viernes, 14 de diciembre de 2018

14 de Diciembre: San Juan de La Cruz (1542-1591)

Tomado de La Leyenda de Oro para cada Día del Año – Vidas de Todos los Santos que venera la Iglesia. Madrid – Barcelona 1853. Tomo III. Noviembre, Día 24, Página 437.


San Juan de La Cruz, Confesor

Muy favorecida ha sido siempre del Cielo nuestra España; pues en todas las edades la ha enriquecido Nuestro Señor de varones insignes: y si ha sido madre de muy ilustres sujetos en otras materias; mucho más lo ha sido en la santidad, dando a la Iglesia esclarecidos escuadrones de innumerables y fortísimos mártires, santísimos patriarcas, perfectísimos monjes, purísimas vírgenes y devotísimos confesores. Uno de ellos fue el bienaventurado San Juan de La Cruz, en quien en estos últimos tiempos (cuando la naturaleza humana parecía estar desmayada para la virtud, como avivada y poderosa para los vicios) resucitó Nuestro Señor la austeridad de los profetas, la desnudez de los apóstoles, el fervor y pureza de Elías, la penitencia y soledad de Pablo, la contemplación de Antonio, la santidad de Benito, el amor de la cruz y del padecer de Francisco, y la celestial y mística sabiduría de San Dionisio Areopagita: porque en todas estas virtudes resplandeció admirablemente este santísimo varón, ayudando a la portentosa madre y virgen Santa Teresa de Jesús a levantar con sus hombros la esclarecida reforma de los padres carmelitas descalzos, para mucha gloria de Dios y edificación de la Iglesia, siendo el primer carmelita descalzo que vio el mundo, para padre de tantos santísimos hijos como ha tenido y tiene esta gloriosa reforma.
Para escribir su vida, se ha de notar que, como le escogió Nuestro Señor para capitán y caudillo de tan gloriosa empresa (contra la cual se había de armar el mundo y todo el infierno, con tan terribles y molestas persecuciones como se leen en su historial, está toda entretejida de varios sucesos y raros acontecimientos: y aunque en todos ellos resplandece la santidad de este admirable varón; pero en unos más que en otros: y porque para algunos fuera menester referir largas historias, iremos entresacando lo que pareciere de más utilidad y edificación de las almas (que es lo que aquí se pretende), dejando lo demás para las historias, y contentándonos con la brevedad suficiente para nuestro propósito.
Nació el Santo Padre en Hontiveros, villa antigua y noble, en el obispado de Ávila de Castilla la Vieja. Su padre se llamó Gonzalo de Yepes, rama noble y antigua de la alcuña y villa de este nombre, de quien, entre otros, procedieron el ilustrísimo don Diego de Yepes, obispo de Tarazona, y el doctísimo Fr. Antonio de Yepes, cronista de la religión de San Benito. Se enamoró Gonzalo de una virtuosa y honesta doncella, llamada Catalina Álvarez, natural do Toledo, y se casó con ella sin dar cuenta a sus parientes. Tanto lo sintieron los de Gonzalo, que del todo lo desampararon. Viéndose así y falto de caudales, se aplicó al ejercicio de su mujer, que era un telar de sedas, cuya pobreza y humildad vivió alegre y satisfecho, acaudalando más virtudes que riquezas. Tuvieron tres hijos: el primero, Francisco de Yepes, que casado en Medina del Campo, supo vivir tan religiosa y santamente, que le acreditó el Señor con maravillas; el segundo se llamó Luis, que en su temprana edad se lo llevó Nuestro Señor; el tercero Juan, de quien aquí hablaremos, que nació (a lo que se presume) a los 24 de junio de 1542.
Toda su niñez fue pronóstico de la admirable vida y gloriosos asuntos para que le tenía destinado el Cielo; porque la mansedumbre, la quietud, el silencio y la devoción no fueron en él de niño, sino de religioso y de santo. Cooperaba la buena madre, que habiendo enviudado presto, criaba sus hijos con toda virtud, y con especialidad les imponía en la devoción de Nuestra Señora. Tanto se le entrañó al niño Juan, que desde luego obligó a la Santísima Virgen a favorecerle, pues desde los cuatro a los cinco años empezó a experimentar los favores de tal Madre. Jugando un día con sus iguales a la orilla de una balsa profunda y cenagosa, arrojando unas varillas al agua, cayó en ella y se hundió a lo profundo: y aunque tres veces volvió a salir, la última se desapareció por grande rato. Huyeron asustados los otros niños, y él volvió a la lengua del agua muy sosegado y alegre. Vio entonces a la orilla a la Santísima Virgen, que le ofreció la mano para que saliese afuera. Rechazó el niño darle la suya, por verla llena de cieno para no manchar tanta belleza: duró algún rato la recíproca y devota porfía, hasta que pasando un labrador (que sin duda fue el ángel de su guarda), le alargó la aguijada y le sacó a tierra como a otro Moisés, para que fuese maestro y legislador en los desiertos del Carmelo.
Éste fue el primer favor que recibió de María santísima; pero causó tanta envidia al demonio, que barruntando de aquí mayores cosas en aquel niño, quiso acabarlo de una vez. Siendo ya de siete años, le salió a un camino en figura de un monstruo horrible, abierta su infernal y espantosa boca para tragarlo. No se asustó Juan, sino que con valor y reposo muy superior a sus años le hizo la Señal de la Cruz: se retiró al momento el enemigo, y desapareció guardando para mejor tiempo mayores batallas; y Juan tomó también la Cruz por defensa para los combates futuros.
Creciendo más en las virtudes, que en los años, le acomodó su madre en un seminario de niños, para que aprendiese las primeras letras. Las aprendió con facilidad, y señalándose entre los demás en la virtud y buenas inclinaciones, como el sol entre las estrellas, era el imán y la admiración de todos. Quien más se prendó de tanta virtud fue don Alonso Álvarez de Toledo, administrador de un insigne hospital que había en aquella villa de Medina del Campo: y teniendo ya doce años Juan, se lo pidió a su madre para que asistiese en el hospital, ofreciendo darle alimentos, estudios y capellanía. Presto conoció don Alonso la buena elección que había hecho, con el cumplido desempeño y raro ejemplo que daba de sí Juan de Yepes. Creció todo con el caso siguiente.
Había en el patio del hospital un pozo profundo: y como el santo mozo era nuevo en la casa, y andaba tan encogido dentro de sí, cayó en él, sin que le pudiesen valer. Las voces fueron iguales al espanto de los que lo vieron, y presto se convocó la vecindad. Llegándose algunos a la boca del pozo, vieron a San Juan sentado sobre las aguas: le alargaron una soga; y asido de ella saltó muy alegre. Le preguntaron, cómo no se había abogado, y tan sin turbación estaba sobre las aguas. Respondió con humildad muy sincera, que una hermosísima Señora, al tiempo de caer lo recibió en Su manto, y hasta entonces lo había sostenido sobre el agua, para que no se hundiese a lo profundo; y que así a la Santísima Virgen debía él la merced y todas alabanzas.
Reconocido a este nuevo favor de la Virgen, crecía por instantes en Su devoción: rezaba Su Oficio menor de rodillas: gastaba en su presencia largas horas; y sabiendo que servía a la Madre y al Hijo en sus pobres, se dedicó con nuevo fervor a servirlos, y lo hacía con extraña caridad, siendo para todos de grande consuelo y alivio. Para poder cumplir con esto y con los estudios, se quitaba mucho del sueño, gastando gran parle de la noche, ya en oración, ya en asistir a los que veía de peligro. Para que el cuerpo estuviese más ágil en el servicio del alma, hizo su cama de unos sarmientos desiguales: su comida era parca: el vestido honesto: la mortificación continua, así en el cuerpo, castigándole con cilicios, disciplinas y ayunos, como en los sentidos, que traía siempre reprimidos.
Con tan buena disposición le alumbraba el Señor copiosamente: porque le quería para farol de Su Iglesia: corrió con facilidad la gramática, retórica y filosofía, en que salió muy consumado. Ya entraba por este tiempo en los veinte años, en que dándole el administrador más tiempo para sus estudios y ejercicios, él frecuentaba más el de la oración, en la cual pedía continuamente al Señor que le encaminase en Su servicio y diese el estado de vida, en que le pudiese servir y serle más agradable. Estando un día encendido en esta oración, oyó una voz que le dijo: «Servirme has en una religión, cuya perfección antigua ayudarás a levantar.» No entendió por entonces lo que el Señor pretendía en estas palabras; pero las depositó en su corazón, humilde y resignado a Su Santísima Voluntad.
No pasó mucho tiempo, que llegaron a fundar convento en aquella villa los padres carmelitas de la Observancia: y sabiendo él que aquella religión se fundó bajo el patrocinio de la Sacratísima Virgen, se le renovaron los ecos de la Voz; y entendiendo ser aquella profesión para donde Dios le llamaba, trató de vestir su hábito. Se lo dieron gustosos los religiosos, sabiendo cuán religioso era ya en las virtudes. Le recibió, siendo ya de edad de veinte y un años, y dejando el apellido de Yepes, se llamó Fr. Juan de San Matías. Estando en el noviciado, corrió tan veloz, que su humildad, su obediencia, su puntualidad en el coro y oración, servían más a la admiración que a la imitación. Profesó al siguiente año, y poco después pasó al colegio que la religión tiene en Salamanca, donde estudió la teología con suma aprobación, juntando siempre la oración y espíritu con las letras. Aunque en lo público profesó la regla mitigada por el Papa Eugenio, en lo secreto guardaba la primitiva dada por San Alberto, patriarca de Jerusalén, en cuanto los superiores se lo permitían. No comía carne, y continuaba los siete meses de ayuno: guardaba grande recogimiento en la celda, sumo retiro de seglares y perpetua asistencia en el coro; y cuando rezaba el Oficio Divino a solas, siempre era de rodillas. Le dieron una celda estrecha y oscura: abrió un pequeño agujero en el tejado para recibir un rayo de luz con que poder repasar sus lecciones: pero gozaba de una ventanilla con su vidriera que salía al Santísimo Sacramento, que era todo su consuelo y Celestial Luz de su alma. Esta breve clausura, desnuda de toda alhaja y curiosidad, era su celda: su cama de tablas desiguales, sin lienzo, sin colchón y un leño por cabecera: los hábitos exteriores eran muy pobres, y los interiores tan penitentes, que a raíz de las carnes vestía un jubón hecho de esparto, anudado y torcido, a modo de malla o red, y los calzones de lo mismo; y cuando se los desnudaba, era para tomar sangrientas disciplinas, o ponerse más ásperos cilicios.
Acabada la teología, y entrando en los veinte y cinco años de edad, le mandaron los prelados se ordenase de Misa, aunque resistiéndolo su humildad. Después de haberse ordenado, se preparó para celebrar la Misa primera, con largas vigilias, con tan fervientes deseos, con tanta humildad y encendido amor de Dios, que parece quería exceder a los Serafines. Lo que sumamente deseaba y pedía a Dios con instancia, era que le conservase Su Majestad toda su vida la blanca estola que le vistió en el Bautismo, y que hasta entonces, por especial gracia Suya, había procurado guardar intacta. Cuando en la Misa tuvo al Señor en sus manos, de suerte enfervorizó la súplica, que mereció oír por respuesta: «Yo te concedo lo que Me pides.»
Quedó el Santo Sacerdote tan agradecido como consolado; porque juntamente sintió en su alma una espiritual renovación, y haberle el Señor concedido una pureza tan feliz, que le restituyó a la inocencia de un niño de dos años, y confirmó en gracia, al modo que a los Sagrados Apóstoles, para que jamás le llegase a ofender con culpa grave, como se supo de sus confesores y de dos personas espirituales a quienes Nuestro Señor lo reveló: y a esto parece aludía lo que la Santa Madre Teresa solía repetir (siendo ya el siervo de Dios carmelita descalzo), diciendo, que el P. Fr. Juan de la Cruz era una de las almas más puras y santas que Dios tenía en Su Iglesia, y que le había infundido grandes tesoros de luz, pureza y sabiduría del Cielo.
Para asegurar más tales tesoros, deseaba esconderlos y retirarlos más del mundo: y para hacerlo iba tratando de pasarse a la Cartuja para vivir más desconocido y más a solas con Dios. Andando con estos pensamientos, vino de Salamanca a Medina en ocasión que la Santa Madre Teresa acababa de fundar el convento de sus monjas en aquella villa, y disponía el fundar otro de frailes, también descalzos, porque hasta entonces sólo había fundado monjas.
Tenía para todo, las debidas licencias; pero le faltaban sujetos que lo principiasen. Noticiada de las buenas calidades de Fr. Juan de San Matías, le declaró sus intentos de fundar un convento de la misma orden muy reformado, y en donde los frailes profesasen también la misma austeridad, pobreza, retiro y regla primitiva que ya había entablado en las monjas: y que pues este mismo espíritu le tiraba a la Cartuja; buena Cartuja tendría aquí dentro de su orden.
No fue menester más para que le diese su consentimiento el siervo de Dios; porque mientras hablaba la Santa, le acordó el Señor, que esto era lo que le dijo antes de tomar el hábito en aquellas palabras, «que sería religioso en una religión, cuya perfección antigua ayudaría a levantar», con que desde luego se ofreció con gusto a la Santa.
Aún no tenía la Santa Madre sitio ni casa alguna para el efecto; pero Dios, que era el principal Autor de este negocio, presto le envió un caballero que le ofreció una casa o cortijuelo en la aldea de Domelo, entre Valladolid y Medina del Campo, que es en Castilla la Vieja. Estaba la casa en un campo desabrigado, expuesto a todos vientos y soles, junto a un arroyuelo llamado Risalmar: consistía toda ella en un razonable portal: a un lado de él corría una cámara no muy larga, tan baja, que casi ofendía las cabezas: encima un desván a teja vana, a quien daba o quitaba luz una teja que servía de ventana: fuera de esto había una cocinilla, y todo lo abrazaba una cerca rústica.
Aquí envió Santa Teresa al bendito Fr. Juan con un peón, para que aliñasen y compusiesen aquella pobre posada en forma de convento, mientras iban dos frailes más que ya tenía prevenidos, para que diesen principio a la reformación. Todo el ajuar que llevaba era un recado para decir Misa, y el hábito de pobre y riguroso sayal que la Santa Madre le dio, cosido por sus manos para vestirlo en descalzándose. Con este pobre aparato llegó a Duruelo; y con el grande fervor de espíritu que llevaba, le pareció haber llegado a las Indias de sus mayores riquezas y al centro de sus deseos. Todo el día gastó en formar y componer aquel resumido convento, modelo y ejemplar originario de todos los que ahora ocupan las cuatro partes del mundo.
Comenzó barriendo toda la casa, y después de bien limpia la adornó de calaveras y cruces que hizo de palo rústico. A la noche, cuando le faltó la luz del día para poder trabajar, se acordó habían pasado lodo el día sin comer. Envió al compañero a pedir alguna limosna, con que pasaron aquella noche. Al otro día, dispuesto el monasterio bien pobremente, se vistió su hábito descalzo, angosto y breve, hasta el tobillo, en la forma que ahora lo llevan los padres carmelitas descalzos, todo muy estrecho y reformado, descalzo del todo, sin abrigo, sin defensa de pies y piernas; porque después admitieron las sandalias o alpargatas que ahora usan. Así desnudo y recoleto presentó a los ojos del mundo la figura del primer descalzo carmelita, renovador de la antigua severidad profética.Admiraban los labradores en aquel nuevo ermitaño el áspero traje nunca visto, la aspereza de vida, el aspecto endiosado y el trato todo del Cielo. Le oían palabras de vida, y al olor de tanta santidad se iban tras él; y no se hablaba de otra cosa por las aldeas comarcanas, sino del fraile descalzo. No dejó de acometer el demonio al nuevo guerrero de muchas maneras en este tiempo; pero no sacando más que confusión lo dejó por entonces.
Casi dos meses estuvo solo el Santo Padre aguardando los compañeros que llegaron a 27 de noviembre de 1568: y habiendo pasado la noche en larga y fervorosa oración, dijeron Misa al otro día; e hincándose de rodillas delante del Santísimo Sacramento, renovaron la profesión y renunciaron solemnemente la regla mitigada en que antes habían vivido, y prometieron a Dios Nuestro Señor y a la Virgen María del Monte Carmelo, y al reverendísimo padre general, vivir conforme a la primitiva sin mitigación hasta la muerte. Mudaron los sobrenombres, por haberlo así introducido la Santa Madre en las religiosas: el P. Fr. Antonio de Heredia se llamó Fr. Antonio de Jesús: el padre Fr. Juan de San Matías se apellidó de la Cruz; y el hermano Fr. José se nombró de Cristo; haciendo todos tres un Cristo Jesús crucificado, con que dieron principio a la familia de los carmelitas descalzos, para grande edificación del mundo y gloria de Dios. Presto llegó el padre provincial de la Observancia, y nombró por prior al P. Fr. Antonio de Jesús: por superior al P. Fr. Juan de la Cruz; y al hermano Fr. José de Cristo cupieron las llaves de portería y sacristía.
Dejando lo demás para la historia de la religión, proseguiremos la vida del glorioso San Juan de la Cruz, a quien cupo la mejor parle de aquellos primitivos favores, por ser el primero que se descalzó, y en quien Dios derramó las primicias del espíritu de que se había de alimentar la religión, y su buen olor alegrar toda la Iglesia. Adelantó aquí su penitencia con extraños rigores: el jubón y calzoncillos de esparto le parecían suaves: las disciplinas no le satisfacían si no las teñía en sangre: los cilicios, cobardes si no taladraban sus miembros: la cama era un rincón del coro con una piedra por almohada: después de maitines se quedaba en oración hasta la mañana: tan absorto estaba en ella, que calándose muchas veces de la nieve que caía por entre las tejas, se iba a prima sin repararlo: gastaba la mañana en decir Misa, y confesar e instruir a aquellos serranos bien necesitados de doctrina: iba a predicar una y dos leguas lejos a pie descalzo, y volvía a desayunarse al convento.
Pasó con el oficio de maestro de novicios a la fundación de Mancera, donde mostró la gracia que Dios le había dado para discernir los espíritus y conocer los talentos y discreción admirable para el magisterio de las almas. Careciendo de todo esto el que gobernaba el noviciado de Pastrana en Castilla la Nueva, hubo de ir el siervo de Dios a componer aquel seminario, que con los indiscretos fervores y penitencia que el maestro introducía necesitaba de moderación prudente. Reducido aquel noviciado al debido temple, pasó al colegio recién fundado en Alcalá y fue su primer rector. Edificó aquella insigne universidad con notable ejemplo, admirando todos, no menos sus letras que su santidad, cogiendo la religión el fruto de muchos y grandes sujetos, que movidos con tal ejemplo renunciaron el mundo y abrazaron el nuevo instituto.
Pasado un año volvió a Pastrana, y de allí a Ávila a petición e instancia de la Santa Madre, para confesor del ilustre convento de la Encarnación de aquella villa, de monjas carmelitas de la Observancia, en la cual había tomado el hábito y profesado la misma Santa: y ahora los prelados (aunque ya descalza) la habían hecho priora de dicho convento, para que le regulase e impusiese en el retiro, espíritu y oración que a sus descalzas: y conociendo la Santa que nadie le podía ayudar más para conseguir este efecto que el padre Fr. Juan de la Cruz, negoció se lo enviasen. Fue allá con el P. Fr. Germán de San Matías por compañero; y con tal arte, prudencia y espíritu, confesó y supo llevar y enseñar aquellas benditas religiosas, que si antes era convento de mucho tráfago, ya se podía ahora contar por uno de las descalzas: ya no se trataba allí sino de oración y de muy grande recogimiento: las rejas estaban desiertas y sólo trataban con Dios y con el Santo Padre, aunque con tanta circunspección, que no admitía de ellas cosa alguna ni comunicación, sino para confesión o provecho de sus almas: con que fue muy grande el fruto espiritual que hizo en las religiosas, con igual ejemplo y edificación de toda la ciudad.
No se olvidó Nuestro Señor de acreditar con maravillas al siervo que tan de veras trabajaba en su mayor servicio. A doña María de Yera, religiosa grave de aquel convento, dio tan súbita y mortal enfermedad, que antes que obrasen los remedios, le privó de los sentidos, y lo que se tuvo por cierto, también de la vida. Desconsoladas las monjas llamaron al Santo Padre y una le dijo: Buena cuenta ha dado vuestra reverencia, padre nuestro, de su hija; pues la ha dejado morir sin sacramentos. Calló el siervo de Dios, y retirado al coro, se puso en oración, y haciendo instancias a Su Majestad, fue tan eficaz, que la religiosa ya difunta a vista de muchas comenzó a mudar semblantes, abrir los ojos, menear las manos y mostrar alientos de vida. Alegres las monjas, acudieron de tropel al coro a dar al Santo Padre el aviso, el cual sin turbación respondió a aquella religiosa que le había dado quejas: Hija, ¿está contenta? Con que las confirmó en lo que ya ellas creían, de que aquella maravilla fue efecto de su oración; y aun se confirmaron más viendo que en habiéndola el Santo confesado y administrado los demás Sacramentos se quedó luego difunta.
Estando también un día de la Santísima Trinidad en el locutorio hablando con la Santa Madre, que, como hemos dicho, era priora, de suerte se engolfaron en la consideración de aquel inefable Misterio, y tan altamente los ilustró Su Majestad, que aquellas dos almas seráficas se fueron desprendiendo de los sentidos, volando a la esfera adonde el Señor los llamaba. La Santa quedó arrobada, sentada en un banco dentro de su locutorio; y el Santo Padre, que al principio que comenzó a sentir aquella dulce violencia se asió a los brazos de la silla para impedirla, mas no pudo, venciendo la velocidad del alma a cuerpo y silla, los levantó por el aire hasta dar en el techo de la pieza.
Hablando pues la Santa de este caso, dijo haber sido la causa, la alteza y claridad con que el siervo de Dios había hablado del Misterio de la Santísima Trinidad, y que no se podía hablar de Dios con el P. Fr. Juan, porque luego se trasponía o hacía trasponer. Le sucedió también por este tiempo, que estando contemplando los Dolores que padeció Cristo en la Cruz, se le representó a la vista tan llagado, herido y vertiendo Sangre como en ella estuvo. Lo que aquella vista causó en su alma, el Santo lo reservó para sí; pero lo que nos dejó que notar, fue el quedarle en su imaginación tan impresa, que no siendo pintor, tomó la pluma y dibujó la Imagen en un papel, sacando el dibujo en perfil esforzado (donde es más dificultosa la perspectiva), y salió tan milagroso, que lo alaban mucho los primorosos en el arte.
Grande rabia causaban en el demonio tantas virtudes y favores del siervo de Dios: y armándole reñidas peleas y enredados combates, no pudo sacar más ganancia que quedar confuso, y ser ocasión de mostrar el Santo el grande poder que Dios le había dado sobre los demonios, ganando el nombre de segundo Basilio, como se vio en los casos siguientes. A una monja de cierta orden comenzó a molestarla con espíritu de blasfemia, arrojándola proposiciones contra la fe y tentaciones contra la castidad. Las comunicó con el Santo Padre, que conociendo al autor de su inquietud, la aplicaba a tiempo las medicinas: mas aunque se sosegaba la paciente en su presencia, en ausentándose volvía a su porfía el demonio; y para enredarla más, tomaba la figura del santo padre, y en el confesonario la influía con doctrinas perniciosas. Volviendo el verdadero confesor y enterado del arle de su enemigo, procuró remediarlo dándola por escrito lo que le había de responder, cuando sintiese semejantes tentaciones. No desistió con esto el engañador; antes usando del mismo ardid, escribió otro papel imitando la letra y firma del Santo, y en él la decía, como por no poder excusar cierto viaje, la quería dejar cierta advertencia acerca de lo que antes la había dado por escrito; porque considerándolo mejor, hallaba que tenía algunas doctrinas tan apretadas, que la habían de causar nuevos escrúpulos y turbarla más la conciencia. Como la religiosa conocía la letra, gozaba de su libertad; aunque extrañó lo opuesto de su doctrina. Volvió el Santo a su convento: conoció el embeleco de Satanás: pidió el billete; y aunque conoció ser la letra muy semejante a la suya, no sus proposiciones: con que desengañó a la religiosa: y viendo la aflicción de aquella alma y astucias de su enemigo, valiéndose de los exorcismos de la Iglesia, y armas de su poderosa y encendida oración, conjuró al demonio y le venció, dejando libre de su infestación a la paciente.
De mayores circunstancias fue otro caso; porque son innumerables las artes que el demonio tiene para engañar las almas. En otro convento recibió el hábito cierta doncella, que siendo de edad de seis años, se le apareció el demonio en figura corporal, y ella, agradada de su aparente hermosura, le entregó todo su afecto. Era de su natural aguda y muy salada en sus dichos. Valiéndose el demonio de su inclinación la ofreció hacerla más docta y más discreta que los varones más sabios; y así lo cumplió, sacándola por condición que le había de hacer una cédula firmada con su sangre, de que no había de reconocer a otro que a él por esposo. En todo vino la desdichada, tan aficionada y perdida, que ya aborrecía a Dios. Creciendo en edad, por secretos juicios de Dios entró en el convento, donde la recibieron con gusto. Hablaba todas las lenguas: sabía todas las arles; y en la teología discurría tan sutilmente, que tenían su ciencia por infusa. Por ser estas cosas tan extraordinarias, entraron en sospecha los prelados de su religión: y sabiendo la santidad y sabiduría del Cielo del Santo Padre Fr. Juan de la Cruz, le rogaron la examinase; y aunque por su humildad se excusó mucho, las grandes instancias le rindieron. Fue al convento: y saliendo la religiosa al locutorio, luego que se vio en su presencia, no solo la bachillera calló y la sabia enmudeció, sino que comenzó a temblar y sudar por ver se había conocido su enredo. Con luz superior reconoció el Santo Padre la causa de aquella enfermedad, y la declaró a sus prelados diciendo como estaba engañada del demonio, y era menester conjurarla muchas veces; porque era ya antigua la posesión.
Se despidió con esto; mas los prelados de la religiosa, dándole todas sus veces, le suplicaron que pues había descubierto la enfermedad, aplicase los remedios. Lo hizo por el bien de aquella alma; y al segundo conjuro obligó al demonio a que declarase todo su maleficio. Confesó todo lo que queda dicho, y que allí estaba Lucifer, en cuya ayuda habían ya acudido tres legiones; mas asistido el Santo de las del Cielo, prosiguió más fervoroso sus diligencias. El efecto fue, que viendo la paciente que ya sabía toda su perdición, se la confesó más despacio y muy por menudo. Entonces tomó la mano el siervo de Dios, y tales cosas la dijo de la misericordia de Dios, que empezó como a despertar y desear su remedio. Bramaba Lucifer enfurecido contra el descalzo, y no pudiendo volverse contra él, porque le temía, se disfrazó tomando su hábito y figura; y llamando al locutorio a la religiosa, como desdiciéndose de lo que antes la había dicho, tanto la exageró la gravedad de sus culpas, la imposibilidad del perdón y el poder del demonio, para hacerla cumplir la cédula que le había dado, que la pobre se deshacía en lágrimas, y así se entraba por las puertas de la desesperación. No se le encubrió al Santo Padre lo que estaba pasando: acudió diligente para probarle cara a cara a Luzbel, como era padre de la mentira y del fingimiento: pidió a la tornera le llamase a la religiosa: respondió que no podía ser; porque estaba en el locutorio con el P. Fr. Juan de la Cruz. ¿Cómo puede ser eso (replicó el padre), si yo soy Fr. Juan de la Cruz, y no el que allí está? Asustada la tornera, le dijo que lo fuese a ver, fue allá, y al punto que lo vio se desvaneció el demonio y halló la monja casi desesperada. Habiéndola restaurado y animado, ponderándola la flaqueza del demonio, pues huía de un pobre fraile descalzo, empezó a conjurar los demonios en presencia de muchas monjas que ya habían acudido al locutorio: y tanta fue su eficacia y la gracia de Dios que en él obraba, que no solo obligó a los demonios a confesar que su príncipe los había enviado para hacer desesperar aquella alma, sino que también a que saliesen de su cuerpo y volviesen la cédula. Todo lo cumplieron a su pesar, y a vista de todos arrojaron la cédula que luego quemó el Santo Padre. Quedó con esto la religiosa libre en el cuerpo y en el alma; y sus prelados tan agradecidos y admirados del Santo Padre, que le aclamaron por segundo Basilio.
No solo lo quitó al demonio estas presas, sino otras muchas: entre las cuales fue una dama principal que con su hermosura y donaire hacía mucho daño en el pueblo. No bastando otros medios que intentaron sus deudos, la persuadieron que se confesase con el descalzo carmelita: y aunque lo resistió mucho, al fin se redujo a hacerlo. La recibió el confesor con mucha caridad, y de tal manera trocó su alma, que vestida de grosera jerga, devota, penitente y retirada, borró las liviandades pasadas. Otra, que con voto había consagrado a Dios su castidad, de suerte la mancillaba, que con sus liviandades era público tropiezo y escándalo.
Acertó por su buena suerte a comunicar al Santo Padre, y con la eficacia de sus encendidas exhortaciones la dejó tan compungida, que apartándose de la ocasión, lavó con sus lágrimas el sacrilegio pasado. Lo sintió tanto el cómplice, que buscando al Santo, le dio tantos palos, que lo derribó en el suelo, dejándolo muy maltratado. Sentido el demonio de tantas ánimas como le sacaba de las uñas el descalzo, le armó un lazo para cogerle la suya. Encendió en el corazón de una hermosa y honesta doncella un grande fuego de lujuria, y tanto lo atizó y lo sopló, que sin poderse valer la cuitada, se salió a deshora de su casa y se arrojó al aposento del siervo de Dios. Le dijo la pasión que la traía: reconociendo el Santo ser obra de Satanás y violencia diabólica, pasando de su modestia a su eficacia, de tal manera la afeó el arrojo de su liviandad, y tal golpe de razones y consideraciones la arrojó, que la desaló en un mar de lágrimas; y corrida y enmendada, volvió a su casa muy diferente de lo que había salido de ella. No saliéndolo bien este lance, intentaron otros sus enemigos, y por si mismos le hacían continua guerra y le atormentaban con fieros golpes y visiones horribles; pero de todos le sacaba el Señor con victoria, y él le correspondía con profunda humildad y con nuevos deseos de padecer más por Su Amor.
Se los cumplió su Majestad largamente, después de haber trabajado cinco años en la cultura del dicho convento de la Encarnación; porque en otra parte le tenía prevenida tan larga tela de persecuciones, penalidades y trabajos, que no cabe en esta breve relación: basta saber, que con increíble constancia e invicta paciencia pudo decir lo que decía el Santo Job: «¿Tengo yo por ventura fortaleza de piedra, o mi carne es de bronce?»
Viéndole pelear tan esforzadamente Su Majestad, varias veces le consoló, y la Virgen Santísima por tres veces le visitó y llenó el alma de luces y celestiales consuelos.Con ellos compuso en esta ocasión aquellas divinas y profundas canciones que empiezan: «¿En dónde te escondiste?», que después explicó altísimamente, y andan impresas en sus libros. Salió finalmente de esta pelea y tribulación, para alumbrar y enriquecer su religión con prelacías, doctrinas y ejemplos de su santa vida, así como el antiguo José salió de la cisterna, para reinar y favorecer a Egipto. Pero tan saboreado salió del padecer y de las penas, que oyendo poco después cantar esta copla:
«Quien no sabe de penas
en este triste valle de dolores,
no sabe de buenas,
ni ha gustado de amores;
pues penas es el traje de amadores:»
Se quedó arrobado por una larga hora. El arrobarse entre consuelos, revelaciones y otras comunicaciones suaves del Cielo, es ordinario; pero arrobarse al sonido de las penas, de las amarguras y del padecer, cosa es bien rara y de espíritu muy descarnado y sólido.
Después de esto fue a gobernar el convento del Calvario, que resplandecía en observancia, toda virtud y rigor de vida; mas como era tan alta la suya, lodo lo levantó de punto. La oración, silencio y penitencia que entabló con su ejemplo y su exhortación, dejaron muy atrás las que hasta entonces habían practicado, aunque eran muy grandes. Estaba este convento pobre y en desierto: y aun que se padecían muchas necesidades, aquí acudía el Señor con maravillas, por la oración y confianza de Su siervo.
Faltando una vez el pan, mandó se buscase algún mendrugo y se pusiese a la mesa; y bajando la comunidad, como solía, al refectorio, les hizo una plática tan espiritual en alabanza de la pobreza, que sin comer bocado se levantaron de la mesa satisfechos; pero apenas se recogían a las celdas, cuando llamando a la portería, halló el oficial a un hombre, que con una carta que traía le dio una carga de mantenimientos. Avisado el Santo Prelado que estaba en oración, y abriendo la carta, se puso a llorar. Preguntado por qué lloraba; respondió: Lloro, hermano, porque nos tenga el Señor por tan flacos, que aun un día no nos fía el que padezcamos abstinencia.
En Iznatorafe se entró el demonio en el cuerpo de un hombre miserable que le atormentaba mucho, y no le podían echar con los exorcismos de la Iglesia: llamado el Santo Padre, luego que le vio el paciente, empezó a dar grandes voces, y decir: Ya tenemos otro Basilio en la tierra, que nos persigue. Así fue; porque, sin que le valiese su grande resistencia, la eficacia de los conjuros del Santo le echó presto fuera de aquella pobre criatura.
Aun no estuvo siete meses en el Calvario, cuando hubo de ir a fundar el colegio de Baeza, cuya fundación ya antes había profetizado. Tan conocida fue aquí su santidad y sabiduría, que los mayores doctores de las escuelas en los púlpitos y cátedras lo ponían por ejemplo a sus oyentes.
Por este tiempo le comunicaba Dios tan altas luces del Misterio de la Santísima Trinidad, que dijo una vez a las religiosas de Granada: De tal manera comunica Dios a este pecador el Misterio de la Santísima Trinidad, que si Su Majestad no esforzara mi flaqueza con particular socorro del Cielo, fuera imposible vivir.
Le mandó Su Majestad un día dijese Misa de la Santísima Trinidad, para consuelo de una religiosa; y al tiempo de consagrar se le aparecieron las Tres Divinas Personas en una nube trasparente, y tales dones le comunicaron, que refiriéndolos después a la religiosa, la dijo: ¡Oh, hija, cómo la agradezco haya sido ocasión de que me mandase el Señor decir Misa de la Santísima Trinidad! ¡Oh, qué gloria y qué bienes gozaremos con su vista! Y encendiéndose como un Serafín, por media hora quedó arrobado y despidiendo clarísimos resplandores.
Aunque el Señor le levantaba a tan altas comunicaciones de la Divinidad, no se olvidaba el Santo Padre de la Sacratísima Humanidad de Cristo, sabiendo que ella es el camino para ir al Padre, y la puerta para entrar a Dios; antes bien la llevaba siempre delante de los ojos, procurando no solo celebrar con singular devoción todos Sus Misterios, sino copiar y trasladar en su propio cuerpo los dolores y martirios de Su Santísima Pasión y Cruz: y así celebraba el Nacimiento con extrañas demostraciones de regocijo, y la Semana Santa, no solo con extraordinarias mortificaciones y penitencias, sino con el corazón traspasado de dolor, que se le conocía bien en el exterior aspecto lastimado y compasivo.
Donde más dulcemente se engolfaba, hasta perder la tierra de vista, era en el Santísimo Sacramento y en los Misterios de la Misa. Una vez, después de haber consumido el Sanguis, se quedó con el cáliz en la mano, y estuvo por tan largo espacio elevado, que una santa mujer que oía la Misa exclamó: Llamen a los Ángeles que acaben esta Misa; porque solos ellos pueden proseguirla con tanta devoción: que este Santo no está para ello.
Muchas veces fue vista diciendo Misa, que del Sagrario salían rayos de Luz, que terminándose a su rostro, se lo bailaban de divinos resplandores: otras le salían de su rostro tan vivos, que deslumbraban a los que los veían. Los vio una vez un estudiante que le ayudaba a la Misa, y no solo le quitó la vista de los ojos (como él mismo afirmaba), sino que le penetró de manera el corazón, que luego se entró religioso dominico con nombre de fray Domingo de Sotomayor. En otras ocasiones le vieron resplandecer el rostro entre las tinieblas de la noche. Estas luces exteriores, índice eran de las interiores que por la abundancia rebosaban afuera para edificación de los prójimos.
Con tanta Luz del Cielo, penetraba los interiores, y registraba los pensamientos de los otros, y las cosas distantes no se le escondían. Una mujer, llamada María de la Paz, como le vio pequeño de estatura y de tan poca ostentación, pensó dentro de sí que no debía ser hombre de letras. Fuese con esto a confesar con el Santo Padre, el cual la dijo luego: Hija, letrado soy, aunque pecador. Respondió ella: ¿Por qué lo dice, padre? Y el Santo la dijo: Porque lo habéis menester.
A otra hija de confesión del Santo, que era muy sierva de Dios, la perseguía tanto el demonio, que cuando venía a la iglesia del convento, en medio de la calle y al umbral, la daba tantos golpes, que la dejaba como muerta. Desde su celda lo descubría el Santo Confesor con Luz del Cielo; y acudiendo antes que nadie le pudiese avisar la socorría, y ahuyentaba los demonios. De estos casos le sucedieron muchos; pero fue más notable el que le sucedió en una casa en que había diez y seis enfermos de peligro, y los once ya oleados. El compañero del Santo, que era hijo de aquella casa, se afligió mucho viendo el peligro de tantos; pero el siervo de Dios lo dijo entonces: No tenga pena, que ninguno de los diez y seis que están en la cama morirá de esta enfermedad, aunque están en el estado que vemos. Le preguntó el compañero cómo lo sabía, y respondió: Así me lo ha dicho quien lo puede hacer. Y así sucedió; porque todos recobraron la salud.
Dos años pasó en este colegio de Baeza con estos santos ejercicios, y dejando aquella fundación bien medrada en lo temporal y espiritual, se hubo de trasladar a Granada, con los oficios de difinidor general y prior de aquel convento. Cuatro años estuvo aquí continuando las maravillas de su gracia y los ejemplos de su virtud, con colmados frutos de su espiritual enseñanza, en beneficio universal de todos, así seglares como religiosos y religiosas.
A su santo celo y diligencia se debe también la fundación del convento de las religiosas de esta ciudad: porque él la solicitó y la ejecutó: y se le conoce bien ser obra de tal mano; pues es uno de los conventos de carmelitas descalzas, que más florecen en opinión y observancia. En el convento de sus frailes asentó estrecho recogimiento. Y como lo confirmase tan exactamente con su ejemplo, que ni para pagar las visitas que le hacían salía de casa, le procuraron persuadir los religiosos que saliese alguna vez, porque le echaban de menos los seglares. Se rindió el Santo Prelado a la importunación, y determinó visitar a los señores arzobispo y presidente. Comenzó por este último, y pidiéndole le perdonase el no haber hecho antes lo que debía; le respondió el presidente: Padre Prior, más queremos a vuestra paternidad y a sus frailes en su casa, que en las nuestras;porque con lo primero nos edifican, y con lo segundo nos entretienen. El religioso retirado nos lleva el corazón; y el que sale por salir, ni a nosotros edifica, ni para sí gana crédito. No hubo menester más para que, abreviando la plática, sin visitar al arzobispo, se volviese a su convento y refiriese el suceso muchas veces, para persuadir a sus religiosos el total retiro y confirmarlos en él. También les persuadía mucho la viva confianza en Dios; y Su Majestad se la premiaba con maravillas: pues por dos veces que el convento se halló con urgente necesidad, les proveyó milagrosamente. Solía repetir muchas veces el Santo Padre: ¡Oh, esperanza del cielo, que tanto alcanzas cuanto esperas!
A la opinión que ya trajo de místico y espiritual maestro, acudieron muchas almas a su confesonario, y asimismo las religiosas de su nueva fundación, todas le reconocían por Padre y le comunicaban sus almas como maestro. Él los fue disponiendo de manera a unos y otros, que recibiendo como tierra buena su celestial doctrina, fueron muy copiosos los frutos, y en el Santo tan frecuentes las maravillas en conocer los interiores, en profecías, y en echar los demonios de muchos cuerpos, que fuera nunca acabar el referirlos: solo diré una cosa que aquí le sucedió, para que se vea por cuán invencible le tenían los demonios.
Llegando a conjurar una endemoniada, en tanto que el Santo se apartó para encomendarla a Dios, oyó el compañero que la mujer, hablando entre dientes, decía con rabia: ¡Qué no pueda yo vencer este frailecillo! ¡Qué no halle mi astucia modo para derribarle! ¡Qué habiendo tantos años que me persigue en varias partes, aquí no me quiera dejar!Sabiendo el Santo, después de su oración, lo que había dicho el demonio, no haciendo caso de ello, lo expelió con la facilidad que otras veces. Tanto temor le tenían, que solo su vista les acobardaba y hacía huir, como se vio en otro caso.
Había salido a la iglesia a confesar por falta de otro confesonario: y una persona muy espiritual que allí estaba, vio que en un rincón de la iglesia estaban muchos demonios con apariencia de diferentes fieras, los cuales salían a tentar a los que estaban orando; mas advirtió que cuando el Santo levantaba o volvía los ojos adonde ellos estaban, todos atropellándose huían a esconderse en su rincón.
El año de 1585 hubo de acudir al capítulo que se celebraba en Lisboa, donde fue segunda vez electo en difinidor segundo. Había entonces en un convento de aquella grande ciudad una monja muy celebrada y tenida por prodigio; todo el mundo creía ser cosa del cielo: los capitulares como forasteros, siguiendo la voz pública, la iban a ver, celebrando sus dichos y hechos, y teniendo por reliquias algunas cosillas que les daba. Quisieron persuadir al Santo Varón que no dejase de ver aquella maravilla; mas él les respondió: Anden, padres, ¿qué quieren ver una mujer ilusa? Callen, que presto descubrirá Dios el engaño: y así fue, declarando el suceso, que el Santo Padre fue el que sin verla la conoció mejor, pues se comprobó ser todo embuste del demonio.
Este capítulo de Lisboa se concluyó después en Pastrana, habiendo venido de Génova el nuevo provincial, y entonces se determinó que los difinidores fuesen también vicarios provinciales, cada uno en su distrito. Cupiéronle al santo difinidor y vicario provincial las casas de Andalucía. En este oficio, como mayor, despidió mayores luces; la humildad, la observancia, la desnudez y mortificación de súbdito, lucieron más siendo prelado. No admitió más aparato que un jumentillo, porque sus fuerzas ya gastadas no le permitían andar a pié continuadas jornadas: y aun este alivio lo repartía con el compañero, que era un hermano lego, haciéndole a veces subir a caballo, y él se iba a pie como sirviéndole de mozo. Ninguna provisión llevaba por los caminos, fiándolo todo de la Providencia Divina. En los mesones, y cuando por los caminos se detenía a descansar, presto se apartaba, y después lo hallaba el compañero puesto en oración y algunas veces levantado en el aire. La autoridad de los oficios aseguraba con mayor humildad.
Diciendo un religioso delante alguna gente, que el Santo Padre había sido prior en cierto convento, respondió el Santo: También en ese mismo convento fui cocinero. Un prelado grave de cierta orden, oyéndole alabar mucho el retiro y soledad, le dijo: Vuestra paternidad debe ser hijo de algún labrador, pues tanta inclinación muestra al campo: a que respondió el humilde padre: Aún no soy tanto como eso, que mis padres fueron unos pobres tejedores de buratos. Entrando en los conventos, los santificaba y alegraba con su presencia, y con la grande luz del Cielo que tenía, ora maravillosa la prudencia y discreción con que disponía y gobernaba las cosas de los particulares y de las comunidades; con que llenaba las prendas de un perfectísimo prelado.
Amplificó su provincia, fundando nuevos conventos. El primero fue el de Córdoba, en el cual le sucedió un grande milagro; porque para edificar la iglesia, comenzaron a derribar una pared vieja: la socavaron tanto, que cayó sobre la celda en que estaba el Santo Padre, y toda la hundió. Asustados todos, creyendo habría muerto el Santo Provincial, acudieron seglares y religiosos para desenterrarle. Apartadas las ruinas, le hallaron alegre y sereno en un rinconcillo, sin lesión ninguna. Le preguntaron cómo había sido aquello. Respondió, que la de la capa blanca (así llamaba a Nuestra Señora) milagrosamente le había librado de aquel riesgo.
En Guadalcazar tuvo una grande enfermedad, y los médicos aseguraban que se moriría; pero el Santo dijo: Malo estoy y mucho padeceré; pero no moriré de ésta: porque aún no está acabada de labrar la piedra: y así fue. Durante esta enfermedad, para aplicarle ciertos remedios, le hubo de quitar el enfermero una cadenilla de hierro de agudas puntas que traía tan asida a las carnes, que por algunas partes no se veía. Se quedó con ella el enfermero: y aplicándola después de algunos años a un enfermo desahuciado, con una mortal modorra y calentura, al punto estuvo sano y bueno, que al día siguiente fue al convento a dar gracias a Dios por el beneficio.
Habiéndose dispuesto el fundar convento de monjas en Madrid, se encargó la ejecución y el acompañar las fundadoras al Santo Padre. En el camino, pasando por vado el río Guadiana, se vieron las monjas en gran peligro por llevar grande corriente; mas el Santo Provincial, siguiéndolas con su jumentillo, la pasó tan sin él, que vieron algunas de las monjas que iba sentado sobre las aguas, y con nueva maravilla le vieron después salir todo enjuto.
En la última jornada, para entrar en la corte sin registro y sin concurso, salieron de Getafe puesto el sol: con que les cogió la noche en medio de la jornada: pero a vírgenes tan prudentes y a Padre tan ceñido, el Cielo les envió lámparas, cercando el carro y todo el acompañamiento con un resplandor tan celestial, que dejando lo demás del campo en su oscuridad, les clarificó el carril basta entrarlos en la villa.
Vuelto el Santo a la provincia, fundó otro convento de frailes en la Mancha Real; y al año siguiente, por expresa revelación de Dios, fundó el de Caravaca: y yendo a fundar otro en Bujalance, libró dos mujeres poseídas del demonio; y diciendo un día Misa, le regaló el Señor mostrándosele cercado de un globo de luz que todo lo rodeaba y dejaba iluminado. Llegando después de la Misa a la reja para hacer una plática a las monjas, todavía se continuaba el resplandor tan a lo sensible, que entrando los rayos por la reja, los participaron las religiosas. Con estas luces proféticas conoció las tinieblas que padecía en su celda una religiosa llamada Bárbara del Espíritu Santo: la hizo llamar, y la dijo: ¿Cómo no me dice, hija, lo que padece? Pues ya que ella lo calla, yo se lo quiero decir: y diciéndole punto por punto todo lo que en su interior padecía, la consoló, y aseguró que presto estaría en paz. Vio también en espíritu que las monjas de otro convento estaban divididas en la aprobación de una novicia, y las escribió que le quitasen el hábito, sin embargo que era sobrina de un obispo.
Como el Santo Padre era como aquel árbol que vio San Juan, que todo el año daba frutos, y sus bojas eran para salud de las gentes, continuó también por este tiempo sus milagros y maravillas en beneficio de las almas y de los cuerpos. Se hallaba una religiosa con tan mortal accidente, que ordenó el médico la sacramentasen muy aprisa. Llamaron al Santo Padre para que lo hiciese; pero diciéndole un evangelio, y poniéndole sus manos en la cabeza estuvo sana y al otro día se levantó.
Llevando las monjas para fundar en Málaga, dio María de Cristo tan peligrosa caída de la cabalgadura, que todos creyeron era muerta. Estuvo un rato sin sentido, derramando mucha sangre de la cabeza: llegó el Santo, y limpiándole la herida con su pañuelo, sin otro beneficio, se levantó sana y prosiguió su viaje.
Yendo otra vez de camino con su compañero el hermano Fr. Martín, y un hermano donado, llamado Pedro de Santa María, dio éste tan mala caída, que por muchas partes se rompió la canilla de una pierna. Lastimados los compañeros, y tratando de la cura, hallaron la canilla hecha a pedazos y que sonaba como una caña muy cascada. Le tenía la pierna el hermano Fr. Martín; y siendo el médico el Santo Provincial, no le aplicó más remedio que un poco de su saliva, y atando la pierna con el pañuelo, le subieron sobre el jumentillo. Llegados a una venta dijo el Santo: Aguarde, hermano, y le apearemos para que no se lastime. Respondió: ¿Qué es lastimar, padre nuestro? Ya no me duele la pierna; y tentándola vio que estaba sana. Saltó en tierra, y se halló tan sano y sólido como antes de la caída. Por milagrosa calificaban los dos hermanos la cura: pero el Santo Padre, para deslumbrarlos, les dijo: Callen ahí: ¿qué saben ellos de milagros? Mas viendo que no bastaba, les mandó con obediencia el silencio.
Rematemos con otro caso de mayores circunstancias. Caminando en otra ocasión con el hermano Pedro de la Madre de Dios desde Baeza a Jaén, hubo de pasar un río: llegó al vado, y venía tan lleno, que los arrieros no se atrevieron a vadearle. Quiso también el Santo Provincial quedarse con ellos; pero alumbrado del Señor, dijo al compañero se quedase; y él con el jumentillo se entró por el río. A poco trecho tropezó el jumento, y viendo su peligro el Santo Padre, llamó a la Santísima Virgen, que acudiendo luego a socorrerle, le asió de las puntas de la capa, y llevó sobre las aguas basta dejarlo en la orilla, con grande admiración de los que lo miraban.
Salió, también la cabalgadura: y volviendo a subir, a todo correr no paró hasta la venta que llaman de Doña María: halló en ella un pasajero mal herido con tres puñaladas que el hijo del huésped le había dado: admiró el Santo Padre la benignidad del Señor con aquella alma, y más cuando llegándole a consolar, supo que era religioso profeso de cierta orden, que andaba apóstata. Lo confesó y lo dispuso por espacio de dos horas; y al fin de ellas arrepentido y reconocido a Dios, expiró con grande y muy singular consuelo del Santo Confesor, considerando cuántos milagros obró Nuestro Señor por la salvación de aquella alma.
Mucho deseaba el Santo Padre verse descargado de oficios, por el grande amor que tenía a la soledad y retiro, y deseoso de tratar a solas con Dios; pero aún no se lo permitía Su Majestad. Habiendo concluido la ocupación de vicario provincial, le hicieron segunda vez prior del convento de Granada; y aunque con muchas lágrimas lo renunció, no quiso el capítulo adquirir sus ruegos. Se rindió a la carga el humilde Padre, y prosiguiendo su gobierno con el acostumbrado ejemplo y crecido fruto de las almas, se le notó por este tiempo que sus hábitos y remiendos despedían un olor celestial y peregrino. Llegó ocasión en que a grandes instancias se hubo de rendir a mudar hábito, y el que dejó se los vistió otro religioso, estimándolo por reliquia, aunque bien pobre. Al punto echó de sí tal fragancia, que se persuadieron los demás que iba cargado de olores. Se excusaba el religioso con la verdad, y llegaron a creerla, cuando quitándose el hábito el religioso, reconocieron todos nacer de solo el hábito la fragancia. Era el santo aquel buen olor de Cristo de que se gloriaba el Apóstol; porque en todo deseaba conformarse y asemejarse a Cristo crucificado, humillado y abatido: por lo cual, continuamente y con muchas ansias le pedía tres cosas: la primera, que no le llevase de esta vida siendo prelado; la segunda, que le diese que padecer por Su Amor: y la tercera; que muriese habitando donde no le conociesen: y se las concedió el Señor, como lo mostró la experiencia y el mismo Santo Padre lo dijo a su venerable hermano francisco de Yepes, y a otros, previniéndoles que si lo viesen despreciado, abatido y cercado de dolores, no lo extrañasen; porque los había pedido al Señor y se los había concedido.
Ya corría un año de este priorato, cuando se innovó el gobierno de los Descalzos por autoridad apostólica, empezando a ser congregación, dividida en diferentes provincias, formando un supremo tribunal de vicario general y seis difinidores. Cayó sobre el siervo de Dios la elección de d¡finidor primero, y juntamente de prior del convento de Segovia, donde había de residir aquel grave tribunal, que llamaban consulta, con que a un tiempo se halló presidente de la consulta (en ausencia del vicario general) y prelado del convento; y en ambas ocupaciones resplandeció su santidad, su sabiduría, su prudencia y su entereza, con una admirable humildad y encendida caridad con que lo sazonaba todo. Dejando muchos casos particulares de profecías, éxtasis y conocimiento de los interiores, y otras cosas milagrosas que eran muy comunes en el Santo, sólo referiremos aquí tres, que fueron más notables.
Todo el tiempo que estuvo en esta casa de Segovia, advirtieron, así religiosos como seglares, que le asistía una paloma muy hermosa, que no se hacía con los demás, estando siempre sobre la celda del Santo Padre. Conferido el caso entre los religiosos, dijeron, que lo mismo había sucedido en Granada, y que a donde quiera que iba le seguía. Acostumbraba el siervo de Dios en esta casa retirarse muchas veces a una cueva o ermita que había en la huerta; y era cosa maravillosa ver como solían entonces acudir allí muchos pajarillos, y cantando dulcemente, le daban regaladas músicas. Estando, finalmente, una vez orando delante de una Imagen de Cristo con la Cruz acuestas, le habló Su Majestad en aquella, y le dijo: ¡Fr. Juan! Pero como el Santo Padre era tan espiritual, y estas hablas y revelaciones sensibles las tenía por sospechosas, no hizo caso, hasta que repitiéndose la Voz segunda y tercera vez se puso atento, y oyó que lo decía: ¿Qué quieres en premio de lo que por Mí has hecho y padecido? A que respondió con toda prontitud: Padecer, Señor, y ser menospreciado por Vos.El flaco pidiera honra y descanso; pero el esforzado caballero de Cristo pide penas y abatimientos en premio de sus humildes trabajos.
El año de 1561 acabó el oficio de difinidor, y queriendo el Señor cumplirle lo que tanto le había pedido, dispuso que lo dejasen sin oficio alguno. Alegre el Santo Padre viéndose desembarazado, se retiró en el convento de la Peñuela, a seis leguas de la ciudad de Baeza, en Andalucía, por ser convento solitario y eremítico, y en que florecía la penitencia y austeridad de vida. Redujo allí la suya a una continuada tarea de retiro y oración. Las mañanas gastaba en el coro y decir Misa: las tardes, o se salía por aquellos montes a desahogar su espíritu en alabanzas del Creador, o las pasaba en su celda recogido, ya de rodillas, ya en cruz, orando y otros santos ejercicios, hasta que la campana lo llamaba a los actos de comunidad. En esta soledad se hallaba como en su centro, y ocupándose tan sin embarazos en solo Dios, vivía tan abstraído de todo lo de acá, que no parecía hombre terreno, sino ángel humano. No atreviéndosele los demonios de cerca, le armaron tan funesto nublado en el aire sobre todo el sitio, que en sus furiosos rayos, truenos y piedras parecía lo habían de acabar lodo y hundir el convento. Viendo el Santo Padre la turbación de los religiosos, y conociendo los autores que la causaban, saliéndose al medio del claustro, se quitó la capilla, y mirando al cielo, hizo con ella cuatro cruces hacia las cuatro partes del mundo: y al momento se dividió el nublado en otras cuatro partes, y a toda prisa dejó el cielo sereno, desvanecida la tempestad y confusos los enemigos: los cuales aunque quedaron vencidos, pero no enmendados; pues que ya que no les salió bien el agua, trataron de valerse del fuego, y ver si podrían abrasar con llamas al que no habían podido ahogar con diluvios.
Tenía el convento un pedazo de huerta y olivar cercado no de paredes, sino de las mismas malezas del monte, y por de fuera algunas haces de siembra. Corriendo buen viento para desviar el fuego, quiso un hermano quemar los rastrojos que habían quedado de la siega: valiéndose los demonios de la ocasión, presto revolvieron el viento contra la huerta y el convento, y encendieron tales llamas, que ya sin resistencia amenazaban lamentable incendio de todo el sitio. Asustados los religiosos, llamaron al Santo Padre, el cual haciendo breve oración delante del Santísimo Sacramento , tomó el hisopo y agua bendita, y se puso entre la cerca y el fuego, cuyas llamas pasando por encima del santo, llegaban ya a lamer los sarmientos de la barda, con que a poco espacio perdieron al Santo de vista. Se pasmaron todos temiéndole abrasado; mas el Santo Padre, luchando con Dios y su oración contra el infierno, consiguió la victoria que se comenzó a mostrar en dos maravillas singulares: la primera, que emprendiendo el fuego en las jaras y sarmientos de que se componía la cerca (a semejanza de la zarza de Moisés), no los quemaba ni ofendía: la segunda, que descaeciendo las llamas, vieron el Santo Padre en medio de ellas elevado en el aire, y que pisándolas, poco a poco se fue bajando sin traer lesión en persona, ni olor de fuego en sus hábitos, viniéndose alegre hacia los religiosos, y dejando en todo el sitio ahogado el fuego y sus autores.
Mucho edificó el siervo de Dios a toda la Iglesia con la santidad y virtudes de su santa vida; pero nada menos la enseñó con su mística y justísima doctrina. Y porque en esta soledad de la Peñuela le dio la última mano a sus escritos, daremos aquí noticia de ellos. Muchos religiosos y religiosas de la orden, admirando su celestial magisterio místico, le rogaron se los dejase escritos para bien de muchas almas. Rendido a las instancias, escribió los libros siguientes: el primero, Subida del Monte Carmelo: el segundo, Noche obscura: el tercero, Cántico Espiritual; y el cuarto, Llama de Amor Viva. Se trasladaron después en varias lenguas, imprimiéndolos en latín el P. Fr. Andrés de Jesús, natural de Polonia, y de la misma orden, añadiendo otros cuatro tratados menores: el primero, Cautelas espirituales contra los tres enemigos del alma: el segundo, Cartas a diferentes personas: el tercero, Sentenciario Espiritual; y el cuarto, Devotas Poesías. Y aunque es ya muy conocida y pública la alteza y utilidad de esta doctrina; dejando los muchos elogios que de ella escribieron las mejores plumas, solo referiré el que los Cardenales Torres y Deti, para despachar los remisoriales para la canonización del Santo Padre, hicieron en esta forma: «Escribió libros de teología mística, llenos de celestial sabiduría, los cuales andan divulgados en diferentes reinos con tan sublime y admirable estilo, que juzgan todos no ser ciencia adquirida con ingenio humano, sino revelada e infundida del Cielo. Es su lección muy provechosa para discernir las revelaciones verdaderas de las falsas, y esforzar las almas en el camino y vida de la perfección. Por lo cual los que leen estos libros comparan su doctrina con la de San Dionisio Areopagita.»
Y el señor Cardenal Ginetti refiere a la sagrada congregación el dicho del doctísimo y venerable P. M. Fr. Juan Bautista Lezana, carmelita observante, a quien se había remitido la revisión de dichos libros por estas palabras: «La revisión de los opúsculos del siervo de Dios, Juan de la Cruz, según la forma de los nuevos decretos que me encomendó la sagrada congregación, fue remitida al P. Fr. Juan Bautista Lesana, carmelita, uno de los consultores de esta sagrada congregación: por cuya relación, que presentó en escrito, consta; que en dichos opúsculos no se halla cosa contra la fe y buenas costumbres, ni contienen doctrina nueva, ni peregrina, ni ajena del común sentir y costumbre de la Iglesia; sino antes más doctrina tan altamente sublime, que apenas se podía hallar otra más levantada, si no es en los códices sagrados.» Todo esto se dice de los libros del Santo Padre: y nadie que los lea con humilde y verdadero deseo de aprovecharse de su doctrina lo extrañará; porque experimentará los admirables frutos que causa en las almas en el total desasimiento de las criaturas, y buscar y hallar al Creador.
Se iba el Santo acercando a la corona de sus méritos: y para que fuese más preciosa, la labró el Señor nuevas piedras de penas y dolores en su última enfermedad. Le envió unas calenturas, que presto le derribaron en la cama, y originándose de ellas una grande inflamación a la pierna derecha, puso a todos en cuidado. Avisado el padre provincial, al punto envió orden para que se fuese a curar a Baeza o a Úbeda, y mandó al padre prior que luego lo ejecutase y cuidase mucho del enfermo. Instaba el prior se fuese al colegio de Baeza, por ser casa más acomodada y el rector muy hijo del santo padre, y no al convento de Úbeda, nuevo y mal acomodado, y cuyo prior estaba adverso al Santo Padre por haberle mortificado algunas demasías. Mas como él deseaba padecer, y halló en Úbeda la ocasión: eligió el ir a aquella casa, en donde había de padecer más y era menos conocido. Con el movimiento del camino creció la inflamación e iba con notable fatiga. Llegando al puente del río Guadalimar, le dijo el hermano: A la sombra de este puente podrá vuestra reverencia descansar un rato y comer un bocado. Sí, descansaré (respondió el enfermo), porque llevo necesidad: pero tratar de comer es excusado, porque tengo total inapetencia. Replicó el hermano: ¿Es posible que nada apetece vuestra reverencia? A que respondió: Sola una, que son unos espárragos;pero en este tiempo (era a fin de setiembre) no es posible hallarlos. Estando el compañero en esta aflicción, y mirando al río, vieron los dos dentro de él una peñuela, y encima de ella un manojo de espárragos muy frescos, atados con un mimbre. Los sacó el hermano: los admiró el Santo, y por mucho que procuró disimular la maravilla, no pudo negar había sido milagrosa.
Llegado a Úbeda, fue recibido del prior con poco agrado, y con mucho de los demás. Pero el camino de suerte agravó la enfermedad, que el humor, bajando a la pierna, al otro día reventó por cinco bocas en forma de cruz, dejando la mayor sobre el empeine del pie. De todas salía tanta materia que llenaba las escudillas, y cundiendo por todo el cuerpo hizo en él balsas de humor corrompido, particularmente en ambas pantorrillas. Este accidente y continua calentura le causaron tal flaqueza que no se podía rodear en la cama, si no es asiéndose de una soga, y ayudado de los enfermeros. A su rigor excedía su paciencia, y a todo la que mostró en lo recio de su cura. Le abrieron desde el empeine del pie hacia arriba por la espinilla más de una cuarta, de modo que se le descubrió la canilla de la pierna, con tal tolerancia en el enfermo, que admiró al cirujano, a quien después dijo con alegre serenidad: Si es menester cortar más, córtese muy enhorabuena, y hágase la voluntad de mi señor Jesucristo; que yo estoy dispuesto para lo que Su Majestad mandare y ordenare de mí. A este dolor del cuerpo se recreció a este segundo Job el desagrado del prior. Sus visitas eran de juez, sus palabras de apasionado y sus obras tan de miserable, que no solo no le daba más que un poco de carnero, sino que prohibía que de fuera le regalasen, diciendo que bastaba el tomar carne para la enfermedad que tenía. Finalmente, por saber que esta sequedad la sentían y censuraban los religiosos, mandó que ninguno entrase en su celda, echando la llave a su rigor y el Santo a su sufrimiento. No pudo tan ejemplar paciencia y santidad conocida estar oculta mucho tiempo: la publicaron cirujanos y religiosos, con que se movieron muchas personas devotas a acudir al enfermo. Unas le enviaban regalos, otras hilas y lienzos, y otras se encargaron de lavar los paños y vendas. Ya los religiosos habían avisado al padre provincial, que vino a toda prisa, e informado del estado de la enfermedad y sequedad del prior, después de haberle reñido ásperamente, dijo: Abran, padres, esas puertas para que no solo los religiosos, sino los seglares entren a ver este espectáculo de santidad, y queden admirados con su admirable paciencia. Trueno y rayo fueron estas palabras del celo y caridad del venerable provincial, que juntamente atemorizaron y alumbraron al prior, el cual comenzó a venerar al que antes perseguía; y postrado a sus pies, no solo le pidió muchas veces perdón, sino ejecutó sus consejos, y en adelante predicó sus alabanzas. Queriéndole dar algún alivio, dispuso (rehusándolo el enfermo) un rato de música, y en tanto que duró, estuvo el Santo tan suspenso, que vuelto en sí, y preguntado qué le había parecido de la música, respondió: No la oí, porque otra mejor me ha ocupado en este tiempo. Empezaba ya a gustar la del Cielo, de la cual añadió: Satiabor, cum apparuerit gloria tua.
Con otras maravillas acreditó aquí Dios la santidad de Su siervo. La materia que salía de las llagas era tan diferente de las demás que no solo no olía, sino que sabía bien. Tomando el enfermero una porcelana llena de la sangre y materia que salió cuando le abrieron la pierna, viendo cuán bien olía, dijo: Ésta no es materia; y bebiendo dos tragos de ella, se le quitó un dolor de cabeza que padecía. Encontrando otro religioso una escudilla de la misma materia, juzgando por su buen color y olor ser alguna salsa regalada, se la bebió toda con buen gusto. Las señoras que lavaban las vendas y paños que servían al Santo Padre, testificaron que tenían un olor celestial, y que su tacto les causaba interior consuelo. Les llevaron una vez con la ropa del Santo Padre la de otro enfermo, y luego con el olor conocieron no ser toda del Santo, y por el diferente olor pudieron apartar la una de la otra. También sucedió a muchas de estas personas, que buscando en sus casas algunas cosas de regalo para sí, no las hallaban; y cuando las buscaban para regalar al santo enfermo, luego se les venían a las manos, cuidando Dios del alivio y asistencia de su fiel amigo con tan singulares providencias.
Dos meses y ocho días habían pasado, cuando creciendo la enfermedad, desconfiaron todos de la vida del enfermo. La víspera de la Concepción, que cayó en sábado, mandó el médico le diesen el viático: y alegre el Santo con la nueva, dijo: Laetaus sum in his, quae dicta sunt miki: in domun Dómini ibimus. Mas como sabía mejor que el médico, no solo el día sino también la hora en que había de morir, dijo, que se difiriese hasta su tiempo. El jueves siguiente lo pidió diciendo no duraría mucho. Le pidieron les repartiese sus alhajas, que eran hábito, rosario, breviario y correa; y respondió: Yo soy pobre; esa acción es del prelado: al cual pidió de limosna un hábito y un poco de tierra en que enterrarse, perdón de los enfados de la enfermedad, y a los demás de los descuidos que había tenido, siendo súbdito y prelado. Animándolos a todos a la observancia de su profesión, le interrumpieron las lágrimas. Viernes 13 de diciembre, día de Santa Lucía, pregunto qué día era: y sabiendo que viernes; ya no preguntó más por el día sino por las horas: y como le pidiesen la causa, añadió: Helo preguntado; porque, gloria a mi Dios, tengo de ir esta noche a cantar maitines al Cielo.
Llegándose después el venerable provincial, quiso alentarle acordándole lo que había trabajado por la reforma: mas el humilde Padre tapándose los oídos con ambas manos, le dijo: No me acuerde vuestra reverencia sino mis muchas culpas y pecados; y solo tengo para satisfacer por ellos, la Sangre y merecimientos de Jesucristo. A las cinco de la tarde recibió la extremaunción: a las nueve, habiendo preguntado y sabido qué hora era: exclamó: ¡Qué aún me faltan tres horas!, añadiendo: Incolatus meus prolongatus est. A las once y media pidió llamasen al padre provincial y a todos los religiosos. Habiendo acudido, se hincaron todos de rodillas, y le suplicaron les echase su bendición; pues les dejaba con su ausencia tan desconsolados. Se excusaba el Santo, pidiendo al padre provincial se la echase su reverendísima, pues era prelado de todos. Al final ruego del provincial y lágrimas de todos, se hubo de rendir, y les echó su bendición: después de esto pidió le leyesen algo del libro de los Cantares: y en el punto de las doce, le rodeó un globo grande de luz como de fuego resplandeciente, cuya claridad ofuscaba unas veinte luces que ardían en el altar y celda. En medio de la celestial llama se veía estar como ardiendo aquel abrasado serafín. A esta sazón dio el reloj las doce; y sonando la campana del convento, preguntó, qué tañían. Respondiéndole que a maitines, pasó mansa y amorosamente los ojos por los presentes y por despedida les dijo: Al cielo me voy a cantarlos: y poniendo sus benditos labios a los pies del Crucifijo, y diciendo: In manus tuas commendo spiritum meum, cerrando la boca y los ojos, se lo entregó dulcemente, sábado a la misma hora que había dicho, 14 de diciembre del año 1591, a los cuarenta y nueve de su edad, y veinte y ocho de religión, habiendo vivido los cinco primeros en la Observancia, y los veinte y tres en la Reforma: a la cual, habiendo sido el primero de ella, vio en sus días dilatada en España y en las Indias en seis provincias, y con vicario general propio de la familia.
No dilató el Señor el dar testimonios de la gloria de Su siervo. En expirando, se sintió por todo el convento una celestial fragancia: su rostro quedó muy hermoso y sonroseado. Aunque llovía y bacía mucho frío, acudió luego tanta gente, que se hubieron de flanquear las puertas del convento a la una de la noche; y llegándose todos a besarle las manos y los pies, se tenía por dichoso el que podía alcanzar alguna reliquia suya. Entre otros llegó un carpintero llamado Iruela, pidiendo a grandes voces lo dejasen ver  al Santo; porque en aquel punto le había librado de un grande peligro de cuerpo y alma. A más de estos en expirando se apareció a su grande bienhechora doña Clara de Benavides y a Luisa de la Torre, mujer de gran de virtud, que arrebatada en espíritu le vio con el rostro muy resplandeciente, que sustentaba sobre sus hombros aquel convento de Úbeda. En Segovia apareció a Beatriz del Sacramento, religiosa de su orden, con el hábito chapeado de joyas de oro y sembrado de estrellas, con una hermosísima corona en la cabeza; y la dejó del todo sana, estando antes tullida. En la misma ciudad de Úbeda, años después obró una singular maravilla. Por mayo habiéndose formado una terrible tempestad y nublado formidable, y acudiendo muchos a implorar su patrocinio, fue visto a la luz de los relámpagos con su hábito de carmelita descalzo, que luchando con las nubes, las deshizo y apartó de los términos de la ciudad.
Al entierro acudieron sin haberles convidado, así el Clero, religiones y caballeros, como de los demás, tanta multitud, que no cabían en el convento ni en la calle. Con harto trabajo le sacaron a la iglesia, donde sin poderlo remediar, le cortaron muchos de sus hábitos. El P. Fr. Domingo de Sotomayor, hallándose presente, intentó su devoción corlarle un dedo; y retirando el Santo la mano, le cayó encima desmayado. Llegando a besar el pie un religioso de otra religión, con los dientes le arrancó una uña.
Le enterraron entonces en tierra; pero el cielo dio bastantes muestras de que merecía más glorioso sepulcro, con las luces que se vieron salir de la sepultura. A los nueve meses se descubrió el santo cuerpo, y luego se percibió una grande fragancia, y hallaron el cuerpo entero y fresco: quisieron corlarle un dedo; y al punto salió sangre, como si estuviera vivo. Al año siguiente fue trasladado secretamente a Segovia; pero cuando Úbeda lo supo, sintió tanto el despojo, que negoció breve de Clemente VIII, año de 1596, para que se le restituyese. Los prelados de la religión, para excusar competencias entre tan ilustres ciudades, lo compusieron dividiendo entre ellas el santo cuerpo; a Úbeda le cupo un brazo y las dos piernas; y a Segovia la cabeza con lo restante.

Tumba de San Juan de la Cruz en el Convento de Segovia, España.
Prosiguiendo después el Santo en hacer muchos milagros y prodigios, dando especialmente salud a muchos enfermos ya desahuciados, y hechas las debidas informaciones y procesos, a los 6 de octubre de 1674 la santidad de Clemente X mandó se publicase el decreto de su beatificación, como se hizo: y reducida después dicha beatificación en forma de bula, la despachó su santidad el año siguiente de 75, a 25 de enero. Fue después canonizado a 27 de diciembre del año de 1726 por la santidad de Benedicto XIII, de la sagrada orden de Santo Domingo: y a 22 de marzo de 1732 la santidad de Clemente XI concedió por toda su religión rezo y misa, todo propio del santo con rito de primera clase y con octava; trasladando o anticipando el día de su fiesta, y mandando que de allí en adelante se celebrase el día 24 de noviembre, así como antes se celebraba a los 14 de diciembre, día en que murió el Santo: lo cual se hizo para que se pudiese rezar con octava; porque desde el día 17 de diciembre basta el día de Navidad, según las rúbricas del breviario romano, deben cesar todas las octavas.

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