María Simma
1. DOMINGO EN AUSTRIA
Pronto me encuentro serpenteando por
un camino empinado y con curvas a lo largo del sector noroeste de un magnífico
valle alpino. Siguiendo este sendero entre abetos a menudo pueden verse por
encima barreras de contención de avalanchas. En cada curva o pendiente,
pequeños almacenes que contienen "splitt", una mezcla de arena y sal,
me recuerdan los duros inviernos que los lugareños deben soportar en estas
altitudes. La primavera ha comenzado, la nieve se ha derretido, pero todavía se
evidencia la reciente erosión causada por las masas de agua que han bajado por
estas montañas durante las últimas semanas.
Cada pueblo que atravieso tiene una
iglesia en el centro; ya sea con una cúspide muy alta y de lados rectos, o con
forma de cebolla y de color rojizo y oxidado. A ambos lados del valle pastan al
sol unas vacas (algunas llevan grandes campanas). A medida que voy subiendo, me
adentro cada vez más en las montañas (la gente de la ciudad cuenta en broma que
los habitantes de aquí arriba no pueden descender y caminar por el valle puesto
que todos tienen una pierna mucho más larga que la otra). Al borde del camino
los pocos y últimos azafranes blancos o púrpuras que quedan parecen estar
cansados tras haberse hecho camino entre la maleza muerta. Arriba, en la
distancia, se ven suaves praderas cubiertas de musgo verde coronadas por una
cadena de picos de granito y piedra caliza. Todavía hay nieve en las grietas
que quedan a la sombra. Subo cada vez más alto disfrutando de los caminos tan
bien diseñados por los ingenieros austríacos.
Niños con mochilas de cuero de vaca,
y que se parecen todos a causa de sus mejillas de color rojizo como las
manzanas, vuelven del colegio en pequeños grupos. Más arriba hay otro pueblo.
En el cartel se lee "Sonntag", que significa "domingo" en
alemán.
Giro a la izquierda en dirección a la
iglesia. Este último tramo del camino está tan empinado que he de ir en
primera; y aunque no hay ninguna señal que indique quien tiene preferencia,
encontrarse con otro automóvil en este lugar sería arriesgado. El camino dobla
siguiendo las paredes del cementerio y allí adelante, arriba, encajada en la
ladera, se encuentra una casa tipo chalet pequeña y confortable.
Ésta es la casa de María Simma.
Al tocar el timbre, escucho enseguida
una voz arenosa, pero cálida y amistosa, que dice "Ja, kommen Sie nur
'rauf'" (Sí, sólo tiene que subir). Subo por una escalera empinada hasta
un hall de entrada que se encuentra al mismo nivel que el campanario de la
iglesia.
María es pequeña y robusta. Lleva un
pañuelo de colores ajustado bien fuerte y, detrás de sus gafas, la claridad
cristalina y la profundidad de sus ojos azules revelan inmediatamente que ha
visto mucho en sus ochenta y tres años de vida. En la puerta de entrada cuelga
un letrero tallado en madera con unos versos en alemán que dicen: "Wer bei
mir Kritik und Korrektur betreiben will betrete meine Wohnung nicht, denn jeder
hat in seinem Leben, auf sich selber acht zu geben" (Quien tenga la
intención de criticar y corregir en este lugar, que no entre en mi casa ya que
cada uno, mientras viva, debe preocuparse únicamente de su persona). Después de
entrar por el balcón soleado, María me conduce a través de un pasillo estrecho
y atestado hasta el cuarto del fondo. Allí me ofrece una silla desvencijada y
se sienta con un leve suspiro.
Dondequiera que mire hay cuadros o
estatuas de la Virgen María, de san Miguel y de san José; hay al menos un
crucifijo en cada espacio. Mientras conversamos acerca del tiempo espléndido
que hace y de la gran cantidad de tiestos que tiene en el porche donde cultiva
flores y especias para venderlas luego, preparo mi grabadora. Llega un leve y
gratificante aroma a cocina y a pollos de corral, los que se escuchaban al
bajar del coche. Preparo la grabadora y le explico que pretendo grabar la
conversación a medida que hablamos y le muestro el pequeño micrófono que sitúo
en medio de los dos. Le pregunto si no le molesta.
—Por mí está bien. Y mientras
hablemos, mantendré las manos ocupadas. ¿Le importa?
Se agacha y saca de debajo de la mesa
dos cajas abiertas y las deja delante de ella. Parece que contienen plumas en
su interior.
—Por supuesto que no, María, pero
dígame, ¿qué está haciendo con esas plumas?
—En esta caja hay plumas de pato y en
esta otra se encuentra el plumón que les saco. Cuando tengo suficiente, lo
vendo a una fábrica de almohadas que queda en el valle. Los granjeros de aquí
arriba me traen sus aves. Las troceo, las limpio y por este trabajo me permiten
quedarme con las vísceras y las plumas. Luego las cocino, me las como y vendo
el plumón. Es un buen trabajo que puedo realizar mientras hablo con las visitas
sin importar el tiempo que vayamos a estar, y por lo que usted me ha dicho esta
charla podría llevarnos un largo rato.
—Bueno, sí. Tengo muchas preguntas y
simplemente podemos hablar hasta que alguno de los dos se canse. ¿Le parece
bien?
—Perfecto.
—Antes que nada, quisiera darle las
gracias por su tiempo. Estoy seguro de que mucha gente ha venido a hacerle
preguntas a lo largo de estos años.
—Sí, es cierto, pero lo hago con
gusto porque sé que muchas personas se han acercado a Dios gracias a lo que les
he dicho. Así que adelante. Contestaré todo de la mejor manera posible[1].
"¡Sáquennos de aquí!" |
[1] La siguiente conversación es el resultado de las diversas visitas y entrevistas que el autor hizo a María Simma, más de treinta veces en cinco años.
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