsabores él solo, que todos sus vasallos juntos; Cuatro de sus Oficiales, Raynalde de Ours, Hugo Norvilla, Guillermo de Traci, y Ricardo Bretón, hombres sin conciencia, y de una vida derramada, se obligaron allí mismo con juramento a ir a asesinar al Santo Arzobispo.
El Santo que había tiempo no hablaba sino de su próxima muerte, se retiró a su Iglesia a celebrar la gran fiesta de Navidad con su Clero y su pueblo, predicó por la última vez, y les anunció su muerte como si hubiera tenido revelación de ella; pasó las tres festividades en la Iglesia de día y de noche, ofreciéndose sin cesar en sacrificio con un fervor extraordinario; al otro día de los Inocentes, 29 de Diciembre, llegaron los asesinos a Cantorberi, y habiendo entrado en su cuarto, le hicieron unas proposiciones las más escandalosas, sin tener para ello orden alguna del rey. El Santo les respondió como correspondía a un gran Prelado, y aun Héroe Cristiano. Mas aquellos impíos le dijeron al retirarse, que su constancia espiritual le costaría la vida. No huiré, les dijo, sonriéndose, y con su mansedumbre ordinaria; esperaré tranquilamente la muerte, y me tendré por muy dichoso en morir por los intereses de la Iglesia.
Habiéndose retirado a la Iglesia después de esta mortificación, a cantar el Oficio Divino, vio muy luego rodeada la Iglesia de soldados con los asesinos a su frente. Los Religiosos y los Clérigos se sorprendieron e hicieron ademán de cerrarla, y defenderse, para lo cual se ofrecía el pueblo a ayudarles: pero el Santo lo embarazó, diciendo, que el Templo del Señor no debía fortificarse ni guardarse como el campo de un ejército. Entonces habiendo entrado los asesinos con espada en mano, empezaron a gritar: ¿Dónde está el traidor? ¿Dónde está el Arzobispo? A estos gritos, dejando el Santo su Silla, y poniéndoseles delante, les dijo: Yo soy el Arzobispo, pero no soy traidor; estoy, sí, pronto a morir por mi Dios, por la justicia, y por la libertad de la Iglesia; pero con toda la autoridad que Dios me ha dado, os conjuro que no hagáis el menor mal a ninguno de mis Religiosos, de mis Clérigos o de mi pueblo. Luego volviéndose hacia el Altar, y juntando las manos, exclamó: Encomiendo mi alma y la causa de la Iglesia a Dios, y a la Virgen Santísima, a los Santos Patronos de este Lugar, y a San Dionisio Mártir. Apenas hubo dicho estas palabras, cuando Raynaldo, uno de los asesinos, le descargó el primero en la cabeza un golpe de sable, con lo que el Santo cayó de rodillas cubierto todo de sangre, y al mismo tiempo dos de los otros asesinos le atravesaron sus espadas por el pecho; y al ir a expirar, el cuarto de estos malvados le rajó la cabeza y le hizo arrojar los sesos sobre el pavimento. Así consumó su martirio este ilustre y Santo Prelado, gloria de su nación, y uno de los más gloriosos ornamentos de su Iglesia; murió el 29 de Diciembre del año de 1170, a los 53 de su edad, y 9 de su Obispado.
Toda la Europa mostró el dolor que le causaba la muerte del Obispo de Cantorberi, y todo el mundo cristiano se horrorizó al oír el asesinato ejecutado en la persona del más santo y más eminente Prelado de su tiempo. Su cuerpo, que se halló vestido de un áspero silicio, muy mortificado con sus continuas penitencias, y consumido por sus muchos trabajos, fue enterrado en la Iglesia sin ceremonia alguna. Los asesinos saquearon el palacio Arzobispal, y consternaron toda la Ciudad. Varios santos Religiosos de Inglaterra, Francia y Palestina, tuvieron revelación de su muerte al mismo tiempo que sucedió.
La nueva de esta muerte consternó tanto al rey Enrique, que arrepentido de cuanto había hecho, estuvo muchos días sin comer ni beber, hecho un mar de lágrimas. Envió al instante Embajadores al Papa Alejandro III que le protestaran, que este asesinato se había ejecutado sin preceder la menor orden suya; que confesaba, que él había sido la causa, y el motivo por una palabra indiscreta que se le había soltado, y que se sujetaba a la penitencia que gustase imponerle. El Papa envió dos Legados para informarse de lo acaecido, los que viendo, que el rey a todo se sometía, le impusieron una penitencia pública, proporcionada al delito; y habiendo ido después a la puerta de la Iglesia, se postró en tierra, y bañado en lágrimas, recibió la absolución de los Legados en presencia del Clero y del pueblo. Se miró esta conversión del rey como uno de los primeros milagros del Santo, al que se siguieron otros muchos estupendos, que se obraban todos los días en su sepulcro, lo que obligó al Papa Alejandro III a canonizarlo solemnemente tres años después de su muerte, habiendo precedido todas las formalidades ordinarias. Por sincero que fuese el arrepentimiento de Enrique, sin embargo no dejó Dios de vengar la muerte del Santo de un modo muy terrible.
La espada de la disensión no salió de su familia desde entonces. Los dos Príncipes sus hijos se rebelaron contra él, y trajeron a su partido al Conde de Flandes y al Rey de Escocia. Se vio a pique de ser destronado, y aun de perder la vida. Pero comprendiendo de dónde le venían tantas desdichas, determinó expiar su pecado con una penitencia pública. Habiendo hecho juntar un gran número de Obispos en Cantorberi, se presentó ante ellos con los pies descalzos, con un vestido ordinario, y sin séquito. Habiendo llegado al sepulcro del Santo, bañado en lágrimas, y prorrumpiendo en grandes sollozos, se postró con el rostro en tierra, confesó públicamente su pecado, pidió perdón a Dios y al Santo; luego descubriéndose las espaldas, quiso que todos los Prelados le diesen cinco golpes de disciplina, y más de ochenta Religiosos cada uno tres, pasando lo restante del día y de la noche siguiente en vela, en oración y en ayuno. Se olvidó para siempre de las injustas pretensiones que habían sido el asunto de su querella contra Santo Tomás, y aumentó los derechos y rentas de su Iglesia. Dios aceptó su penitencia. El rey de Escocia fue vencido y hecho prisionero, y los dos Príncipes sus hijos vinieron a echarse a sus pies, para implorar su clemencia. Los asesinos fueron asaltados de un terror continuo, que les hizo pasar el resto de sus días en una especie de frenesí, que no los dejó hasta la muerte, y todo el mundo fue testigo de su terrible suplicio. El rey de Francia, Luis el joven, fue en persona al sepulcro de Santo Tomás, a pedirle la salud de su hijo primogénito, que fue después Felipe Augusto. San Luis dio a la Abadía de Royaumonte la Cabeza del Santo, la que obtuvo del rey de Inglaterra. Enrico VIII habiéndose rebelado contra la Iglesia, concibió tanta aversión a nuestro Santo, que cometió la impiedad de hacer quemar sus santas Reliquias.
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