Tomado del Año Cristiano o Ejercicios Devotos para Todos los Días del Año. Madrid, 1780. Diciembre. Día 27. Página 512.
San Juan, Apóstol y Evangelista
NINGUNA cosa puede dar una idea más alta y más cabal de la santidad y del mérito extraordinario de San Juan, que el augusto título de Discípulo amado de Jesucristo, que le da el Evangelio. Ningún elogio fue más magnífico, ni más verdadero. Era San Juan Galileo, hijo del Zebedeo y de Salomé, y hermano menor de Santiago el Mayor, de quienes se habla tantas veces en el Evangelio. Aprendió desde joven el oficio de pescar con su padre. Ningún Apóstol fue llamado tan joven al Apostolado. No tenía sino de veinte y cuatro a veinte y cinco años, cuando el Salvador lo eligió por su Discípulo.
Estaba con su hermano Jacobo en una barca a la orilla del lago de Genezaret, llamado el mar de Tiberíades, trabajando con su padre y su hermano en remendar sus redes, cuando Jesucristo, que acababa de llamar a San Pedro y San Andrés vio a algunos pasos de allí a estos otros dos hermanos, San Juan y Santiago, sobre los cuales había puesto sus ojos, para hacerlos sus Discípulos favorecidos. Los llamó, como lo había hecho con los primeros; y su palabra tuvo tanta fuerza, que sin detenerse un momento, abandonaron barca y redes, se despidieron de su padre, y siguieron al que los llamaba.
La inocencia de costumbres de San Juan, y particularmente su virginidad, lo hicieron bien pronto más querido de su divino Maestro que todos los otros. San Jerónimo, como también la Iglesia en el Oficio de este Santo, atribuye a su virginidad la predilección del Salvador, y todos los favores singulares que este Santo Apóstol recibió con preferencia a los otros. Su inviolable adhesión a Jesucristo, y aquella fidelidad con que le seguía a todas partes, da bastante a conocer que el amor de San Juan a su amado Maestro era recíproco. San Juan amaba a Jesucristo con una extremada ternura, y desde el primer día que se le juntó, no supo perderle de vista. Jesús amaba tan tiernamente a San Juan, y esta predilección era tan conocida y tan visible, que él mismo no toma otro título ni otro nombre en el Evangelio que el de, el Discípulo a quien amaba Jesús: Discípulus quem diligebat Iesus. Juan fue el confidente de todos sus secretos, y cuando los otros Apóstoles querían informarse, o tomar nueva luz sobre algún punto, se encaminaban al amado Discípulo. Pero lo que hace ver la virtud eminente de nuestro Santo, sus raras prendas, y su mérito universalmente aplaudido es, que estos favores particulares y esta tierna amistad del Salvador jamás causaron la menor envidia, ni el menor asomo de celos entre los otros Discípulos, aunque a la sazón eran todavía muy imperfetos.
El Salvador, dándole todos los días nuevas muestras de su amor, quiso que fuese testigo de todas Las acciones más prodigiosas de su vida mortal. Primeramente se encontró nuestro Santo en la curación de la Suegra de San Pedro; poco después en la resurrección de la hija de Jairo, Presidente de una Sinagoga, y en todos los demás prodigios que obró el Salvador. Habiendo sido enviado con su hermano a un pueblo de Samaritanos a buscar alojamiento para su Maestro y para ellos, y no habiendo querido recibirlos los Samaritanos, esta afrenta hecha al Salvador, inflamó tanto su celo, que encarándose con el Salvador, le dijeron, si les permitía hacer bajar fuego del Cielo, para consumir a aquellos ingratos, como lo hizo Elías en otro tiempo. Pero el Salvador les dijo en tono de reprensión: no sabéis de qué espíritu estáis animados, cuando habláis de esta suerte, el Hijo del hombre no ha venido para quitar a nadie la vida, sino para dársela a todos. Se cree que fue en esta ocasión cuando el Salvador les impuso el nombre de Boanerges, que quiere decir hijos del trueno, para darles a entender, que aquel celo vengativo, y fogoso que habían concebido contra los Samaritanos, no nacía de Su Espíritu, que es un Espíritu de mansedumbre y de misericordia.
La Transfiguración de Jesucristo fue también una señal de la predilección del Hijo de Dios para con San Juan. Quiso el Señor, que este amado Discípulo fuese testigo de esta prueba sensible de Su Divinidad, y de la gloria, milagrosa y resplandeciente de que todo su cuerpo se vio rodeado, la cual sólo era como preludio de la gloria con que debía ser glorificado después. Queriendo el Salvador celebrar poco después Su Última Cena la víspera de Su Pasión, envió a San Juan y a San Pedro a Jerusalén, para aprontar cuanto era necesario para esta grande acción, en que debían ejecutarse tantas maravillas.
En esta Última Cena, fue donde Jesucristo quiso dejar a todos los hombres, que había venido a redimir con el precio de Su Sangre, una prenda de Su Amor en la institución de la adorable Eucaristía. Aquí también le dio a San Juan una señal de Su ternura, y de un cariño particular, haciendo que se pusiera en la mesa junto a Sí, y permitiéndole, por un favor muy especial, que reclinara su cabeza sobre Su Costado. La disposición de la mesa que estaba en semicírculo, y la de los bancos, daba ocasión al discípulo privilegiado para recibir esta prerrogativa, que ciertamente no era sin misterio. Durante este reposo misterioso sobre el pecho del Salvador, dice San Agustín, que este discípulo amado bebió en el mismo Corazón del Salvador todos los secretos de la Religión, y todos aquellos sublimes conocimientos, que lo han hecho llamar por excelencia el divino Teólogo, y que lo han hecho, asimismo, uno de los Profetas más ilustrados.
Habiendo dicho Jesucristo al fin de la Cena, que uno de Sus discípulos lo había de entregar, quedaron todos tan atónitos con esta funesta predicción, que ocupados de pasmo, no pudieron hablar una palabra. San Pedro más curioso, o a lo menos más osado que los otros, hizo señas a San Juan para que preguntase a Jesús quién era aquél de quien hablaba. El amado discípulo preguntó en voz baja al Señor, quién era; Jesús le respondió en el mismo tono, que el traidor era aquél a quien daría un bocado de pan mojado en el caldo. En efecto, tomó luego el bocado, lo mojó, y lo dio a Judas Iscariotes, que fue el desventurado que lo entregó.
Quiso el Salvador, que Su amado Discípulo, después de haber sido testigo de Su Gloria sobre el Tabor, lo fuese también de Su Pasión en el monte Olivete y en el Calvario. Lo eligió con San Pedro y Santiago, para que lo acompañaran al huerto de Getsemaní, y fuesen testigos de Su Agonía. Pero apenas fue preso Jesucristo por los soldados que el traidor Judas había conducido, cuando San Pedro y Santiago, cediendo al temor de que fueron sobrecogidos, echaron a correr y se huyeron. San Juan fue el único que no abandonó al Salvador, haciéndole despreciar todos los riesgos el amor tierno que tenía al Salvador. Pronto a morir con él, lejos de avergonzarse de ser discípulo, de Aquél que iba a ser condenado tan injustamente a muerte por Su doctrina, no lo dejó un punto, ni por las calles de Jerusalén, ni en los Tribunales, ni sobre el Calvario; haciéndole participar su generoso amor a Jesucristo de todas las burlas, de todos los oprobios y de todos los suplicios, que tuvo que sufrir el Salvador. Este fiel Discípulo fue el único Apóstol que siguió a Jesucristo hasta la Cruz, donde recibió del Salvador el último testimonio de Su Amor, el que sobrepujó a todos los otros. Porque estando Jesús para expirar, lo hizo heredero de la cosa que más amaba, que era Su Madre, parar que fuese respetado en toda la Iglesia, como el primero de Sus hermanos, y como el primogénito de los hijos adoptivos de la Madre de Dios. La donación se hizo en dos palabras que allí mismo obraron su efecto.
El Salvador se encaró primero con Su Madre, a la que no la llamó sino con el nombre de Mujer, porque el nombre tierno de Madre no hiciese mayor Su dolor. Mujer, la dijo, he ahí a Tu hijo, señalando a San Juan con la lengua y con los ojos, que eran las solas partes del cuerpo de que no se le había podido quitar el uso. Ése es el que Yo substituyo en Mi lugar, para que haga Contigo todos los oficios de hijo. Luego, echando una ojeada sobre el discípulo, y señalándole en el modo que podía, a Su Madre, le dijo: Ahí tienes a tu Madre, hónrala y sírvela como a tu querida Madre. Con estas palabras dio el Salvador a la Santísima Virgen un corazón de Madre para con San Juan, y a San Juan un corazón de hijo para con la Santísima Virgen; y así desde aquel tiempo este hijo de María no quiso que esta Señora tuviese otra casa que la suya, y él tuvo cuidado de mantenerla. ¿Podía el Hijo de Dios distinguir a su amado Discípulo de una manera más honrosa, ni más ventajosa? Este favor único hace decir al Beato Pedro Damiano, que ninguno parece es superior en méritos a aquel, que por una gloria y una prerrogativa especial fue hecho hermano del Salvador.
San Juan no se apartó de la Cruz hasta que Jesucristo expiró. Vio atravesar el Costado de Jesucristo con una lanza después de Su muerte, y vio salir de ella Sangre y Agua, como él mismo lo testifica. Sería preciso conocer cuál era la medida del ardiente amor del amado Discípulo, para comprender cuán grande fue el dolor y la aflicción que tuvo, al ver expirar el Salvador en la Cruz, y siendo testigo de lo que padecía Su Divina Madre en el Calvario. Esto fue lo que hizo decir a San Crisóstomo, que San Juan fue Mártir más de una vez: Multoties Martyr est Ioannes. No hay martirio más doloroso para un corazón que ama, que estar presente al martirio del objeto amado.
No habiendo hallado María Magdalena el cuerpo del Salvador en el sepulcro, corrió a decirlo a San Pedro y a San Juan; entrambos corrieron al sepulcro, pero San Juan llegó antes que San Pedro. Nuestro Santo fue asimismo testigo de las Apariciones del Salvador después de Su Resurrección: ¿Cuál sería el gozo del fiel Discípulo, y de qué favores no llenaría Dios su corazón fiel y generoso en estas apariciones? Jesucristo no se daba a conocer desde luego, cuando se aparecía a los demás Apóstoles, pero no podía ocultarse al amado Discípulo. San Juan fue el único que lo conoció a la orilla del mar de Tiberíades, y que dijo a San Pedro, es el Señor. Como San Juan era el único de todos que fuese virgen, así también fue el único que conoció al Divino Esposo: es advertencia de San Jerónimo: Solus virgo virgínem agnoscit.
San Pedro, que amaba a su Divino Maestro más que los demás Apóstoles, hizo particular alianza con San Juan, a quien veía que Jesucristo amaba más tiernamente, y esta alianza que Jesucristo había formado entre los dos Apóstoles, fue cada día más íntima. Habiendo dicho el Salvador a San Pedro que le siguiera, este Apóstol se sorprendió de que Jesucristo no hubiese dicho lo mismo a San Juan, y habiéndose tomado la libertad de preguntar al Salvador, qué designios tenía Su Majestad sobre Su amigo Juan, le respondió el Señor: ¿Qué te importa a ti el saber en lo que ha de venir a parar Juan? Esta respuesta dio motivo a los otros discípulos para creer, que Juan no había de morir; pero Jesucristo les dio a entender, que no comprendían el sentido de Sus palabras.
Poco después de la venida del Espíritu Santo, yendo al Templo San Pedro y San Juan, curaron a la puerta a un cojo, que desde su nacimiento tenía embarazado el uso y movimiento de sus miembros. El ruido que hizo este milagro dio motivo a que los pusieran en la cárcel, donde fueron examinados; pero su respuesta constante y animosa hizo ver claramente, que solo Dios había podido hacer tan intrépidos y elocuentes a unos pobres pescadores. Durante la persecución que se siguió a la muerte de San Esteban, los Apóstoles que se habían quedado en Jerusalén, noticiosos de los progresos que hacía la fe en la Ciudad de Samaria, enviaron al punto allá a San Pedro y a San Juan: los que imponiendo las manos sobre los nuevos Fieles, hacían bajar sobre ellos el Espíritu Santo, confiriéndoles con esta imposición de las manos el Sacramento de la Confirmación. Estos dos grandes Apóstoles predicaron la fe en diversos lugares de aquellos alderredores, y habiéndose vuelto a Jerusalén, pusieron por Obispo de esta Ciudad a Santiago el menor, llamado el Justo. Nuestro Santo asistió después al Concilio de Jerusalén, donde pareció, dice San Pablo, como una de las columnas de la Iglesia.
Entre los Apóstoles, fue San Juan, uno de los últimos que dejaron la Judea, para ir a llevar el Evangelio a las Naciones; fue a predicar a los Partos, a quienes pretende San Agustín haber dirigido su primera carta; pero su departamento fue el Asia menor. Encargado del cuidado del más precioso depósito que había en la tierra, que era la Madre de su Dios y suya, la condujo a Éfeso, cuando todos los fieles fueron expelidos de Jerusalén, estableció en aquella Ciudad su domicilio con grandes ventajas de la Religión. San Jerónimo dice, que nuestro Santo fundó y gobernó todas las Iglesias del Asia, durante su larga mansión en aquellas Provincias. Ningún héroe hizo jamás tantas conquistas. Apenas se dejaba ver, cuando las Ciudades y Aldeas se rendían a su palabra. Es verdad, que los estupendos milagros que obraba en todas partes, facilitaban mucho estas conversiones, la mansedumbre sin igual de nuestro Santo, aquel aire de modestia y de pureza que resplandecía en su cara, su afabilidad, sus modales corteses, cautivaban lodos los espíritus, y le ganaban todos los corazones; pero sobre todo, aquella unción divina que había bebido en el mismo Sagrado Corazón de Jesucristo, era tan sensible en sus razonamientos y en todas sus conversaciones, que todo cedía y se rendía a su palabra.
Su vida era tan austera, que dice San Epifanio, era imposible llevar más lejos la austeridad. Convirtió a la fe de Jesucristo casi toda el Asia, donde estableció un gran número de Obispos, de los que él mismo era como el Pastor y el modelo: Tqtas Asiae, fundavit rexitque Ecclesias, dice San Jerónimo. Su ardiente celo le hizo escribir su Apocalipsis a los Obispos de Éfeso, de Esmirna, de Pérgamo, de Tiatira, de Filadelfia, de Laodicea y de Sardis, a los cuales los llama Ángeles por la pureza que debe hacer parte del carácter de un Obispo, y por el cuidado que debían tener de los pueblos, que la Divina Providencia les había encomendado.
Los cuidados, el respeto y la ternura con que miraba a la Virgen Santísima, de quien el mismo Jesucristo lo había hecho hijo adoptivo, le obligaron a estar a Su lado todo el tiempo que vivió en carne mortal. Después de Su gloriosa Asunción al Cielo, San Juan no puso límites a su celo: llevó las luces de la fe hasta las extremidades del Oriente. (Los Basores pretenden haber recibido la fe de Jesucristo por su ministerio).
El Emperador Domiciano empezó a perseguir a los cristianos, como lo había hecho Nerón. San Juan, a quien miraban todos como a uno de los mayores Héroes del Cristianismo, y como al alma de este gran cuerpo, fue uno de los primeros que prendieron y enviaron a Roma. Hemos dado el día seis de Mayo la Historia de su martirio delante de la Puerta Latina[1].
Al salir del aceite hirviendo, en que había sido metido, fue desterrado por Domiciano a la Isla de Patmos, una de las del Archipiélago, a la parte del Asia: allí fue condenado a las minas, horroroso suplicio para un viejo de más de 90 años; pero las revelaciones particulares que tuvo, y los frecuentes raptos, suavizaron mucho sus penas. Aquí fue donde por orden de Jesucristo escribió el libro del Apocalipsis, esto es, de las Revelaciones, donde no hay palabra, dice San Jerónimo, que no sea un misterio. Pero esto es decir poco de un libro tan apreciable, añade el Santo; todo lo que se puede decir de él, es menos de lo que merece; no hay en él palabra que no encierre muchos sentidos, si somos capaces de penetrarlos. Habiendo sido muerto el Emperador Domiciano, anuló el Senado todo lo que había hecho; y Nerva su sucesor levantó el destierro a todos los que su antecesor había desterrado.
Así San Juan dejó la Isla de Patmos el año 97, después de un destierro de cerca de 18 meses, y volvió a Éfeso. Como halló que San Timoteo, su primer Obispo, había sido martirizado, se asegura se vio obligado a tomar a su cuidado esta Iglesia, la que gobernó hasta el fin de su vida. Poco después de su vuelta convirtió a aquel insigne ladrón, que había sido su discípulo cuando joven, pero habiéndose abandonado enteramente a toda maldad durante su ausencia, se había hecho Capitán de una compañía de Bandoleros; al cual nuestro Santo viejo lo fue a encontrar, y le habló con tanta unción y energía, que de ladrón famoso vino a ser un insigne penitente, que edificó a toda la Iglesia lo restante de sus días.
En su tiempo Cerinto, Ebion, y los Nicolaítas, enemigos mortales de la Divinidad de Jesucristo, despedazaban la Iglesia con sus errores, y la hacían gemir con sus blasfemias. Como San Juan era el único de los Apóstoles que había quedado en vida, todas las Iglesias de Oriente y Occidente recurrieron a él, y le pidieron les diese armas contra aquellos impíos enemigos del Salvador, sabiendo que ninguno podía estar más bien informado que él de los Misterios de la Religión, ni más lleno del Espíritu del Cristianismo. Con este motivo, dice San Epifanio, escribió su Evangelio, para lo cual, añade el mismo Santo Doctor, tuyo orden expresa del Espíritu Santo. San Jerónimo dice, que no empezó a escribir sino después de muchas rogativas y ayunos públicos, y que prorrumpió en estas primeras palabras: In principio erat verbum, & verbum erat apud Deum, & Deus erat verbum, al salir de una profunda revelación y de un éxtasis. Como los otros tres Evangelistas habían hablado suficientemente de lo que pertenecía a la humanidad de Jesucristo, San Juan se dedicó a manifestarnos principalmente Su Divinidad, con el fin de quitarles toda la autoridad a los falsos evangelios, fabricados por ciertos impostores, y cerrar para siempre la boca a los herejes. Este Evangelio, dictado por el Espíritu Santo como todos los otros, ha sido mirado siempre como la más noble parte de todos los libros sagrados, y como el sello de la palabra de Dios escrita. Los Santos Padres comparan, y con razón, este Evangelista al Águila, porque se eleva hasta el trono de Dios; y porque su Evangelio encierra tantos misterios, en sentir de San Ambrosio, como sentencias. Nuestro San Juan, dice San Agustín, toma su vuelo como una Águila hasta el más alto Cielo, y llega hasta el Padre Eterno, cuando dice: El Verbo era desde el principio, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios.
Además del Evangelio y del Apocalipsis, reconoce también la Iglesia por de San Juan tres Epístolas. La primera, cuyo asunto es la caridad, fue dirigida, según San Agustín, a los Partos, esto es, a los cristianos Hebraizantes, que estaban al otro lado del Éufrates. Las otras dos las dirigió a Iglesias particulares, las que quizá se comprenden bajo el nombre de Electe Dominae, & natis eius. A mi Señora Electa y a sus hijos.
Habiendo llegado San Juan a una extrema vejez, y hallándose sin fuerzas, por haberlas consumido en los trabajos Apostólicos, era llevado por sus discípulos a la Iglesia y a la Asamblea de los Fieles, y como por mucho tiempo todas sus exhortaciones se redujesen a estas breves palabras: Hijos queridos, amaos unos a otros, se enfadaron al fin, dice San Jerónimo, de tanta repetición; y habiéndole dicho que se admiraban de oírle todos los días una misma cosa, les dio esta admirable respuesta, tan digna del amado Discípulo: Os repito todos los días una misma cosa, porque es lo que el Señor nos manda con más particularidad; y si se cumple bien, no es menester más para ser santos: Quia praeceptun Domini est, & si solum fiat, sufficit.
Quiso, en fin, el Señor recompensar los largos e inmensos trabajos de Su fiel siervo y amado Discípulo, sacándolo del mundo para colmarlo de gloria en el Cielo, donde el Salvador mismo y la Santísima Virgen habían de darle pruebas muy particulares de Su ternura. Murió en Éfeso con la muerte de los Santos, de edad de cien años, hacia el año 104 de la Era Cristiana. El cuerpo del Santo Apóstol fue enterrado en un campo cerca de la Ciudad, donde todavía se conservaban sus reliquias en tiempo del Concilio general de Éfeso, celebrado el año 431.
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Tomado del Año Cristiano o Ejercicios Devotos para Todos los Días del Año. Madrid, 1775. Mayo. Día 6. Página 116.
[1]La Fiesta de San Juan ante Portam Latinam
Queriendo nuestra Madre la Iglesia honrar la memoria de lo que el Evangelista San Juan padeció por Jesucristo, instituyó en este día la fiesta de su martirio.
Cuando el Salvador del mundo caminaba a Jerusalén para consumar en aquella Ciudad su sacrificio, iba conversando con Sus Apóstoles acerca de lo que en ella había de padecer, pronosticándoles todas las ignominias de Su Pasión, hasta las más menudas circunstancias. Ya veis, les decía, que subimos a Jerusalén allí será el Hijo del hombre traidoramente entregado a los Ancianos del pueblo, a los Doctores, a los Magistrados; y los Príncipes de los Sacerdotes le relajarán al brazo seglar de los gentiles, en cuyo poder será expuesto a la risa y a la burla del insolente populacho, será escupido, será cruelmente azotado, y en fin será condenado a morir en una Cruz; pero después de su muerte resucitará lleno de gloria. Todo este discurso para los Apóstoles era un enigma: no entendían palabra de lo que les quería decir, y no acertaban a concebir cómo podían componerse tantas ignominias con tanta dignidad, y con tanta grandeza en la persona de su Maestro.
Consistía la causa de su ignorancia en aquella dificultad que de ordinario tiene la naturaleza en concebir las cosas que mira con aversión. Como aún no habían aprendido los discípulos de Cristo la celestial doctrina que nos enseña a amar los trabajos, y a abrazarnos con la Cruz, ni le oían de buena gana hablar en esta materia, ni mucho menos comprendían lo que el Salvador les decía. Gustaban todavía de las honras, y solo pensaba cada uno en el modo de cómo había de sobreponerse a los otros. Con este espíritu los hijos del Zebedeo, Santiago y San Juan, se valieron de su madre, para que, como parienta de la Santísima Virgen, y como tía del mismo Cristo, le pidiese para ellos algún puesto distinguido en Su Reino. Bien instruida la buena madre de sus dos hijos, y llevándolos consigo, se presentó ante el Señor, le adoró con respeto, y dice el Evangelio que le pidió licencia para hacerle una súplica. Obtenida benignamente, como lo acostumbraba el Salvador, añadió: Pues, Señor y Maestro mío, con toda confianza y con toda ingenuidad Os suplico que miréis con particular cariño a estos dos hijos míos, y que prefiriéndolos a todos los demás discípulos, les concedáis las dos primeras sillas en Vuestra Gloria.
No le pareció conveniente a Jesucristo responder en derechura a la madre, puesto que eran los hijos los que hablaban por su boca: y así, dirigiéndose inmediatamente a los dos hermanos, sin reprenderles por entonces la ambición, se contentó con hacerles visible su grosería y su ignorancia. No sabéis, les dijo, lo que os pedís, y se conoce bien que hasta ahora no habéis comprendido qué cosa es ser grande en Mi Reino, y cuáles son las primeras sillas de él; qué méritos, y por qué grados se ha de ascender a ellas; no habiendo otros que la humillación, las adversidades y los trabajos. Decidme: ¿tendréis valor para beber el amargo cáliz que Yo he de beber primero, y para ser bautizados en vuestra sangre, como Yo, lo he de ser en la Mía? En medio de ser todavía los dos Apóstoles tan imperfetos y tan groseros, como se reconocía por su misma petición; el amor que profesaban por Su Divino Maestro les dio aliento para responder con toda resolución, que estaban prontos a padecer todo cuanto se ofreciese, a su ejemplo, y por su servicio; que no tenía más que hacer la experiencia, y vería hasta dónde llegaban sus deseos de sacrificarse por Su Nombre.
Agradó tanto al Salvador esta animosa respuesta, que desde luego les prometió la corona que está preparada para todos los que tienen parte en Su Cruz y en Sus trabajos. Sí, les dijo, vosotros beberéis Mi cáliz, y seréis bautizados con el mismo bautismo con que Yo lo he de ser. Pero en orden a esas primeras sillas a que aspiráis, una a este, y otra a aquel lado de Mi Trono, debo deciros, que si Me miráis puramente como hombre, ni Me corresponde dároslas, ni aunque hubiera Yo de conferirlas, tendría atención al favor, al parentesco, al empeño, ni a algún otro humano respeto: esos premios están reservados a aquellos a quienes Mi Padre los destina, y a Mí sólo Me toca ponerlos en la posesión de los que éste les señala, según su virtud y merecimientos.
No será violento decir, que San Juan, aquel discípulo tan favorecido, tan tiernamente amado del Señor, y que tan fervorosamente le amaba, tardó poco en verificar lo que le había anunciado su Divino Maestro, de que bebería Su cáliz; porque verdaderamente gustó toda la amargura de él, habiendo padecido su amante corazón todos los dolores del Salvador, de cuyo lado no se apartó ni un solo momento hasta la muerte.
Pero aún debía cumplirse más a la letra la profecía del Señor en orden a San Juan. No bastaba que el discípulo amado padeciese interiormente el martirio del corazón, siendo testigo de los tormentos y de la afrentosa muerte de su celestial Maestro: era menester que tuviese parte en ella más visiblemente; y hablando en propiedad hasta después de la venida del Espíritu Santo, no le hizo el Salvador participante de Su cáliz. Inmediatamente o no mucho tiempo después, padeció San Juan en compañía de San Pedro, cárceles, azotes, oprobrios en la persecución que levantaron los Judíos contra los Apóstoles, después de la muerte de San Esteran. Pero aun esto no fue más que un preludio de lo que había de padecer andando el tiempo bajo el poder y tiranía de los príncipes gentiles.
Habiendo sucedido Domiciano en el Imperio a su hermano Tito el año 81 del nacimiento de Cristo; fue el segundo Emperador que empleó todo su poder en procurar destruir el Reino del mismo Cristo, y en borrar del mundo, si pudiese, hasta la memoria del nombre cristiano: y como no era inferior en la crueldad del genio a la del mismo Nerón, aun fue más sangrienta que la primera esta segunda persecución que excitó contra la Iglesia. Se hallaba a la sazón nuestro San Juan en Éfeso, donde había fijado su residencia, por la comodidad de atender más fácilmente al gobierno y a las necesidades de las Iglesias de Asia, que había fundado el mismo Apóstol. Ya había padecido mucho a malos tratamientos de los gentiles; y aunque era grande la veneración que generalmente profesaban todos a su persona, no por eso le eximió de la persecución. Fue desterrado de Éfeso, y poco tiempo después conducido a Roma, donde cargado de prisiones, y encerrado en un horrible calabozo, rebosaba de alegría viéndose en vísperas de dar su sangre y su vida por su amado y dulcísimo Maestro.
Informado el Emperador de las circunstancias y carácter de este cristiano Héroe, quiso verle; y San Juan se presentó ante el trono del tirano con aquella majestuosa modestia, con aquel aire de agrado, de santidad y de dulzura que se había siempre admirado en nuestro Apóstol. Conspiraba también su avanzada edad en hacerle más respetable, y el Emperador quedó como sorprendido a la vista de aquel venerable anciano. Le preguntó acerca de su religión: y las respuestas que le dio, aun le hicieron admirar más la intrepidez y la magnanimidad de aquella grande alma. Con todo eso le dijo Domiciano: Es necesario que renuncies una Religión cuya doctrina es enemiga de los placeres y deleites de los sentidos, cuyos dogmas son incomprensibles por misteriosos, y que te pases a nuestra, donde acabarás en paz tus dilatados días.
Horrorizado el Apóstol al oír semejante proposición, lleno de una santa indignación, y animado de aquel generoso celo que avivaba y encendía cada día más y más el tierno amor que profesaba a Jesucristo: No creas, oh Emperador, le respondió, que tus promesas ni tus amenazas me hagan titubear: no hay más que un solo Dios, y ése es Aquél a quien yo sirvo y adoro: mi mayor dicha será derramar toda mi sangre por Él, y ha mucho tiempo que suspiro por este glorioso sacrificio.
Quedo el Emperador por un rato como cortado y suspenso al ver la entereza y la noble osadía de aquel venerable anciano; pero duró poco este paréntesis o suspensión de su crueldad; porque, volviendo luego en sí, mandó que al instante fuese arrojado el Santo en una tinaja de aceite hirviendo, para que perdiese la vida en este tormento.
Se escogió para teatro una gran plaza cerca de la Puerta Latina, llamada así, porque se salía por ella a los Pueblos de Lacio o País Latino, que hoy se dice la Campaña de Roma. En medio de ella se colocó una gran caldera o tinajón lleno de aceite, que se asentó sobre una inflamada hoguera. Concurrió el Senado y la mayor parte de la Ciudad a la fama de este espectáculo, movidos todos aun más de las grandes noticias que tenían de la veneración, ancianidad y grandeza de corazón de nuestro Santo. Fue ante todas cosas despojado, y cruelmente azotado el Apóstol, según las leyes de los Romanos, que ordenaban este suplicio a todos los condenados a muerte. Cuando el santo cuerpo estuvo todo rasgado, y todo ensangrentado al rigor de aquella espesa lluvia de golpes, le metieron en el tinajón o caldera de aceite hirviendo: pero el Señor, que solo quería darle la gloria del martirio, como se lo había prevenido: pero no quería permitir que los hombres cortasen una vida tan preciosa, y de que todavía tenía necesidad Su Santa Iglesia, renovó en favor de Su amado Discípulo el milagro de los tres niños en el horno de Babilonia; porque el aceite hirviendo se convirtió en un baño dulce y benéfico que le refrigeró, y cerró y cauterizó sus heridas; y las llamas se volvieron contra los ministros que las atizaban fomentándolas con sucesivos materiales. Este milagro tan evidente y tan sensible no podía dejar de producir su efecto. Quedaron atónitos todos los circunstantes; y no lo quedó menos el Emperador cuando le refirieron el prodigio, contentándose con enviar desterrado a nuestro victorioso Apóstol a la Isla de Patmos en el mar Egeo, llamada hoy Potina, o Patmosa, donde estuvo hasta la muerte de Domiciano: y en ella fue donde Dios le reveló los admirables y escondidos misterios del Apocalipsis. Así se cumplió la profecía de Cristo, de que bebería el cáliz de Su Pasión, y por eso los antiguos, con toda la Iglesia, le dan el título de Mártir, pudiendo decirse de él con San Agustín: No faltó Juan al martirio, sino el martirio le faltó a Juan. No padeció hasta morir, pero Dios que tenía bien comprendido el temple de su corazón, conoció que era capaz de mucho más, y toda la tierra lo conoció también. Los tres mancebos fueron arrojados en el horno para que fuesen reducidos a ceniza, y salieron del horno, vivos. ¿Se dirá por eso que no fueron mártires? Si consideramos las llamas, no fueron consumidos, pero si consideramos sus corazones y sus voluntades, fueron coronados.
Sucedió este milagro por los años de 91 del Señor, y queriendo los cristianos honrar la memoria del martirio y triunfo de San Juan, edificaron desde los primeros siglos una bella Iglesia con su misma advocación en el propio sitio donde fue echado en el aceite hirviendo; la que es visitada con gran concurso de los Fieles el día 6 de Mayo, en el cual, como se ha dicho, celebra la Iglesia la memoria de su martirio. Por mucho tiempo fue de precepto esta Fiesta en varias Iglesias de Francia, y también lo fue en Inglaterra, desde el siglo doce, hasta el cisma; después del cual se contentaron los Ingleses con hacer memoria de ella en el calendario de su nueva Liturgia, tristes reliquias de su antiguo catolicismo, hoy enteramente extinguido, que deberían abrirles los ojos para advertir sus errores, y para desengañarse de su funesto y lastimoso descamino.
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