Tomado de La Leyenda de Oro para cada Día del Año – Vidas de Todos los Santos que venera la Iglesia – Madrid–Barcelona 1844 – Tomo I. Enero, Día 9, Página 117.
San Julián (Mártir) y Santa Basilisa
San Julián, ínclito mártir del Señor, nació en Antioquía, metrópoli de Siria, y fue hijo único de sus padres, que fueron ilustres, ricos, y cristianos temerosos de Dios. Le criaron en loables costumbres, y procuraron, que fuese enseñado en todas buenas letras, las cuales él aprendió fácilmente por su grande habilidad, e ingenio, y por la inclinación, que tenia a las ciencias. Había en aquel tiempo muchos cristianos y santos en Antioquía, a los cuales visitaba el virtuoso mozo con grande devoción y ternura, con deseo de imitarlos, y enriquecer su alma con el tesoro de todas las virtudes. Siendo ya de edad de diez y ocho años, sus padres le persuadían que se casase, trayéndole muchas razones para ello, fundadas en el temor de Dios, y en el peligro, que como mozo podía tener de caer, y en la sucesión, y establecimiento de su casa. Los intentos de Julián eran muy diferentes; porque había hecho voto de castidad, y deseaba guardarla perfectamente: mas viendo la batería, que le daban sus padres, y encubriendo su deseo, les pidió siete días de término, para pensar en aquel negocio, y encomendarle a Dios. Pasó este tiempo Julián en oración, suplicando de día y de noche a nuestro Señor, que le guiase de manera, que sin hacer contra la voluntad de sus padres, él guardase su virginidad y pureza, como se lo había prometido. La noche del postrer día de los siete, estando cansado el santo mozo de orar, y de ayunar, se adormeció, y en sueños le apareció el Señor, y le consoló, y le mandó que obedeciese a sus padres, y se casase, asegurándole, que no por esto perdería la castidad, antes por su ejemplo la mujer, que Él le tenía aparejada, la guardaría y permanecería virgen, y sería ocasión, de que otros les imitasen, y fuesen ciudadanos del cielo. Le dijo esto el Señor; y tocándole con la mano, añadió: «Pelea varonilmente, Julián, y es fuércese tu corazón.» Con esta visión quedó Julián consolado y animado, e hizo gracias a Dios por aquella tan señalada merced; y respondió a sus padres, que él haría lo que le mandasen: de lo cual ellos recibieron increíble alegría. Luego buscaron mujer, que fuese igual a su hijo, y por ordinación divina hallaron una doncella honesta, rica, hermosa, de grande linaje y única de sus padres, llamada Basilisa. Se concertaron los desposorios, y vino el día de la boda: concurrió mucha gente de aquella comarca, y la nobleza de aquella ciudad: hubo fiestas y regocijos, como es costumbre, según la calidad de los novios, que eran tan principales. Julián, aunque exteriormente se mostraba alegre y risueño, interiormente estaba muy sobre sí; y con singular afecto, y amor de la castidad, encomendaba al Señor, que le guardase. Venida la noche, y estando los desposados juntos en su tálamo, a deshora, y fuera de tiempo, se sintió en el aposento un olor suavísimo de rosas y azucenas. Quedó maravillada Basilisa, y preguntó a su esposo, qué olor era aquel, que sentía, y de dónde venía; porque no era tiempo de flores, y aquella más parecía fragancia del cielo, que de la tierra, y de la tal manera le robaba el corazón, que le hacía olvidar, que era su esposa, y de los deleites conyugales. Respondió Julián: El olor suavísimo, que sientes, no es, oh Basilisa, esposa mía, ocasionado del tiempo, sino de Cristo, amador de la castidad; y a los que la guardan, los ama, y regala mucho, y les da la vida eterna; la cual yo de su parte te prometo, si consintieres conmigo, para que los dos, ofreciéndole nuestra virginidad, vivamos castos, como hermano y hermana, y cumplamos Sus Mandamientos, y seamos vasos dignos de Su Divina Gracia. Oyendo estas razones Basilisa a su esposo Julián, le respondió, que ella tenía muy bien entendido ser verdad, lo que le decía, y que ninguna cosa le podría ser más agradable, que guardar la castidad con él, y sirviendo a Dios, alcanzar la corona, que él tenía prometida a las vírgenes. Se levantó luego Julián de su cama, y postrado en el suelo, hizo gracias a nuestro Señor por aquella merced, que les había hecho, suplicándole afectuosamente, que le confirmase en sus buenos propósitos y deseos: lo mismo hizo Basilisa, poniéndose de rodillas junto a su esposo; y estando ambos en esto, comenzó a temblar el aposento, y resplandeció de repente una luz tan celestial y excesiva, que obscureció todas las lumbres, que había en él. Aparecieron allí en el aposento dos coros: el uno de gran multitud de Santos, en que Cristo nuestro Redentor presidía; y el otro de innumerables vírgenes, que tenían en medio a la Virgen de las vírgenes, y Madre de Dios nuestra Señora. El coro de los Santos comenzó a cantar dulcemente: «Vencido has, Julián: vencido has:» el de las vírgenes continuaba la música con suavísima armonía, diciendo: «Bendita eres Basilisa, que seguiste los santos consejos; y menospreciando los engañosos deleites del mundo, te hiciste digna de la eterna vida.» Vinieron luego por mandato del Salvador dos varones vestidos de blanco, ceñidos sus pechos con cintas de oro, que traían dos coronas en sus manos; y llegándose a Julián y Basilisa, les dijeron:«Levantaos como vencedores, y seréis escritos en nuestro número;» y tomando las manos a los dos santos, se las juntaron. Después de esto vieron un libro resplandeciente más que la plata acendrada, escrito con letras de oro, y fue mandado a Julián, que leyese en él, y él leyó esta sentencia: «Cualquiera que deseando servir a Dios, menospreciare los vanos gustos del mundo, como tú, Julián, has hecho; será escrito en el número de aquellos, que no se amancillaron con mujeres: y Basilisa, por el ánimo, que tiene de permanecer virgen, será puesta en el coro de las vírgenes, cuyo primer lugar tiene María, Madre de Jesucristo.» Se cerró luego el libro, y toda aquella multitud de Santos dijeron: «Amén;» y el anciano que le tenía: «En este libro» dijo «que veis, están escritos los hombres castos, templados, verdaderos, misericordiosos, humildes y mansos: los que tuvieron caridad no fingida, y paciencia en sus trabajos: los que dejaron por Cristo el padre, y la madre, los hijos, hacienda y riquezas, y los que dieron por Cristo sus vidas, como tú, Julián, la darás.» Con esto desapareció aquella visión, y Julián y Basilisa quedaron regalados del Señor, gastando toda aquella noche en oración y en himnos, y cánticos en su alabanza, haciéndoles infinitas gracias por aquella incomparable merced, que les había hecho. Amaneció el día siguiente, y los Santos, disimulando, lo que habían visto, y encubriendo la determinación, que tenían, cumplieron exteriormente con la fiesta del matrimonio y con la mucha gente, que a darles el parabién concurrían. Poco después llevó nuestro Señor para Sí a los padres de Julián, y de Basilisa, con muerte natural, dejándolos a ellos herederos de sus haciendas, que eran riquísimas. Ellos comenzaron luego a gastarlas con larga mano en socorrer las necesidades de los pobres: y no contentándose con remediar las de los cuerpos; para ganar las almas y traerlas más a Dios, se apartaron, y se fueron a vivir en dos casas distantes: la de Julián acudían varones de todas condiciones y estados, y él los instruía con su ejemplo y dulces palabras, y les enseñaba, que se abrazasen con Cristo, y diesen libelo de repudio a todas las cosas del siglo: y muchos lo hacían, y seguían los consejos evangélicos: y para poderlo mejor hacer, fundaban monasterios, y se encerraban en ellos, los cuales gobernaba San Julián: lo mismo hizo por su parte Basilisa, por cuya santa vida, y celestiales amonestaciones, muchas doncellas, y mujeres hicieron divorcio con los deleites de la carne: y dejando sus padres, parientes, casas y haciendas; vivían en vida religiosa, debajo de su obediencia, y santa disciplina. La fama de Julián y Basilisa volaba por muchas partes, con gran gloria de Cristo, y edificación de los fieles.
2 En este tiempo la persecución de los emperadores Diocleciano y Maximiano, estaba en su colmo, y la Santa Iglesia en muy grande trabajo y peligro; y los Santos Julián y Basilisa con gran cuidado, y solicitud procuraban con ayunos, y oraciones aplacar al Señor, y le suplicaban, que mirase con ojos blandos, y amorosos a todos los fieles, y no permitiese, que ninguno de los hombres, ni de las mujeres, que estaban a su cargo, y se empleaban en su servicio, faltase, sino que a todos les diese el don de la perseverancia, para derramar la sangre por Él. Tuvo una revelación Santa Basilisa, en que Dios le declaró, lo que de ella, y de Julián, con todos los que estaban a su cargo en Antioquía, había de ser, asegurándola, que la castidad siempre vence y nunca es vencida: y que habiendo primero recogido para Sí todas las mujeres, que tenía consigo, ella las seguiría, acabando naturalmente el curso de su vida; y que Julián pelearía y padecería grandes fatigas por Su Amor: mas que vencería, y triunfaría gloriosamente. Dio parte de toda su revelación Basilisa a Julián, y cómo había visto a Jesucristo nuestro Señor resplandeciente más que el sol, cuando sale por la mañana. Después juntó a sus monjas, y les hizo una plática exhortándolas a purificar sus almas, y a aparejarse para gozar en el cielo de los castísimos abrazos de su dulce Esposo, y particularmente a no tener entre sí ira, ni enojo: porque la virginidad de la carne vale poco, cuando no hay paz y sosiego de corazón. Mientras la santa hablaba con sus hijas, el lugar, donde estaba, tembló, y se vio en él una columna de fuego, en la cual estaban escritas con letras de oro estas palabras: «Todas las vírgenes, de las cuales tú eres capitana y maestra, Me son gratísimas, y no hay cosa en ellas, que Me ofenda. Por tanto venid, vírgenes, y gozad del lugar, que os tengo aparejado.» Oyendo esto todas aquellas santas doncellas, se recrearon sumamente en el Señor, y le alabaron por aquel favor, que les hacía, y se aparejaron para morir, o por mejor decir, para por medio de la muerte ir a gozar de la eterna vida. Todas murieron en espacio de seis meses, como Dios se lo había revelado a Basilisa; y ella después, estando en oración, siguió a sus hijas, y dio su espíritu a su Esposo, y fue a gozar con ellas de su bienaventurada vista. Su cuerpo hizo enterrar Julián con gran ternura y devoción, y mucha honra, orando y velando algunos días, y noches sobre su sepultura. De esta manera libró Dios nuestro Señor a Santa Basilisa, y a todas las otras doncellas de su santa compañía, de la furiosa tempestad, que poco después se levantó en Antioquía contra los cristianos, en la cual San Julián, y los otros santos varones, que con él estaban, habían de padecer muchos y grandes tormentos por Jesucristo, y alcanzar gloriosas victorias, como valerosos guerreros: lo cual sucedió de esta manera.
3 Vino a Antioquía por presidente, y lugarteniente del emperador, Marciano, hombre cruel y fiero, celoso del culto de sus dioses, y tan encarnizado en la sangre de cristianos como su amo. Mandó, que ninguno pudiese comprar, ni vender cosa alguna, si primero no adoraba a un ídolo, que tenía puesto en cada lugar de su gobierno; y los moradores de Antioquía eran forzados a tener cada uno en su casa un ídolo. Supo el presidente, que estaba allí San Julián, y la calidad, y nobleza de su persona, la mucha gente, que le seguía, y la gran parte, que tenía en aquella ciudad. Envió a su asesor, para que le hablase blandamente, y le mostrase los mandatos del emperador, y le exhortase a obedecerlos. Fue el asesor, y le halló con muchos sacerdotes, diáconos, y ministros de la Iglesia, los cuales estaban algo temerosos, aguardando, en qué había de parar aquel nublado tan terrible, y tenebroso, que amenazaba. Habló el Santo, y los animó a morir por Cristo: y habiendo hecho oración, y la Señal de la Cruz en la frente, salió al juez, que le buscaba; y después de una larga plática, que tuvo con él, se resolvió, a que él, y todos los que estaban con él, no obedecerían al emperador, ni adorarían a sus falsos dioses, sino a Jesucristo su único Salvador, y Señor. Fue tanto lo que Marciano sintió esta respuesta, que loco, y ciego de rabia, y furor, mandó poner fuego en aquella casa, y quemar toda aquella santa, e ilustre compañía de San Julián, y a él solo prender, y echar a la cárcel. Todos fueron quemados, e hicieron un suavísimo sacrificio, y holocausto de sí, ofreciendo al Señor los cuerpos, que de Él habían recibido: y para que se viese, cuán acepto le había sido este sacrificio, mucho tiempo duró una gran maravilla, que los que por allí pasaban a las horas del día, que en la iglesia se suelen cantar los Oficios Divinos, oían una música celestial, y los que estaban enfermos, oyéndola, quedaban sanos. Mandó el presidente traer a Julián a su presencia, y toda la ciudad por el mucho amor, que le tenía, concurrió a verlo pelear con el demonio, que así llamaban al presidente; el cual, habiendo tentado con todas las artes, que pudo, el pecho de San Julián, y dándole muchos asaltos con maña, y con fuerza, con halagos, y amenazas, para rendirle a su voluntad; y hallándole siempre constante, y fuerte, le mandó atormentar cruelmente con azotes, y palos nudosos. Mientras que le atormentaban, uno de los ministros del presidente perdió un ojo, en que se descargó un golpe, de los que daban al Santo: lo cual permitió el Señor, para ilustrar más Su gloria, con lo que por esta ocasión después sucedió; porque San Julián dijo a Marciano, que mandase juntar todos los sacerdotes, para que hiciesen sus plegarias, y sacrificios a sus dioses, y les suplicasen, que restituyesen el ojo a aquel hombre, que le había perdido; y que si ellos no pudiesen, y él no solamente le diese vida corporal, sino también alumbrase su alma; que entonces conociese, y confesase el presidente la diferencia, que hay entre las piedras, que él adoraba, y tenía por dioses, y el Dios vivo, y verdadero, y Señor de todo lo creado, que adoraban los cristianos. Así se hizo: vinieron los sacerdotes de los ídolos, e hicieron todas las diligencias con sus dioses: pero ¿qué ayuda le podían dar, para que viese aquel hombre, las piedras, que no le veían, ni sentían? Se oyeron lamentables voces de los demonios, que en los ídolos clamaban: Dejadnos; porque estamos condenados a perpetuo fuego, y desde el punto que ha sido preso Julián, se han multiplicado nuestras penas: ¿Cómo queréis, que demos nosotros luz, estando en tinieblas? Además de esto, por la oración de San Julián, más de cincuenta estatuas de los falsos dioses, de oro, y plata, y de otros metales preciosos, que estaban en el templo, cayeron de repente, y se desmenuzaron, y se hicieron polvo: y San Julián, haciendo la Señal de la Cruz, e invocando el Nombre del Señor, restituyó el ojo a aquel hombre tan perfectamente, como si nunca le hubiera perdido; y lo que es más, esclarecidos los ojos de su alma con la lumbre del Cielo, comenzó a clamar, y a decir a voces, que Cristo era Dios, y solo digno de ser adorado, y reverenciado: de lo cual Marciano recibió tan grande enojo, que allí luego le mandó matar, y voló al cielo, bautizado en su sangre. Estaba el cruel tirano fuera de sí, y lo que Dios obraba por Julián, lo atribuía a arte mágica, y por esto le mandó llevar por todas las calles de la ciudad cargado de prisiones, y cadenas, y que en varias partes le fuesen atormentando, con un pregón, que decía: «De esta manera han de ser tratados los rebeldes a los dioses, y menospreciadores de los príncipes.» Tenía Marciano un solo hijo, llamado Celso, heredero de su casa, el cual era muchacho, y estaba en el estudio, por donde había de pasar San Julián, al tiempo que le llevaban a la vergüenza: al tiempo, pues, que pasaba, salió el muchacho con los otros sus compañeros a ver al mártir: le vio, y con él gran muchedumbre de Ángeles vestidos de blanco, y de inmensa claridad, que hablaban con él, y algunos le ponían una corona de oro, y de piedras de inestimable valor sobre la cabeza, tan resplandeciente, que obscurecía la luz del día. Con esta visión (¡oh, Potencia del Crucificado!) el muchacho se trocó de tal manera, que arrojando los libros, y desnudándose sus vestidos, sin poder ser detenido de sus maestros, ni de sus compañeros, se fue corriendo tras el Santo Mártir; y hallando, que le estaban atormentando, se echó a sus pies, besándolos, y protestando, que quería ser su compañero en los tormentos, para serlo en la gloria; porque hasta allí, engañado de sus padres, y de los demonios, como ciego le había adorado, y blasfemado a Jesucristo, que era Dios verdadero, y su vida, y salud, y de todos los que creen en Él. ¡Qué mudanza es ésta! ¡Qué nueva luz del Cielo! ¿Quién enseñó a este muchacho? ¡Qué admiración hubo en toda la ciudad! ¡Qué espanto en aquellos sayones! ¡Cómo se heló Marciano, cuando oyó decir lo que pasaba! Y ¡qué alegría, y júbilo sintió San Julián, viendo, que los tiernos años triunfaban de los falsos dioses, y que el hijo vengaba a Cristo de las injurias, que le hacía su padre ¡Quisieron apartar al muchacho Celso de San Julián; mas él estaba tan abrazado con el Santo, que no pudieron: porque por Voluntad de Dios, a los que querían echarle mano; luego se les entorpecían los brazos, y las mismas manos se secaban, y así fue necesario llevar a los dos juntos delante de Marciano, el cual, rasgadas sus vestiduras, y herido su rostro, después de haber reprendido a San Julián, por haber enloquecido con sus hechizos a Celso, y apartado al hijo de su padre, y quitado a los dioses, al que con tanta piedad los adoraba, procuró reducir a su hijo a su voluntad: y lo mismo hizo Marcionila, que acompañada de muchas criadas, y matronas, vino a este espectáculo, haciéndose carne, y dándose muchos golpes, y mostrando al hijo, para enternecerle, los pechos, que había mamado: mas el hijo Celso respondió, no como niño, sino como varón sapientísimo, como mozo en los años, y viejo en seso, y sobre todo, como el que estaba ya vestido, y adornado de la luz del cielo, y de la virtud de Dios: «La rosa, dice, por nacer de las espinas, no pierde su olor suavísimo: ni las espinas, por haber producido la rosa, dejan de punzar, y lastimar. Haz, oh padre mío, tu oficio de lastimar, como espina; que yo, como rosa, procuraré dar buen olor de mí a los fieles. Los que temen perder la vida temporal, te obedezcan, que yo, porque pretendo ganar la eterna, no te obedeceré. Por amor del Padre Eterno, que es mi verdadero Padre no te conozco por padre. Oh, Marciano, tú, por amor de tus dioses puedes negarme por hijo, y atormentarme como enemigo. No te hago agravio: antepongo a tu amor la eterna bienaventuranza; y por ser cruel contra mí, no soy piadoso para contigo.» Salió de sí el desventurado padre, y mandó echar a San Julián, y a su mismo hijo en un profundo calabozo, sucio, hediondo, y tenebroso, lleno de muchos gusanos, y de un mal olor incomparable: mas el Señor le ilustró con inmensa luz, y convirtió el mal olor en una fragancia suavísima: lo cual fue ocasión, para que veinte soldados, que tenían de guarda, se convirtiesen; y por Voluntad del Señor vinieron a la cárcel, guiados de un Ángel, siete caballeros cristianos hermanos, y con ellos un Sacerdote, llamado Antonio: el cual bautizó a Celso el hijo de Marciano, y a los veinte soldados, que siendo guardas, se habían convertido. De todo fue avisado el presidente, y él dio noticia de ello a los emperadores, los cuales le mandaron, que a San Julián, y a todos los que en su compañía seguían la fe de Cristo, los atormentase, y matase, haciéndolos quemar en unas cubas empegadas, llenas de aceite, pez, y resina, y otras cosas, que son materia, en que se ceba el fuego. Con esta respuesta de los emperadores mandó Marciano poner su tribunal en la plaza, y traer delante de si a San Julián, y a todos los otros sus santos compañeros: y estando dando, y tomando en aquel negocio, sucedió, que pasando por allí con un hombre muerto, que le llevaban a enterrar ciertos gentiles, el presidente los mandó parar, y para hacer burla de San Julián, le rogó, que le resucitase. San Julián lo hizo con gran facilidad, no mirando a la intención de Marciano, ni a lo que su incredulidad merecía, sino esperando, que con aquel milagro la gloria de Cristo crecería, y los gentiles quedarían confusos, y más animados los cristianos. Quedó asombrado el presidente, cuando vio delante de sus ojos vivo, al que era muerto, y mucho más, cuando le oyó hablar, y decir a grandes voces, que los dioses, que adoraban, eran demonios, y Jesucristo solo Dios verdadero; y que llevándole ciertos negros, y monstruos horribles al fuego eterno, por haber sido gentil, Dios le había mandado volver al cuerpo, para que hiciese penitencia, por la oración de San Julián, y para que después de muerto confesase por Dios, al que en vida había negado. No bastó este otro testimonio del Cielo tan grande, y tan fuerte, para ablandar el corazón de Marciano, más duro que las piedras; antes mandó prender al muerto resucitado, para que tornase a morir por Cristo con los Santos Mártires, que allí estaban: y porque no le sufría el corazón ver morir a su propio hijo, cometió la causa a su teniente, y él muy triste, y lloroso se retiró a su casa. Se dio la sentencia cruel, y aparejándose treinta y una cubas llenas de resina, y pez, desnudaron a los mártires, y los echaron en ellas, y les pegaron fuego delante de toda la ciudad de Antioquía, que había concurrido a este espectáculo. Los ministros del tirano atizaban, y encendían el fuego: el pueblo daba gritos, y alaridos, y derramaba muchas lágrimas, viendo morir con un género de muerte tan penosa a San Julián, y al niño Celso, y a tantos inocentes. Los Santos Mártires, teniendo los ojos puestos en el Cielo, con un humilde, manso, y alegre corazón hacían gracias al Señor por aquella señalada merced, que les hacía, y se le ofrecían, como holocausto, en olor de suavidad. Todos los Ángeles estaban a la mira, maravillados de tan gran fortaleza, y constancia; y el Señor de los Ángeles, que se la estaba dando para ser más glorificado en ellos, hizo, que se apagase el fuego, y que de él saliesen los Santos más resplandecientes, y puros, que sale el oro del crisol, sin lesión alguna, y que en medio de las llamas oyesen voces de Ángeles, que les daban música. Quedó como muerto Marciano, cuando oyó, lo que Dios había obrado con Sus Santos; aunque, creyendo siempre, que eran artes de nigromancia, y no virtud de Dios, no se enmendó, antes preguntó a San Julián, ¿dónde, y cómo había aprendido tanto de arte mágica, que tales cosas hacia? Y le pidió por el Dios, que adoraba, que le dijese la verdad: y el Santo le respondió, que Dios era el Autor de semejantes maravillas, y que el modo, para hacerse, era trabajar en echar de sí, como inútiles, los cuidados de este siglo, y servir a Cristo, y no anteponer a Su Amor, padre, ni madre, mujer, ni hijos, ni otra cosa temporal, y caduca de esta vida: porque el que tuviese, dice, cuidado de remediar las necesidades de los pobres: el que no se dejare sujetar de sus apetitos: el que venciere la impaciencia con la paciencia, y las injurias con buenas obras: el que procurare más ser santo, que parecerlo: el que de veras fuere humilde, y menospreciador del mundo, y se abrazare con Cristo, y siguiere Sus pisadas; ése será verdadero discípulo de Cristo, y hará las maravillas, que nosotros los cristianos hacemos.
4 Todo lo que el Santo decía al prefecto, era en vano; porque su corazón estaba empedernido, y obstinado. Mandó encerrar de nuevo a los Santos, y entre ellos a su hijo, y que su mujer Marcionila entrase a verle, y estuviese tres días con él; porque así se lo había pedido su hijo, y la misma madre lo deseaba, pensando, con blanduras, y dulzuras de madre atraerle, para que obedeciese a su padre, y no se perdiese. Entró la madre en la cárcel: se pusieron los Santos en oración, suplicando a nuestro Señor, que la alumbrase: tembló la cárcel: se vio en ella un inmenso resplandor, y se oyeron voces del Cielo; y por las cosas, que allí vio, y oyó Marcionila, se convirtió al Señor, y confesó la fe de Jesucristo, y fue bautizada del Santo Sacerdote Antonio, que allí estaba entre los otros mártires, y su mismo hijo Celso fue su padrino en el bautismo: lo cual todo fue de increíble alegría para los Santos, y nueva cruz, y tormento para Marciano: el cual ciego y loco, por la rabia, y furor, mandó degollar a los veinte soldados, que habían creído en Cristo, y quemar a los siete caballeros hermanos, que de su voluntad habían venido a la cárcel con el Sacerdote Antonio, y guardar al mismo San Antonio, y a San Julián, y al muerto resucitado, y a su propia mujer, e hijo, para mirar más de espacio, lo que había de hacer con ellos;porque todavía le tiraba el amor de la mujer, y de su único hijo. Los soldados fueron degollados, y los siete hermanos quemados, como lo mandó el presidente.
5 Había en Antioquía un templo dedicado a los dioses muy suntuoso; porque el pavimento, y las paredes no eran de mármol, ni de otras piedras ricas, sino cubiertas de tablas de oro purísimo, y las bóvedas adornadas de piedras preciosas. Se abría pocas veces este templo, por mayor reverencia. Ordenó Marciano a los sacerdotes, que aparejasen grandes ofrendas, y sacrificios, para ofrecer en aquel templo a los dioses inmortales, y con palabras blandas, viendo, que las duras no aprovechaban, rogó a San Julián, que se reconociese, y en aquel templo tan ilustre, y magnifico, hiciese reverencia a los dioses, gobernadores del mundo, y protectores del imperio. Le respondió San Julián, que hiciese juntar en el templo a todos sus sacerdotes, para que fuesen testigos del sacrificio, que él ofrecía. Creyó Marciano, que San Julián estaba ya trocado, y que con el deseo de la vida le quería dar contento, por no morir, y con grande alegría mandó juntar a todos los sacerdotes, que eran casi mil, y quitar las prisiones a San Julián, y a sus compañeros, y con gran fiesta, y regocijo los llevó al templo, a donde innumerable gente había concurrido. Hincó las rodillas San Julián: armó su frente con la Señal de la Cruz; y con grande afecto, ternura, y confianza, suplicó a nuestro Señor, que para gloria Suya, y confusión de la gentilidad ciega, y consuelo de los fieles, destruyese aquel templo, y todo lo que había en él. En acabando San Julián su oración, y respondiendo los otros Santos cuatro Mártires: Amén; todos los ídolos, que había en el templo, se deshicieron como humo, y el mismo templo se arruinó, y asoló de tal manera, como si nunca tal templo hubiera habido. Murieron todos los sacerdotes, y una gran muchedumbre de gente pagana: y Metafraste (que es, el que escribió esta vida) dice, que hasta a su tiempo salían de aquel lugar llamas de fuego. ¿Pues qué testimonio es éste del Poder infinito de nuestro gran Dios, y Señor? ¿Cuántas muertes padeció Marciano, antes que diese la muerte a San Julián? No sabía el desventurado, con quién se tomaba, ni lo que había de hacer, ni dónde estaba. Volvieron a la cárcel a los Santos Mártires; y estando ellos orando, y cantando alabanzas al Señor, a la media noche les aparecieron, por una parte, los veinte soldados, y los siete caballeros hermanos, ya gloriosos, y adornados con ropas de inmensa claridad, y en su compañía otros muchos Sacerdotes, e ilustres mártires: por otra, Santa Basilisa con un coro de purísimas doncellas; y en la cárcel no se oía sino una voz suavísima, que decía: Alleluya, Alleluya. Santa Basilisa habló a San Julián, diciéndole, que Dios la enviaba para avisarle, que ya estaba en el fin de sus batallas, y el Cielo abierto, y la corona aparejada, y todos los Santos aguardando la hora, en que le habían de recibir a él, y a sus Santos compañeros. Después de esto, otro día fueron sacados a juicio los Santos; y Marciano les mandó atar los dedos de las manos, y de los pies, y untar las ataduras con aceite, y ponerles fuego; pero las ataduras se quemaron, y los Santos quedaron sin lesión. Mandó desollar el cuerpo a San Julián, y a Celso su proprio hijo, y al Sacerdote Antonio, y Anastasio (que así se llamaba, el que había resucitado), arrancar los ojos con garfios de hierro. A su mujer mandó atormentar en el ecúleo; mas nuestro Señor no lo permitió: porque los ministros, que lo quisieron ejecutar, quedaron ciegos, y las manos, y brazos se les secaron: y los Santos quedaron como si ninguna cosa hubieran padecido. Los llevaron al anfiteatro por orden del presidente, y soltaron todas las bestias fieras, que tenían, para que los despedazasen; mas ellas, olvidadas de su natural fiereza, se echaron a los pies de los Santos, y los lamían. Mandó sacar Marciano a todos los presos de la cárcel, que estaban condenados a muerte, y que allí en el teatro los degollasen, y juntamente con ellos a San Julián, y a los otros cuatro sus santos compañeros, para que muriesen como facinerosos, y no a título de religión; ni pareciese, que de ellos quedaba vencido. Los Santos fueron descabezados; y al mismo tiempo vino un temblor de tierra tan extraño, que derribó casi la tercera parte de la ciudad, y en todos los lugares, en que había ídolos, cayeron muchos rayos, y mataron gran número de gente de los gentiles, y el mismo prefecto Marciano quedó más muerto que vivo, y apenas pudo escapar; y pocos días después, comido de gusanos, acabó su muy infeliz vida, para comenzar aquella muerte, que nunca se acaba. Vinieron la noche siguiente los cristianos y sacerdotes, para recoger los cuerpos de los Santos Mártires; y como estaban mezclados, y confusos con los otros cuerpos de los hombres facinerosos, que con ellos habían sido muertos, no los pudieron conocer, hasta que hincados de rodillas, y hecha oración al Señor, vieron las almas de los mismos mártires, en figura de doncellas purísimas, y que cada una se sentaba sobre su cuerpo; y de esta manera los conocieron, y con gran devoción y reverencia los sepultaron. Otra maravilla también sucedió, que la sangre, que salió de sus cuerpos, se heló, y se hizo como una masa de pan, más blanca, que la nieve: de manera que no se empapó en la tierra, que estaba ya regada con la otra sangre de los malhechores. Y nuestro Señor al sepulcro de San Julián hizo muchos, y grandísimos milagros, y no solamente donde estaba su cuerpo, sino en otras muchas partes de la cristiandad, donde se edificaron iglesias en su nombre. El martirio de San Julián fue a los 9 de enero, el año del Señor de 309, imperando en Oriente Maximino, que continuó la persecución de los emperadores Diocleciano, y Maximiano. Su vida escribió Metafraste, y hacen mención de él el Martirologio romano, el de Beda, Usuardo y Adón; y San Isidoro en el breviario toledano, y San Eulogio en el libro, que llamó Memorial de los Santos, ponen estos bienaventurados mártires por ejemplo, exhortándonos a todos a morir por Cristo: y con mucha razón; porque si consideramos con atención, lo que aquí queda referido; hallaremos muchos, y grandes motivos para alabar al Señor, y admirarnos de Sus secretos juicios, y reverenciar aquella providencia tan inescrutable, con que a unos hace santos, y los regala, favorece, y asiste, para que peleen, y venzan a todo el poder del infierno; y a otros por sus pecados desampara, y castiga: porque, ¿qué mayor maravilla pudo ser, que ver un caballero mozo, noble, y rico, como fue San Julián, dar de mano a todos los regalos, apetitos, y blanduras de la carne, y ofrecer a Dios su castidad? ¿Qué persuadir a su esposa Basilisa, que viviesen como hermanos, y conservasen perpetuamente la flor de su virginidad? ¿Y que el Señor con tan claras, y evidentes señales del cielo los confirmase en aquel santo propósito, y les diese gracia para perseverar en él, y para que con su ejemplo otros muchos los imitasen? ¿Y qué acabando Basilisa en santa paz el curso de su peregrinación, y llevando delante un número tan grande de honestísimas doncellas al cielo; quedase vivo Julián para la guerra, y para glorificar más con sus batallas, y triunfos al Rey de los reyes, y Señor de todo lo creado? ¿Cuántos y cuán ilustres milagros sucedieron en su martirio? ¿Cuán duros fueron los tormentos del tirano, y cuán suaves los regalos del Señor? El cual en San Julián quiso mostrar, que todas las criaturas reconocen, y obedecen a su Creador; y que en la ignominia está la gloria, en la pena el deleite, en la muerte la vida, cuando el nombre con fe viva, padece, y muere por su Señor. Marciano tirano se acabó, y no se acabaron sus tormentos: murió san Julián, y vive para siempre. Los templos, y las estatuas de los dioses cayeron, los gentiles fueron abrasados, y la gentilidad por el martirio de San Julián se menoscabó; y la Santa Iglesia Católica floreció, y la memoria de este glorioso mártir durará para siempre, y los trofeos de sus victorias permanecerán en los siglos de los siglos.
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