Tomado de La Leyenda de Oro para cada Día del Año – Vidas de Todos los Santos que venera la Iglesia – Madrid–Barcelona 1844 – Tomo I, Enero, Día 15, Página 142.
San Antonio enterrando a San Pablo (fresco del Monasterio de San Pablo) |
San Pablo, Primer Ermitaño y Confesor
La vida de San Pablo, primer ermitaño, sacada de San Jerónimo, que la escribió, es de esta manera. Estando San Antonio en el yermo, haciendo vida de ángel en la tierra, y siendo ya de noventa años, le vino una imaginación, como a hombre, y comenzó a pensar, si había alguno, que hubiese vivido tantos años en el yermo, como él, o que le igualase en perfección, y merecimientos. Permitió Dios, que le viniese este pensamiento, para lo que después sucedió; porque la noche siguiente le reveló el Señor, que había otro mucho mejor que él, al cual debía buscar y visitar. Luego en amaneciendo, el santo viejo se determinó de buscar, al que no conocía; y sustentando sus flacos miembros con un báculo, salió de su convento, y se puso en camino, para ir, a donde no sabía. Anduvo hasta mediodía; y aunque el calor del sol le fatigaba, no por eso dejaba de andar, diciendo: Yo confío en Dios, que me mostrará aquel Su siervo, que me tiene prometido. Apenas había dicho esto, cuando vio un monstruo, que parecía medio hombre y medio caballo, al cual los poetas llaman hipocentauro; y habiéndose armado con la Señal de la Cruz, le preguntó, dónde habitaba el siervo de Dios, que él buscaba; y habiéndole el monstruo mostrado con la mano el camino, tomó corrida por aquellos campos, y desapareció. Pasó más adelante, y llegando a un profundo valle, vio otra manera de monstruo, que tenía la figura de un hombre pequeño, las narices acorvadas, la frente con unos cuernezuelos, y los pies de cabra: y habiéndole preguntado, quién era, y oído su respuesta, y llorado mucho, porque las bestias conocían a Dios, y los hombres tenían por Dios a las bestias, y habiéndose enternecido, por lo que aquel monstruo le había respondido; siguió su camino, y entró por aquel desierto, no viendo en él sino la huella de bestias fieras, sin saber, a qué parte había de echar, ni lo que había de hacer para hallar, al que buscaba. Dos días gastó en esto, y las noches en oración, con confianza siempre, que el Señor no le había de desamparar: y al tercer día al amanecer vio de lejos una loba fatigada de sed, que iba a la falda de un monte. La siguió con los ojos, cuanto pudo, y después que la loba desapareció, se acercó a una cueva, que allí estaba, y comenzó a mirar con curiosidad, lo que había dentro, sin poder ver cosa alguna, por la grande obscuridad. Mas porque, como dice el Espíritu santo: «La perfecta caridad despide el temor;» San Antonio paso a paso, teniendo el resuello, entró dentro, y pasó adelante, y deteniéndose algunas veces en el camino, y poniendo la oreja para escuchar, si allá dentro sonaba cosa; vio entre aquella obscuridad una luz que resplandecía de lejos, y así que la vio, queriendo con la alegría apresurar el paso, tropezó en una piedra e hizo ruido. Oyéndole San Pablo, cerró luego la puerta que estaba abierta, y la atrancó. Entonces San Antonio se arrojó en el suelo a la puerta, y estuvo hasta pasado mediodía, pidiendo con grande instancia, que le abriese, y le decía: Bien sé, que vos sabéis, quién yo soy, de dónde, y a qué vengo, y también sé, que no merezco veros; mas tened por cierto, que hasta que os vea, no me apartaré de aquí. ¿Recibís a las bestias, y desecharéis al hombre? Yo os he buscado, y os he hallado, y llamo a vuestra puerta para que me abráis. Si esto no puedo alcanzar, aquí me moriré; y a lo menos enterraréis mi cuerpo muerto, cuando en ella le hallareis. A estas piadosas voces, mezcladas con sollozos, y llanto, respondió de dentro el bienaventurado San Pablo de esta manera: Ninguno pide gracia con amenazas, ni con lágrimas hace agravio, ni injuria. Si vienes para morir, ¿de qué te maravillas, que no te reciba? Y diciendo esto, sonriéndose, abrió la puerta, y los dos se abrazaron con grandísimo amor y ternura, y se saludaron por sus nombres, como si mucho antes se hubieran conocido, e hicieron gracias al Señor, que les había hecho aquella merced. Después de aquellos abrazos amorosos, y del ósculo de paz, sentándose Pablo con Antonio, le habló de esta manera: Ves aquí, al que has buscado con tanto trabajo: ves aquí los miembros podridos ya por la vejez: me ves aquí desgreñado y cubierto de canas: ves aquí al hombre, que brevemente se tornará en polvo. Y porque la caridad sufre todas las cosas, además del trabajo, que has tomado en buscarme, quiero, que tomes otro en contarme lo que pasa en el mundo. ¿Quién le señorea? ¿En qué estado está el linaje humano? ¿Hay todavía gente ciega, que adora a los demonios? De todo le dio cuenta San Antonio por menudo; y después él preguntó a San Pablo, ¿con qué ocasión había venido al desierto? ¿Cuántos años había vivido en él? ¿Cuántos tenía? ¿Con qué manera de vida había pasado tan prolija edad? Y San Pablo, por satisfacer al deseo de San Antonio, le informó de toda su vida, y le dijo, como en el tiempo que Decio y Valeriano perseguían la Iglesia en las partes de Egipto, y de Tebaida, donde él había nacido, murieron sus padres, quedando él como de quince años, bien enseñado en las letras griegas, y egipcias, con una hermana ya casada: y que para huir de aquel torbellino, y estar más apartado del peligro, y seguro del furor de los tiranos, se había retirado a una casa de campo, en la cual se halló menos seguro; porque su cuñado, marido de su hermana, por codicia de su hacienda, quiso venderle, y entregar en manos de la justicia, al que estaba obligado a guardar; sin ser parte, para que no lo hiciese, las lágrimas de su mujer, el deudo, y lo que más importa, Dios, que mira del cielo todo lo que hacemos, y lo remunera, y castiga: y que viendo esto, y la crueldad de aquella terrible persecución, con que los cristianos eran buscados, despedazados, y muertos con atroces tormentos, se determinó de huir de los tiranos, y del cuñado, hasta que pasase aquel nublado, y haciendo de la necesidad virtud, se retiró al desierto, buscando por una parte, y por otra, dónde se pudiese esconder; y que al fin halló a la falda de aquel monte una cueva grande, que se cerraba con una piedra: la cual quitó, y con el deseo y curiosidad de ver, lo que había, entró en ella, y halló una grande palma, y una fuente de clara, y limpia agua; y pareciéndole, que Dios le ofrecía aquel lugar para morada, y asiento de su vida, se había quedado en él, vistiéndose de las hojas de la palma, y comiendo de su fruta, y bebiendo del agua de la fuente; y que allí había vivido después apartado totalmente de los hombres, pero muy consolado y favorecido de Dios. Estando en estas pláticas, dando el un santo al otro cuenta de sí, y de lo que deseaba saber, llegó un cuervo, y se sentó en un árbol, que estaba cerca, y de allí blandamente voló, y puso delante de San Pablo, y San Antonio un pan; y se fue. San Pablo dijo a San Antonio: Bendito sea Dios, que nos envía de comer. Sabed, Antonio hermano, que hace sesenta años, que este cuervo me trae medio pan cada día; y ahora que tú has venido, el Señor nos envía la ración doblada. Dieron los dos gracias a Dios, que como tan piadoso, y cuidadoso padre los proveía; y queriendo partir el pan, comenzaron con santa Humildad a contender, quién de los dos le había de partir, queriendo Pablo, que Antonio le partiese como huésped; y Antonio, que Pablo, como más viejo; y gastaron algún tiempo en esta piadosa porfía. Al fin asiendo el uno de una parte de pan, y el otro de la otra, le partieron, y comieron, y bebieron del agua de la fuente, y alabaron al Señor, y la noche siguiente pasaron en oración. Vino la mañana; y San Pablo habló a San Antonio de esta manera. Muchos días hace, hermano Antonio, que sé, que habitas por estos desiertos, y Dios me había prometido, que te me daría por compañero; mas porque es ya venido el tiempo por mí tan deseado, en que he de ser desatado de esta carne mortal, y ver a mi Señor Jesucristo, Él te ha enviado para mi consuelo, para que pongas debajo de la tierra este miserable cuerpo, y escondas la tierra en la tierra. Aquí se enterneció en gran manera Antonio, y con muchas lágrimas, y profundos suspiros, que le salían de lo más íntimo de su corazón, comenzó a pedir a San Pablo, que no lo dejase, mas que le llevase en aquella felicísima jornada en su compañía; porque los santos el vivir tienen por pena, y por gloria el morir. A esto respondió San Pablo: No quieras, lo que no quiere Dios, ni busques tu provecho, sino el de tus hermanos. Bueno sería para ti dejar esta tan pesada carga de la carne, y subir a las moradas eternas; pero a tus hermanos conviene, que tú vivas, y que los enseñes, y ayudes con tu ejemplo: por tanto yo te ruego, que vayas luego (si no lo tienes por molestia), y me traigas el manto, que te dio Atanasio, para que envuelvas con él mi cuerpo, y lo entierres. Esto dijo Pablo, no porque tuviese cuidado, de que su cuerpo fuese enterrado desnudo, o cubierto; pues había vivido tantos años cubiertas sus carnes con solas las hojas tejidas de la palma: sino porque, estando ausente Antonio, no recibiese tanta pena con su muerte; y también para mostrar, que seguía la Fe Católica, que profesaba Atanasio, que a esta sazón era fuertemente combatida de los herejes arrianos, y defendida con no menos esfuerzo de aquel valeroso soldado del Señor. Se espantó Antonio, cuando oyó hablar a San Pablo de Atanasio y del manto; y sacando por esto, que Cristo moraba en Pablo, reverenciando en el pecho de él a Dios, no osó contradecirle; antes llegándose a él, llorando con silencio, le besó los ojos, y la mano, y se volvió a su monasterio, llevando tan gran deseo de dar la vuelta, que los pies no podían seguir el ánimo con que iba, por mucho que con estar cansado y exhausto de los trabajos, y ayunos, y años, acelerase sus pasos; tanto, que en breve tiempo desalentado y fatigado del camino, llegó a su monasterio. Le vieron dos de sus discípulos, que le servían; y saliéndole a recibir, le dijeron: ¿En dónde habéis estado tanto tiempo, padre? Respondió él: ¡Ay de mí, pecador, que solamente tengo el nombre de religioso! Visto he a Elías: visto he a Juan Bautista en el desierto; y verdaderamente a Pablo en el paraíso. Dicho esto, hiriendo sus pechos, sacó de su celda el manto; y pidiéndole sus discípulos que les declarase más, lo que aquello era, solamente los respondió: Hay tiempo de callar, y tiempo de hablar: y salió de su casa con tanta prisa, que no se acordó de sí, ni tomó un solo bocado, volviendo por el mismo camino, que había venido, y teniendo hambre y sed, sólo de ver a Pablo, y trayéndole tan presente en la memoria, que no podía pensar en otra cosa, temiendo, lo que sucedió, que no diese su alma a Dios, estando él ausente. Pues, como otro día después, con la prisa, y ansia, que llevaba, hubiese San Antonio andado en espacio de tres horas el camino, vio entre los coros de los Ángeles, entre los profetas y apóstoles, la ánima de Pablo, que subía a los cielos, más blanca que la nieve, y con una admirable luz resplandeciente; y cayendo en tierra sobre su rostro, y echando tierra sobre su cabeza, en señal de su dolor, llorando, y gimiendo, decía: ¿Por qué me dejas, Pablo? ¿Por qué te vas sin despedirte de mí? ¿Tan tarde te conocí, y tan presto te perdí? El mismo bienaventurado San Antonio contaba después, que había corrido con tan gran presteza, lo que le quedaba del camino, que le parecía, que no le andaba, sino que volaba. Entrando en la cueva, vio el cuerpo difunto, hincadas las rodillas, la cerviz yerta, y las manos levantadas; y creyendo al principio que estaba vivo, y que oraba, se puso a hacer oración junto a él: mas como no le oyese suspirar (como solía, cuando oraba), entendió, que estaba muerto, y que el cuerpo con la costumbre de orar, que había hecho, cuando era vivo, se había quedado después de muerto de aquella manera; y echándose sobre el rostro del santo difunto, le besaba muchas veces, y le regaba con sus lágrimas. Envolvió el cuerpo con el manto de Atanasio, que consigo traía: le sacó fuera: rezó los himnos y los salmos que se suelen decir a los difuntos, según la tradición y uso de la Iglesia; y queriéndole enterrar, no sabía cómo, por no tener aparejo para abrir la sepultura. Se vio en gran perplejidad: porque si volvía al monasterio, había tres días de camino, en los cuales no convenía dejar solo el santo cuerpo; si se quedaba allí, le parecía, que sería sin provecho. Al fin se determinó quedar; y hablando con Cristo, le dijo: Aquí moriré. Señor, y junto a este tu soldado quedaré, hasta dar la postrera boqueada. Estando San Antonio en este cuidado, salieron de repente de lo más secreto de aquel yermo dos leones corriendo: y aunque con la primera vista tuvo un poco de sobresalto, después volviendo los ojos a Dios, se estuvo quedo, y sin temor alguno como si viera dos mansas ovejas. Los leones se fueron derechos al cuerpo de San Pablo, y se echaron a sus pies, halagándole con sus colas, y dieron un gran bramido, como si lloraran su muerte, a la manera que podían. Luego comenzaron con las manos a cavar la tierra, haciendo un hoyo, en que podía caber el cuerpo de un hombre: y como si tuvieran sentido, y pidieran paga por su trabajo, moviendo las orejas y bajando la cabeza, se fueron para San Antonio, lamiéndole los pies y las manos: y entendiendo el Santo, que le pedían su bendición; alabando al Señor, a quien hasta las bestias fieras reconocen, y obedecen, dijo: Señor, sin cuya providencia no cae una hoja del árbol, ni un pajarillo del aire, dad a estos leones, lo que les conviene; y haciéndoles señas con la mano, les mandó que se fuesen. Partidos que fueron los leones, bajó el santo viejo su cerviz encorvada, y tomó el cuerpo muerto sobre sus hombros: le puso en la sepultura, y le cubrió de tierra: y para ser heredero de todas las riquezas que Pablo poseía en el mundo, lo desnudó primero de aquella túnica, que a manera de pleita había tejido de las hojas de la palma, y con que había vestido sus desnudas carnes tantos años, y con este tesoro se fue a su monasterio, y contó a sus discípulos lo que le había sucedido: y en testimonio de lo que estimaba aquella presea, los días de pascua de Resurrección, y del Espíritu Santo, se la vestía por fiesta y regocijo. Y no solo tuvo autoridad San Antonio, en lo que contó de San Pablo, con sus discípulos, sino con toda la Iglesia Católica, la cual por su testimonio le canonizó y celebra su fiesta. Murió este glorioso santo a los 10 de enero del año del Señor de 343, siendo de edad de ciento y trece años. La Iglesia le hace fiesta a los quince días del mismo mes de enero, por ser los días de antes ocupados. San Jerónimo acaba la vida de San Pablo con estas palabras: «Quiero en el fin de esta vida, que he escrito de San Pablo, preguntar a los que son tan ricos, que no saben lo que tienen, y a los que edifican grandes y magníficos palacios, y en un hilo de perlas, o en una sarta de piedras traen grandes tesoros, rogarles, que me digan, ¿qué faltó jamás a este santo, y desnudo? Vosotros, dice, bebéis en tazas de oro; y Pablo en sus manos satisfacía a su sed. Vuestros vestidos son de oro y seda; él aun no tuvo para cubrirse una ropa de las más viles, que vuestros criados desechan. Pero se torcerán las manos: a Pablo pobrecito estará abierto el cielo; y vosotros cargados de oro iréis al infierno: él desnudo guardó limpia la vestidura de Cristo; y vosotros vestidos de ricas ropas la habéis manchado: Pablo está debajo de tierra, para resucitar a la gloria; y vosotros en sepulcros magníficos de jaspe, y de mármol, arderéis con vuestras obras para siempre. Tened, siquiera, lástima de vosotros mismos, o a lo menos de las riquezas que tanto amáis. ¿Por qué cubrís, y envolvéis a vuestros muertos en paños de seda, y oro? ¿Por qué vuestra ambición no se acaba, siquiera con las lágrimas, y llanto de la sepultura? ¿Tienen por ventura los cuerpos muertos de los ricos privilegios para no podrirse, sino con oro y seda? Yo ruego, al que esto leyere, que se acuerde de Gerónimo pecador, a quien si Dios lo diese a escoger, más querría la túnica de Pablo con sus merecimientos, que la púrpura de los reyes con sus penas.» Todas éstas son palabras de San Jerónimo: las cuales son mucho para ponderar, y considerar, y no menos el medio, por el cual Dios nuestro Señor hizo Santo, y tan gran Santo, al bienaventurado San Pablo, que fue la maldad de su cuñado, la crueldad de los tiranos, y el miedo de perder la vida, que éste fue el primer motivo, que tuvo para huir, y esconderse en el desierto, haciendo de la necesidad virtud, y viviendo tantos años en aquella soledad, sin ser visto, ni ver a nadie, con tanta desnudez, y pobreza, desconocido de los hombres, y regalado de los Ángeles, y del mismo Dios: porque no se puede creer otra cosa, sino que viviendo él vida de ángeles, los Ángeles le visitaban; y padeciendo por el Señor un tan prolijo y tan extraordinario martirio, el mismo Señor le favorecía, entretenía, y regalaba con Su altísima oración, y contemplación, para que tomemos ejemplo, y a imitación de este glorioso Santo nos aprovechemos de cualquier trabajo, que nos venga, aunque sea por mano de nuestros mismos hermanos y conocidos, y no perdamos la ocasión, que el Señor nos ofrece para más servirle, sin que sea parte, para estorbarnos, el temor de las cosas caducas y frágiles de esta vida, porque todo lo vence el mismo Señor con la abundancia de Su Divina Gracia: la cual Él se digne darnos por los merecimientos de este glorioso Santo.
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